domingo, 28 de octubre de 2012

El asesino silencioso







El asesino silencioso

Jorge Llera

Las reuniones en la casa del lago eran concurridas. Acudían alumnos y maestros de la Facultad de Sicología. En  un clima de intelectualidad, después de la cena, se trataban temas de interés profesional que se prolongaban hasta altas horas de la noche. El anfitrión era hijo único de un importante industrial y compensaba su soledad con las reuniones semanales que organizaba. En esta ocasión se hablaba del "síndrome de Reinfield", más conocido como vampirismo.
    Comentaba el doctor Steinback, que el vampirismo era una parafilia poco frecuente y escasamente estudiada, cuando Andrés - estudiante del último grado- les solicitó su atención para contar una historia que le ayudaría a  establecer una tesis que consideraba incontrovertible.
La audiencia, curiosa y divertida, ante la expectativa de polemizar sobre un tema por demás macabro y ampliamente explotado en la literatura y el cine,  aprobó su propuesta.
Andrés se incorporó de su asiento y comenzó el relato diciendo:     
      " En la parte alta de la sierra, en una finca cafetalera a la que sólo se tenía acceso por veredas, vivía la comunidad del conde Rackozy, de origen  Rumano, quién construyó un castillo de estílo centroeuropeo en la mitad de un bosque de coníferas. El clima húmedo y frío  hacía que la niebla abrazara al castillo desde el atardecer y destapara su sábana grumosa lentamente ya entrada la mañana. El  interior del castillo era oscuro, iluminado tímidamente por la terquedad de algunos rayos de luz que burlaban la opacidad de los altos ventanales. El mobiliario antiguo y pesado, se aposentaba con la propiedad de un anciano dentro de la pardidez de un  ambiente lúgubre tapizado de polvo. Por las noches, el castillo cobraba vida, se oían ruidos, lamentos y cantos, por lo que se rumoraba que se hacían ceremonias paganas y  que eran adoradores del demonio.
        Los moradores habían llegado hace algunos años en un grupo numeroso, huyendo de su país natal por problemas con las autoridades. En general, eran de  piel blanca, casi albinos; pelo rubio, lacio y largo. Cuerpos delgados y de facciones finas. Su vestuario contrastaba con el de los pobladores, pues por su sobriedad daban la apariencia de empleados de funeraria. Deambulaban por el poblado después del atardecer, sin un fin aparente y no se relacionaban con la gente.
          Al poco tiempo de  su llegada, comenzaron los asaltos nocturnos en el pueblo. La gente era sorprendida por la noche y agredida por la espalda, se desmayaban y al despertar se sentían débiles y cansadas. Con el tiempo, se notó un decaimiento en la salud de los pobladores y el  aumentaron los casos de desnutrición y anemias, situación que originó la atención de las autoridades sanitarias del Estado y la irritación de los habitantes al culpar al Conde Rackozi y su comunidad de ser la causa de sus males.
     Los pobladores se estaban organizando para atacar a los seguidores del Conde, cuando comenzó una insólita ola de entierros en la comunidad Rackozi. Día con día, había muertes. Tal fue la gravedad de los siniestros que, en el término de tres meses, solo quedaron el Conde y dos subalternos, mismos que huyeron abandonando apresuradamente la finca y el castillo, sin presentir que también a ellos los exterminaría el asesino silencioso..."
- ¡Y he aquí mi tesis compañeros! ¡No hay mal que por bien no venga! ¡Es un hecho que el vampirismo se va a extinguir!... ¡Lo va a exterminar el SIDA!


12 de diciembre de 2012

domingo, 21 de octubre de 2012

La mano


La mano


Estimado amigo:

Acudo a tú como la última opción de salvación en mi triste y desolada vida. He estado subsistiendo con  una obsesión desesperada y acuciante los últimos meses, que se ha acrecentado  desde que perdí el empleo: ¡Una mano me persigue con intención de estrangularme!
            Lo ha hecho desde mi infancia, desde aquel infausto día que me llevaron al cine a ver la película  La mano asesina. Aterrorizado vi como le cercenaban, al nivel de la muñeca, la mano derecha a un pianista -quedando parte del smoking y el puño de la manga en ella, lo que le daba un toque distinguido- y después lo asesinaban por no pagar un adeudo a la mafia.   La mano adquirió vida propia y se volvió vengativa, persiguiendo sin clemencia a cada uno de los asesinos  hasta ahorcarlos. Los aterrorizaba inicialmente con los primeros acordes de la sinfonía número cinco de  Beethoven  e inmediatamente subía las escaleras a buscar a su víctima.
            Gran parte de  mi existencia se ha visto martirizada durante las noches por la visión de la mano que me persigue. En la infancia y adolescencia, durante las noches, me asomaba bajo la cama antes de dormir, me encerraba con llave, me metía debajo de las cobijas. Y aún así... me despertaban los acordes de la quinta de Beethoven. Me imaginaba que la mano reptaba silenciosa y pausadamente la escalera y que de un momento a otro la tendría   apretando mi cuello. Arrinconado en mi cama, sudando y nervioso la esperaba hasta que me vencía el sueño.
            Traté de analizar racionalmente mi pesadilla y nunca le encontré justificación, ninguno de mis problemas ameritaba que me persiguiera la mano. El análisis no condujo a nada.
            Últimamente, esta aterrorizante visión ha desbordado los límites de mi cordura, me persigue durante la noche y el día. La veo cuando me siento en el banco del parque, tras los matorrales; por la calle, saliendo de los almacenes; en el mostrador de la cafetería y principalmente se incorpora al brazo de mi arrendador, al del tendero de la esquina; al del Director de la escuela de mis hijos y... principalmente, al de mi esposa, cada que llego a casa.
            ¡Amigo, no puedo más!... ¡préstame diez mil pesos!

