sábado, 30 de junio de 2012

La terapeuta


La terapeuta
Jorge Llera Martínez
                        Debo de confesar que  Lucrecia siempre fue así. Generalmente, le gustaba preguntar por el estado de salud de los conocidos al iniciar las pláticas y, si estos cometían la imprudencia de comentar que sentían algún dolor o que estaban enfermos de algo, inmediatamente comenzaba el diagnóstico, la receta de un medicamento que le había sido de utilidad a la vecina o a la prima, la dieta de frutas o legumbres, los ejercicios para descongestionar pulmones u otros remedios. Siempre tenía una respuesta a la mano. Si le confesaban que ya habían tomado ese medicamento  o tratamiento sin obtener buenos resultados, recurría a recomendar los tratamientos alternativos y los naturistas. Si sentía que los interlocutores pretendían cambiar de tema, comentaba lo del brujo y sus remedios maravillosos. Si no la paraban, la fiesta se convertía en un consultorio en el que todos hablaban de sus enfermedades, esperando consultas gratis.
            El destino decidió ser implacable con su familia y …¡Lucrecia ingresó a la Universidad de la Tercera Edad! complementando ahí todo su acervo médico, esotérico y chamanístico:  documentándose  en   homeopatía, digitopuntura, reflexología, flores de Bach y auriculopuntura. También en Programación neurolingüística,  Tanatología y hasta en Pueblos mágicos. En fin, la ciencia, saturó su ser de conocimientos y habilidades y  la devolvió a una sociedad ávida de su auxilio.
            Lucrecia decidió probar inicialmente sus conocimientos en casa, con familiares y amigos. Tomó tan en serio su papel que, en poco tiempo, sabia las enfermedades de todo el vecindario y recetaba a diestra y siniestra.
            En la casa, la convivencia se volvió intolerable. Su espíritu inquisitivo se acrecentaba con los hijos y el marido.  Los asediaba constantemente y cuando lo hacía, fijaba su mirada escrutadora en  las orejas, diciéndoles que  en ellas veía su estado de ánimo y con el fin de mejorarlo, las  masajeaba y estrujaba hasta aumentar la coloración y el calor en ellas. Con pies y manos tenía una atención similar. Llegó un momento en que en la casa, se cansaron de ser conejillos de Indias y evitaban en lo posible sentirse enfermos, porque al menor cambio en el comportamiento, aparecían los brebajes, las gotas, los chochos, los emplastos o, las cremas.
            Como con el tiempo disminuyó la clientela de familiares y amigos... ¡Pronto se convirtió en veterinaria! y comenzó el martirio del dócil can de la casa.
            Lucrecia  se fijaba en todos los movimientos del perro y ...su hábil ojo diagnóstico, encontró pronto que el animal cojeaba por una artritis psoriásica; que traía una rinitis crónica que le impedía respirar bien, que padecía inflamación de los oídos...y otros tantos padeceres.
            ¡Y cómo no iba a tener inflamados los oídos el pobre perro, si se la vivía apachurrándolos!
            El animal tomó la misma actitud de nosotros y vivía permanentemente huyendo y escondiéndose. Pero sus esfuerzos eran inútiles, siempre lo encontraba para darle su medicamento o su terapia.
            Lo que tenía que pasar, pasó. El perro prefirió conservar su dignidad y  tuvo el valor de abandonar la casa, cogió sus huesos y tomó camino dejando las comodidades a que estaba acostumbrado.
            Nosotros... seguimos desayunando con flores de Bach y recibiendo sales de Shussler, amén de estrujones y masajes durante el día.
24 de mayo de 2012

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