viernes, 22 de noviembre de 2013

Invierno

Invierno
Jorge Llera
Al final del otoño, cuando los días se tornan desapacibles y turbios, el  invierno  se introduce de manera hipócrita en la ciudad, cubriendo con su manto gris el horizonte que él contempla desde su ventana. Aquel viejo árbol de nochebuena es el centro del jardín que rodea la mansión colindante con su casa. La tozudez del vegetal ante el clima, es un desafío orgulloso al insustancial paisaje; fuente de vitalidad con lo pertinaz de su combativo verdor. Su vestimenta, reta al frío ambiente con el rubor adolescente de sus brácteas y despide un rojo orgulloso al acompañar al viejo año que pronto llegará a su fin.
            La nostalgia transporta su pensamiento tres lustros atrás, durante las vacaciones de invierno, cuando observaba al viejo árbol cubierto de inflorescencias soportar el continuo vaivén del columpio pendiente de sus brazos y animando con su sostén, el júbilo de la jovencita de escasos once años. Desde su atalaya, escucha los regaños que hace a la nana por no mecerla como le ordena. Delgada, alta y de cabello dorado, emula a un tallo de trigo próximo a la cosecha. Es deliciosamente fea —como suelen ser las niñas que están destinadas a convertirse después de unos pocos años en indeciblemente encantadoras y acarrear miserias sin fin sobre un gran numero de hombres. Muestra ya a esa edad, el carácter altivo y frío del invierno, el orgullo y la actitud dominante que la conducirán por la vida.
            Ese día, el comportamiento caprichoso de la chiquilla le dio risa. Se alejó de la ventana y pensó que merecía un par de nalgadas. Salió presurosamente de su casa y en bicicleta, se dirigió a la preparatoria.
            Pasaron los años… La veía en su jardín al amparo del viejo árbol y circundada siempre de admiradores. Ella lo sorprendía frecuentemente, observándola detrás de las cortinas de la ventana y sonreía para sí, segura de acumular otro seguidor.
             Llegó a la cena de fin de año en el Country Club y la vio al fondo del salón con un vestido rojo, escotado, insinuando la turgencia de unos senos pequeños y garbosos que levantaban la sedosa tela con la punta de los pezones y dibujaban su contorno; la dejaban caer deslizándose adosada al cuerpo, moldeando las caderas y resaltando someramente el pubis, para ir a descansar al borde del piso, esbozando unas zapatillas altas del mismo color. Conversaba animadamente con varios hombres elegantes, vestidos de smoking. Cuando levantó la mirada, le vio y sonrió ladeando la cabeza; su rubia cabellera se deslizó hacia la derecha de su cuerpo para reposar acariciando su hombro con suavidad y dejando ver parte del blanco cuello enmarcado en rubíes.
            Se acercó y entrando con firmeza al círculo de admiradores, le tendió la mano y la condujo con prestancia hacia la terraza. Sentados frente a la balaustrada, admiraron la luminosidad de la ciudad en una límpida noche invernal punteada con destellos, como sus remembranzas, salpicando la conversación. Y alumbrados por una gran luna llena que les requería mayor intimidad, disfrutaron sus presencias hasta el amanecer.
            A partir de esa noche su mundo cambió, la vida ya no volvió a pertenecerle, su pasión lo maniató y esclavizó; ahora era de ella, como las alhajas que portaba elegantemente durante los eventos y las desprendía de su cuerpo al perder su capacidad de adornarla.
            Cinco años duró su enajenación, su servil atención e idolatría por esa relación invernal que lo angustiaba y desequilibraba. El estallido se dio al regreso de una reunión, en la que ella se propasó en la bebida y flirteando con un joven apuesto, se esfumó por más de una hora, para regresar con una sonrisa de satisfacción y darle un beso en la boca.
            Salieron a toda prisa. En el paroxismo de una irritación sin control, aumentó la velocidad del vehículo mientras discutía; ella, impávida, sonreía. No soportó más el desdén y viró el volante, rebasó el acotamiento y el automóvil cayó en la hondonada arrastrando con él sus pasiones…
            Desde la ventana de su habitación, después de cumplir su condena por homicidio imprudencial, contempla el viejo árbol de nochebuenas que persiste con su verdor  preservando la vida y acompaña, como de costumbre, la despedida del año, con el rojo sangre de sus inflorescencias.
           
