Maledicencia
Aquellos
cuya conducta incita más a reír,
son
siempre los primeros a la hora de maldecir.
Moliere
Los
fríos rayos del sol otoñal iluminaron la habitación, sin calentar la insípida casa
parroquial. Hizo a un lado el raído cobertor, compañero inveterado de su vida
eclesiástica y estiró los brazos con la intención de desentumecerse sintiendo
un dolor muscular placentero; bostezó y aspiró el fresco aire matinal; abrió la
pequeña ventana y contempló el sendero arcilloso, amarillento, escoltado por
coloridos rosales y malvones que dejaban ver al fondo la pequeña cabaña de
piedra con techo de barro. La brisa matinal le llevó el tenue sonido de la
melodía salida de un instrumento de cuerdas enlazada a una deliciosa voz
infantil, acicalando el paisaje con un marco armónico de inocencia y dulzura
espiritual.
Terminó
de vestirse cuando sonaba la última campanada que llamaba a misa de siete. Oró
como lo hacía todas las mañanas, y el fervor expresado le inspiró el dinamismo
para acometer con entusiasmo un nuevo día. Se puso la casulla y se dirigió a la
capilla a ofrecer el sacramento.
Como todas las mañanas la pequeña
iglesia de aquél poblado alejado de todo, empotrado como un forúnculo a las laderas de la sierra, estaba plena de
concurrencia. La conciencia social, como de costumbre, presente. El vituperio
rondaba entre las bancas llevando el venenoso mensaje, de boca en boca entre
los asistentes, como si aún se disputara el paraíso, como si la avidez
instintiva por destrozar la honra del vecino, fuera pagada con indulgencias.
Al
llegar a la homilía, el sacerdote de rostro afable y edad madura, separó la
mirada del misal y la dirigió hacia la multitud de fieles. Acomodándose la
estola comenzó su discurso diciendo:
—Queridos feligreses, llevo escasos
dos meses en esta parroquia y me congratulo de haber encontrado en ella la
presencia y participación constante de la mayoría de los habitantes del pueblo. Agradezco la dedicación de cada
uno de ustedes por buscar la salvación de su alma eterna...
Siguió
hablando sobre los problemas del poblado y sus propuestas... Y concluyó:
—Por último, quiero informarles que
he traído para mi atención personal y servicio de limpieza a la viuda de mi
hermano, la señora Estela y a su pequeña hija Honoria, que vivirán en la
cabaña al fondo del jardín. Les pido a
todos las acojan con cariño y respeto. Muchas gracias.
Estela y Honoria, se
incorporaron rápidamente a la vida de la comunidad y dieron fruto a su
maledicencia; las aceptaban con la cordialidad y atención de un ofidio embelesando a su víctima, las
adulaban y buscaban su amistad con la finalidad de enterarse de sus vidas. La
gracia, simpatía e inteligencia de Honoria, la hacían destacar en la escuela,
en el coro de la iglesia y con sus amigas, sin embargo sentía lejanía en su
trato, principalmente cuando estaban cerca los padres de ellas.
La
atención que el presbítero le otorgaba a Honoria —ampliamente comentada en el
pueblo— era de un cariño muy especial, que era correspondido ampliamente por
ella. Siempre se les veía sonrientes, acompañándose en las actividades
sociales.
Los
problemas comenzaron con un escrito anónimo aparejado a la urna para limosnas:
"¡Sacrílego, Dios te castigará y el pueblo también, te vas a ir al
infierno!"
El domingo lo mencionó en misa y lo llamó un
acto de cobardía… En un silencio hipócrita y mudo, la comunidad lo condenó. La
semana siguiente, aparecieron más panfletos en el templo y en la casa
parroquial. Siguieron los vituperios escritos por un tiempo, hasta el día en
que pintaron el portón de la iglesia con la frase "Está cerca tu fin,
pecador incestuoso"
El
ruido de un cristal roto lo despertó, bajó las escaleras apresuradamente; una
guadaña a través de la ventana se abría espacio rompiendo los vidrios
restantes, tras ella el horizonte de antorchas esperaba en un mar de murmullos.
En una carrera loca, tropezando con muebles y macetas llegó a la cabaña, abrió
la puerta y se abalanzó sobre Estela y Honoria, despertándolas con gritos y
empujándolas hacia la salida. Huyeron por el corral, alcanzándo a llevarse la
mula. Les llevaban cierta ventaja, pero las antorchas se aproximaban
peligrosamente, y las piedras lanzadas por la muchedumbre zumbaban al pasar
sobre sus cabezas; otras más, lastimaban sus cuerpos al impactarse en ellos; un
proyectil se estrelló en la cara de la
pequeña, y Honoria cayó al suelo emitiendo un fuerte quejido, que se convirtió
lentamente, en un llanto sordo. Con las manos cubriéndose el rostro, la
montaron en el animal, le cubrieron la cabeza con un paño y comenzaron su descenso
apresurado por la sierra.
El gélido ambiente de la noche les
roía sus cuerpos y cara al abandonar el pueblo. Estela y Honoria, montadas sobre la bestia y cubiertas con los avíos de
la montura, acompañaban el caminar de la mula con el vaivén de sus ateridos
cuerpos. El vaho de las respiraciones flotaba momentáneamente frente a ellas
antes de enfriarse en sus rostros, provocándoles ardor; les dolían las orejas y
las manos. El gemido de la pequeña se fue haciendo lento, los movimientos de su
cuerpo disminuyeron hasta que terminó por abandonarse, recargando flácidamente el rostro en el pecho de su
madre, que buscaba ansiosamente arroparla con las pequeñas mantas de la mula.
El sacerdote, jalando al animal por la brida,
precedía la huida, llevando una pequeña linterna con la que exploraba la
escabrosa vereda.
Al amanecer, cuando apareció en el
horizonte el primer haz de luz sobre la cúspide del lejano cerro, divisaron la
cúpula de la iglesia del poblado de San Pedro en la parte más baja de la
barranca. Pronto distinguieron los techos de las casas y la calle empedrada que
conducía a la parroquia. Al llegar a ella, tocaron repetidamente el gran portón
de madera. Abrió un sacerdote anciano, que los invitó a pasar. Recostaron a la
pequeña en una de las bancas de la iglesia y pidieron urgentemente la
asistencia de un médico. El párroco mandó a su ayudante por él y les comunicó
que ya les habían informado telegráficamente de su llegada…
El médico llegó sólo a certificar la
muerte de Honoria y salió entre la gente que se agolpaba en la puerta para
enterarse de lo que pasaba.
Los gritos de dolor de Estela,
fueron interrumpidos por un clamor fuera de la iglesia. El estruendo, causado
por golpes contundentes sobre el portón.
El griterío enardecido de los habitantes del poblado aumentó de intensidad,
cuando el párroco del lugar abrió la puerta y se hizo a un lado para darle paso
a la turba armada con palos y aperos de labranza que, entre gritos de: ¡incestuosos!
¡pecadores! ¡asesinos!, se abalanzaron sobre ellos…
El sonido triste de
las campanas de la iglesia de San Pedro, llamó a la celebración de la misa de
difuntos; los pobladores del apacible pueblo, transitaron silenciosos por la
empedrada calle que desemboca al atrio
del templo. Con humildad, y en el discreto respeto que imponía la ceremonia, abarrotaron
el templo para rezar por la salvación de las almas de los pecadores, recién
muertos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario