La mano
“Por andar la bolsa estrecha,
no está la deuda pagada,
porque es mejor no dar nada
que dar lo que no aprovecha.”
Lope de Vega
Estimado amigo:
Acudo a ti como la última opción en mi triste y desolada vida. He estado subsistiendo con una obsesión desesperada y acuciante los últimos meses, que se ha acrecentado desde que perdí el empleo:
¡Una mano me persigue con intención de estrangularme!
Lo ha hecho desde mi infancia, desde aquel infausto día que me llevaron al cine a ver la película La mano asesina. Aterrorizado vi como le cercenaban, al nivel de la muñeca, la mano derecha a un pianista, quedando parte del smoking y el puño de la manga en ella, lo que le daba un toque impactante. Después, lo asesinaban por no pagar un adeudo a la mafia. La mano adquirió vida propia y se volvió vengativa, persiguiendo sin clemencia a cada uno de los asesinos, hasta ahorcarlos. Los aterrorizaba inicialmente con los primeros acordes de la sinfonía número cinco de Beethoven, e inmediatamente, subía las escaleras a buscar a su víctima.
Gran parte de mi existencia se ha visto martirizada durante las noches por la visión de la mano que me persigue. En la infancia y adolescencia, durante las noches, me asomaba bajo la cama antes de dormir, me encerraba con llave, me metía debajo de las cobijas. Y aún así... me despertaban los acordes de la quinta de Beethoven. Me imaginaba que la mano reptaba silenciosa y pausadamente la escalera y, que de un momento a otro, la tendría apretando mi cuello. Arrinconado en mi cama, sudando y nervioso la esperaba hasta que me vencía el sueño.
Traté de analizar racionalmente mi pesadilla y nunca le encontré justificación, ninguno de mis problemas ameritaba que me persiguiera la mano. El análisis no condujo a nada.
Últimamente, esta aterrorizante visión ha desbordado los límites de mi cordura, me persigue durante la noche y el día. La veo cuando me siento en el banco del parque, tras los matorrales; por la calle, saliendo de los almacenes; en el mostrador de la cafetería y principalmente se incorpora al brazo de mi arrendador, al del tendero de la esquina; al del Director de la escuela de mis hijos y... principalmente, al de mi esposa, cada que llego a casa.
¡Amigo, no puedo más!... ¡préstame diez mil pesos!
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