La casa gana
Frente
a ella, leyendo el resultado de los análisis que le había entregado Ámbar, el
médico le comentó:
-Su enfermedad se ha agravado, confirma
mi diagnóstico inicial, el cáncer se ha generalizado, tiene metástasis por todo
el cuerpo. Mi propuesta es que se someta a tratamientos de radio y
quimioterapia durante los próximos meses.
Se hizo un silencio tenso por
espacio de algunos minutos, mientras ella procesaba la información y asumía con
tristeza y coraje interno su realidad. La palidez de su rostro mostraba un
elevado grado de alteración cuando preguntó con brusquedad y un leve
tartamudeo:
-¿Cu... cuánto tiempo de vida me
queda?
Incómodo, el médico, encarándola con
la frialdad de un agorero cómplice del destino, le dijo:
- Sin tratamiento, quizá seis meses,
con él... tal vez un año.
Sintió desfallecer, el panorama
sombrío y desolador que su vida le presentaba, cortaba todas sus expectativas.
Sin fuerzas, encorvada, soportando sobre sus hombros el peso abrumador del
augurio, se dirigió a su departamento.
La imagen reflejada en el espejo de
la habitación era de una desesperada angustia. Demacrada, desaliñada y con los
párpados abotagados por el llanto, parecía mayor a sus cuarenta años. Se
recostó y comenzó a analizarse. Era una solitaria, siempre dedicada al trabajo,
nunca salía a divertirse, tenía pocos amigos. Hacía tiempo que el único amante
que había tenido terminó la relación con ella. Sin emociones, su existencia se
conformaba en una monotonía desesperante.
Pensando que había desperdiciado
gran parte de su vida, un oculto deseo fue emergiendo hasta su conciencia; se
hizo evidente y en ese momento tomó una determinación:
¡Al carajo con el cáncer! ¡Voy a
disfrutar lo que me queda de presencia en este mundo!
Sacó su dinero del banco, compró
boletos para un crucero a diferentes destinos, adquirió el ajuar necesario para
la travesía y emprendió el viaje final.
Durante su permanencia en el barco,
fue tejiendo una red de amistades y amantes que evidenciaba la intensidad por
la que pasaba.
En la última noche de el crucero, a
lo lejos vio las luces del puerto que flotaban como estrellas danzantes sobre
las olas tranquilas de un mar negro, como el fin de la vida. El casino del
barco estaba a reventar, el ánimo nervioso en las diferentes mesas provocaba un
ambiente de alegre tensión y un torbellino de emociones desbordadas circulaba
por cada lugar de juego. Alrededor de la mesa de la ruleta se agolpaban tumultuosamente
un gran número de espectadores, viendo con
emoción que una jugadora le ganaba a la "casa" una gran
fortuna. Al extremo de la mesa,
tras grandes montículos de fichas, asomaban los ojos desbordantes de exaltación
de Ámbar. El ambiente se tensó cuando el croupier dijo:
- ¡hagan sus apuestas!
- ¡Va mi resto al treinta y tres
rojo! Se escuchó una voz al extremo de la mesa... y Ámbar empujó con seguridad
los cerros de fichas al número seleccionado. hasta entonces, el croupier pudo
ver la cara radiante y divertida de su
rival, que demostraba con su actitud el control de sus emociones y el deprecio
hacia el destino. De inmediato, el número de la ruleta se saturó de fichas
acompañantes.
El croupier, nerviosamente, solicitó
con la mirada la autorización para aceptar la apuesta más grande que se había
hecho en ese barco. La mesa se congestionó aún más al saber de la autorización.
Giró y giró la ruleta, la bolita
rodó y saltó en círculos concéntricos y... poco a poco, en un mar de tensión y
emociones contenidas, la rueda fue aminorando su velocidad hasta detenerse con
la parsimonia de su cansado andar. Siguió brincando y tras unos instantes... se
detuvo en el ¡treinta y tres rojo! ¡La gente gritaba y se abrazaba! Y Ámbar en
un paroxismo de emociones encontradas,
saltando de alegría, lanzó un grito
triunfal:
- ¡Gané! ¡Gané! ¡Maldito cáncer, no
me quitaste la alegría de vivir! Y tras ese grito, se desvaneció.
El médico del Crucero confirmó la
muerte… Nadie reclamó el premio.
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