—Pues como le decía, don Miguel, de la
Marcela se habla hoy, cómo hace años, ¡se inventan sucesos y conclusiones diferentes cada día!: las
mujeres, en los lavaderos y nosotros, en la cantina.
Ya lo dice mi compadre Fidencio: “Pueblo chico, infierno
grande”. Así es Zapotitlán de los murmullos, nuestra comunidad. Aquí, todos nos
conocemos, sabemos la vida, obra y milagros, de cada uno. Y como no tenemos
electricidad y el pueblo más cercano nos queda a dos horas de camino por la sierra, el entretenimiento del pueblo es
la plática. Así es qué, lo que le pasa a uno, le pasa a todos. Porque verá
usted…
—Leoncio, vaya al grano, nos
contaba el problema más grande que ha tenido la comunidad: la tragedia de la
hija de Ponciano, el hombre más rico del lugar, dueño de la tienda “La
surtidora”.
—¡Ah, si, si!, nada más les
lleno su pocillo con este mezcal que hace mi compadre Juan. Debería ver
qué buen alambique tiene, es de cobre, y…
—¡Leoncio, al grano!...
—Bueno, bueno, don Miguel, debo
decirle que por aquella época, la Marcela era una hembra hermosa: tenía
alrededor de dieciocho años, y una reluciente cabellera negra que agitaba con
gracia al caminar abanicando la hermosura de su tez morena; pómulos grandes sosteniendo
alegres ojos negros que lanzaban candidez y picardía en cada mirada. Esbelta de
cuerpo, usaba vestimenta discreta que, sin embargo, no podía dejar de resaltar
su generosas formas. Siempre se hacía acompañar por María, su compañera de toda
la vida. La verdad, no otorgaba espacios para ser abordada sentimentalmente.
Sin embargo, la codiciaban los más de los jóvenes…
Pedro
y Antonio, dos amigos, eran los más persistentes, la acosaban con su galanteo.
Ambos sabían las intenciones del otro, y competían: Le llevaban serenatas,
invitaban a los bailes del pueblo, la cortejaban de mil formas. A los dos los
trataba igual: con simpatía, pero sin preferencias, ni interés romántico.
Un día, se encontraron en la cantina, pasados de copas,
discutieron acremente frente a la concurrencia, y al final hicieron un
juramento poniendo a todos como testigos…
—A propósito, ¿les lleno sus
pocillos?...
—¡Leoncio!, ¡prosiga!
—Voy, voy: le propondrían
matrimonio, si fueran rechazados, la
matarían: ¡Si no era de ellos, no sería de nadie!...
Después de muchos tragos, salieron de la cantina, acompañados
por todos los testigos. Al llegar frente a su casa, observaron a Marcela y
María en el balcón. Le solicitaron hablar con ella y su padre; les abrieron las
puertas. Los parroquianos, expectantes, se congregaron en los alrededores.
Tiempo después, escucharon varias voces altisonantes, discusiones acaloradas, gritos
y después… disparos.
¿Más mezcal?...
—¡Leoncio!... ¡termina!
Ah, si… ¡Entramos en bola, forzando puertas y ventanas!
¿Y qué encontramos?...
¡Los cuerpos sangrantes de los dos enamorados, y el del
padre defensor de la honorabilidad de su hija! María y Marcela abrazadas,
lloraban junto a los cadáveres. A los pies de María, una de las pistolas
asesinas.
Justino, el policía del pueblo, concluyó que el padre
disparó contra ellos y estos respondieron…
A las exequias acudió todo el pueblo, como si fuera la
fiesta de nuestro patrono San Juan. Regresando del panteón, la cantina se llenó,
y comenzó la habladuría, que hasta la fecha, sigue…
Y ¿cómo no se iba a alborotar más la gallera?, si al otro
día del sepelio, María se cambió a vivir con Marcela…
—¿Otro mezcalito, don
Miguel?...
16 de junio de 2019
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