20 de noviembre de 2013
             


viernes, 15 de noviembre de 2013

Amigo



Amigo

Jorge Llera


¡No lo vuelvas a traer a casa! ¡No lo soporto! Le gritó su mujer desde la cocina mientras lavaba los platos. Momentos antes, Mauricio de la Torre se había despedido molesto por los comentarios de Andrea sobre su vida personal y por el abuso que, según ella, hacía de la amistad con Eduardo. Durante la cena, los ánimos comenzaron a caldearse cuando le criticó su agnosticismo como forma de vida. Le achacó que su irreligiosidad dejaba sin bases morales el desarrollo de sus hijos, "estaba formando unos delincuentes en potencia". Esta intrusión en su privacidad y sus creencias molestó a Mauricio, pero lo que lo exasperó fue que le recriminara la falta de pago de un préstamo que Eduardo le había hecho recientemente.
          Eduardo y Mauricio la conocieron de estudiantes y formaron un trío inseparable hasta el final de sus estudios. Se separaron cuando Mauricio se fue a trabajar fuera de la ciudad. Pasado el tiempo, Eduardo y Andrea se casaron.
          Se veían ocasionalmente, cuando llegaba a venir. Cenaban en casa y jugaban a las cartas con el invitado y su pareja.
          La actitud de Andrea cambió respecto a Mauricio después de una noche en que se cenó y jugó hasta la madrugada.  A partir de ese día, él se distanció más de lo acostumbrado  y Andrea lo fue ignorando en sus conversaciones; con el tiempo, comenzó a denostarlo. Eduardo, no entendía el cambio de una entrañable amistad a un frío desprecio y por más que lo trató de averiguar, nunca logró una explicación. Consciente de la problemática, procuraba mantenerlos alejados.
          Esta vez el encuentro fue obligado, porque ambos tenían que firmar unos documentos que llegaron a casa de Eduardo y pasarían a recogerlos muy temprano por la mañana. Fue por eso que pensó que no tendría problemas al invitarlo a cenar.
         Alterado, cerró de golpe la puerta del departamento y salió corriendo a buscar a Mauricio. Bajó desde el tercer piso saltando los escalones, irrumpiendo abruptamente en la fría y húmeda avenida matizada de promiscuos charcos, que amortizaban su carrera salpicándola de desesperación. Lo vio a la distancia, entrando al viejo puente de piedra escasamente iluminado por un farol amarillento, que destellaba tristeza en el lagrimeo de la noche. Cubierto con la gabardina oscura, un sombrero de fieltro y con su portafolio bajo el brazo, pensativo, caminaba lentamente. En su actitud, comprendió que la amistad se alarga y estira en la compresión y el cariño, pero que su resistencia está limitada por la voluntad de las partes.
          Lo alcanzó disculpándose de mil maneras, lo cercó con sus brazos transmitiéndole el más profundo sentimiento de cariño y le solicitó verlo por la mañana en su oficina.
          Con el aprecio de siempre, Mauricio lo invitó a entrar y le entregó las escrituras del departamento que rescató de la hipoteca vencida, motivo de la firma del día anterior y una carta que le pidió leyera cuando estuviera solo. Se despidieron asegurándose que pasara lo que pasara, su amistad perduraría.
          Llegó al parque,  y en una banca a la sombra de un árbol, frente a una vereda que serpenteando como la existencia se perdía en la lejanía, sacó de su sobré la carta y leyó:
          "...Mauricio, en la cena necesitaba llamar tu atención y hacerte sentir que me interesas más que como amigo, por eso te acaricié con mi pié tu pierna, necesito que platiquemos, llámame..."
          Sintió que un frío helado lo invadía y lo paralizaba, le cortaba la respiración comprimiéndole el tórax como sí lo prensaran, la rabia le inflamó el corazón e irritó los ojos, desbordando su amargura. Respiró profundamente y permaneció un largo tiempo pensativo. Levantó la cabeza, se secó las lágrimas y emprendió el regreso a casa.
          Abrió la puerta de entrada del departamento, se dirigió a la cocina y saludó a su esposa con un beso y preguntándole:
—¿Cómo te fue hoy, mi amor...?