sábado, 20 de octubre de 2012

La casa gana



      La casa gana


Frente a ella, leyendo el resultado de los análisis que le había entregado Ámbar, el médico le comentó:
            -Su enfermedad se ha agravado, confirma mi diagnóstico inicial, el cáncer se ha generalizado, tiene metástasis por todo el cuerpo. Mi propuesta es que se someta a tratamientos de radio y quimioterapia durante los próximos meses.
            Se hizo un silencio tenso por espacio de algunos minutos, mientras ella procesaba la información y asumía con tristeza y coraje interno su realidad. La palidez de su rostro mostraba un elevado grado de alteración cuando preguntó con brusquedad y un leve tartamudeo:
            -¿Cu... cuánto tiempo de vida me queda?
            Incómodo, el médico, encarándola con la frialdad de un agorero cómplice del destino, le dijo:
            - Sin tratamiento, quizá seis meses, con él... tal vez un año.
            Sintió desfallecer, el panorama sombrío y desolador que su vida le presentaba, cortaba todas sus expectativas. Sin fuerzas, encorvada, soportando sobre sus hombros el peso abrumador del augurio, se dirigió a su departamento.
            La imagen reflejada en el espejo de la habitación era de una desesperada angustia. Demacrada, desaliñada y con los párpados abotagados por el llanto, parecía mayor a sus cuarenta años. Se recostó y comenzó a analizarse. Era una solitaria, siempre dedicada al trabajo, nunca salía a divertirse, tenía pocos amigos. Hacía tiempo que el único amante que había tenido terminó la relación con ella. Sin emociones, su existencia se conformaba en una monotonía desesperante.
            Pensando que había desperdiciado gran parte de su vida, un oculto deseo fue emergiendo hasta su conciencia; se hizo evidente y en ese momento tomó una determinación:
            ¡Al carajo con el cáncer! ¡Voy a disfrutar lo que me queda de presencia en este mundo!
            Sacó su dinero del banco, compró boletos para un crucero a diferentes destinos, adquirió el ajuar necesario para la travesía y emprendió el viaje final.
            Durante su permanencia en el barco, fue tejiendo una red de amistades y amantes que evidenciaba la intensidad por la que pasaba.
            En la última noche de el crucero, a lo lejos vio las luces del puerto que flotaban como estrellas danzantes sobre las olas tranquilas de un mar negro, como el fin de la vida. El casino del barco estaba a reventar, el ánimo nervioso en las diferentes mesas provocaba un ambiente de alegre tensión y un torbellino de emociones desbordadas circulaba por cada lugar de juego. Alrededor de la mesa de la ruleta se agolpaban tumultuosamente un gran número de espectadores, viendo con  emoción que una jugadora le ganaba a la "casa" una gran fortuna.        Al extremo de la mesa, tras grandes montículos de fichas, asomaban los ojos desbordantes de exaltación de Ámbar. El ambiente se tensó cuando el croupier dijo:
            - ¡hagan sus apuestas!
            - ¡Va mi resto al treinta y tres rojo! Se escuchó una voz al extremo de la mesa... y Ámbar empujó con seguridad los cerros de fichas al número seleccionado. hasta entonces, el croupier pudo ver la cara  radiante y divertida de su rival, que demostraba con su actitud el control de sus emociones y el deprecio hacia el destino. De inmediato, el número de la ruleta se saturó de fichas acompañantes.
            El croupier, nerviosamente, solicitó con la mirada la autorización para aceptar la apuesta más grande que se había hecho en ese barco. La mesa se congestionó aún más al saber de la autorización.
            Giró y giró la ruleta, la bolita rodó y saltó en círculos concéntricos y... poco a poco, en un mar de tensión y emociones contenidas, la rueda fue aminorando su velocidad hasta detenerse con la parsimonia de su cansado andar. Siguió brincando y tras unos instantes... se detuvo en el ¡treinta y tres rojo! ¡La gente gritaba y se abrazaba! Y Ámbar en un paroxismo de emociones encontradas,  saltando de alegría, lanzó un grito  triunfal:
            - ¡Gané! ¡Gané! ¡Maldito cáncer, no me quitaste la alegría de vivir! Y tras ese grito, se desvaneció.
            El médico del Crucero confirmó la muerte… Nadie reclamó el premio.