3 de septiembre de 2013

Quimera

Quimera


No ser amado es una simple desventura.
La verdadera desgracia es no saber amar.
Albert Camus 
Las manos húmedas acarician la arcilla ocre y pegajosa moldeándola con los dedos, y se introducen en ella siguiendo los dictados de una mente febril y apasionada. La figura toma forma  gracias a las caricias y tensiones recibidas en el idilio de materia y ser, sinergia transformadora de lo inerte, concepción humanizada de una estética de formas góticas que alienta la originalidad en sus creaciones. El escultor se detiene de vez en vez, alejándose para observar desde otra perspectiva su obra. Se acerca y corrige el detalle, sonríe si el cambio  satisface sus expectativas o hace una mueca de desaprobación y humedece las partes que va a detallar. Con diferentes espátulas modela la figura, y le embarra masa si hay que levantar áreas. Una espátula delgada define la nariz recta y angosta. Delinea diestramente la carnosa boca cuyos labios entreabiertos incitan a degustar el fruto maduro del deseo, y a beber en ellos el fuego de la pasión engastada en la mente de su creador. El parecido con la imagen que danza en su interior, es evidente.
            La mañana susurra débiles haces de luz infiltrados a través del grisáceo cristal  del  taller,  proyectando la sombra de los objetos situados sobre la mesa de trabajo hacia la  pared posterior, en un collage de claroscuros. El rostro, recargado en su brazo y asentado sobre la mesa levemente iluminada, cobra vida. El alfarero se levanta, se despereza estirando los brazos, bosteza y voltea a admirar la obra que todavía es de barro crudo. No pierde el tiempo en alimentarse, embelesado en ella comienza a lijarla suavemente, acariciándola con delicadeza y transmitiendo en cada roce la emoción de cumplir con el estereotipo imaginado. Introduce la pieza al horno y con la paciencia necesaria, observa el proceso de  cocimiento.
            El pintar la pieza implica certeza de trazo; sus manos ágiles lo hacen con precisión al definir la línea y utilizar el color requerido en cada área. Por fin,  el rostro y el cuerpo imaginado. Aloja por segunda vez la figura en el horno para fijar la pintura y darle  la brillantez, tersura y belleza que respalda su apellido... Lladró. 
            El placer que siente por la obra terminada, lo emociona; la mujer ideal, la musa con la que ha soñado toda la vida, la que enardece su alma y el cuerpo, está representada en esa figura. Recorre la mirada por el delicado óvalo de su rostro inclinado, que desborda la gruesa cabellera sobre el hombro; singla la visión sobre el cuerpo níveo de talle largo, busto pequeño y enhiesto, caderas estrechas, glúteos redondeados y piernas largas; siente la exaltación mórbida del placer erótico inundar su mente con imágenes de lujuria, voluptuosidad e impudicia que lo inundan de deleite y regocijo; las complaciente sensaciones derivan lentamente en un sueño tranquilo y reparador.
            Satisfecho con el trabajo realizado, decide cenar en un buen lugar. Entra al restaurante Vasco, en la zona más antigua de Valencia. Se instala en una mesa al fondo del salón, lee el menú y ordena chipirones en su tinta y una botella de vino blanco. Se respira un ambiente de tabaco, guisos del mar, conversaciones entrecortadas, carcajadas distantes y el ruido de la losa al proporcionar o recoger el servicio. Al tomar la segunda copa, levanta la mirada y frente a él, observándolo… ¡Está ella! ¡Su figura de porcelana convertida en mujer! ¡Su sueño hecho realidad! Comienza a sudar abundantemente, el nerviosismo no lo deja pensar, los pies le tiemblan bajo la mesa… ¡Tiene que hacer algo para conocerla! Llama al mesero y le pregunta si está sola, si la conoce. El servidor le informa que frecuentemente va a cenar sin nadie que la acompañe, y  aparentemente, es vecina del lugar.
            Se dirige a ella con torpeza, comentándole su admiración por la semejanza con la figura de cerámica que acaba de terminar. Platican durante varias horas y, ya para cerrar el restaurante, salen tomados del brazo, ella sonriendo con amplitud, él con un gesto serio, decidido, que podría manifestar conformidad con la situación o la proyección de una vida con su quimera.
     
Se levanta en silencio tratando de no despertarla y se viste. De reojo admira la blanca espalda cubierta en parte por una descuidada sábana, el cuerpo suavemente insinuado en las arrugas de la tela le motiva el deseo de volver a sentirla con toda su tersura y calidez. La larga cabellera descansando sobre parte del rostro y almohada, le da un toque surrealista. Duerme con el dulce sueño del amor satisfecho y transpira el placer sobrante de una noche intensa. Él, percibe con un dejo de satisfacción el humor impregnado en el ambiente tibio de la habitación, y esboza una triste sonrisa.

            Le da un beso en la mejilla y pasa suavemente la mano sobre el cuerpo, alcanzando a sentir una ligera vibración, como el ronroneo que provoca la placidez del gato en el regazo de quien lo mima. Saca de la billetera el dinero convenido, lo deposita sobre el buró y sin hacer ruido, abandona el cuarto del hotel...