martes, 12 de noviembre de 2013

Maledicencia


Maledicencia


 Aquellos cuya conducta incita más a reír,
son siempre los primeros a la hora de maldecir.
Moliere

Los fríos rayos del sol otoñal iluminaron la habitación, sin calentar la insípida casa parroquial. Hizo a un lado el raído cobertor, compañero inveterado de su vida eclesiástica y estiró los brazos con la intención de desentumecerse sintiendo un dolor muscular placentero; bostezó y aspiró el fresco aire matinal; abrió la pequeña ventana y contempló el sendero arcilloso, amarillento, escoltado por coloridos rosales y malvones que dejaban ver al fondo la pequeña cabaña de piedra con techo de barro. La brisa matinal le llevó el tenue sonido de la melodía salida de un instrumento de cuerdas enlazada a una deliciosa voz infantil, acicalando el paisaje con un marco armónico de inocencia y dulzura espiritual.
Terminó de vestirse cuando sonaba la última campanada que llamaba a misa de siete. Oró como lo hacía todas las mañanas, y el fervor expresado le inspiró el dinamismo para acometer con entusiasmo un nuevo día. Se puso la casulla y se dirigió a la capilla a ofrecer el sacramento.
            Como todas las mañanas la pequeña iglesia de aquél poblado alejado de todo, empotrado como un forúnculo a las laderas de la sierra, estaba plena de concurrencia. La conciencia social, como de costumbre, presente. El vituperio rondaba entre las bancas llevando el venenoso mensaje, de boca en boca entre los asistentes, como si aún se disputara el paraíso, como si la avidez instintiva por destrozar la honra del vecino, fuera pagada con indulgencias.
Al llegar a la homilía, el sacerdote de rostro afable y edad madura, separó la mirada del misal y la dirigió hacia la multitud de fieles. Acomodándose la estola comenzó su discurso diciendo:
            —Queridos feligreses, llevo escasos dos meses en esta parroquia y me congratulo de haber encontrado en ella la presencia y participación constante de la mayoría de los habitantes  del pueblo. Agradezco la dedicación de cada uno de ustedes por buscar la salvación de su alma eterna...
Siguió hablando sobre los problemas del poblado y sus propuestas... Y concluyó:
            —Por último, quiero informarles que he traído para mi atención personal y servicio de limpieza a la viuda de mi hermano, la señora Estela y a su pequeña hija Honoria, que vivirán en la cabaña  al fondo del jardín. Les pido a todos las acojan con cariño y respeto. Muchas gracias.
           
Estela y Honoria, se incorporaron rápidamente a la vida de la comunidad y dieron fruto a su maledicencia; las aceptaban con la cordialidad y atención  de un ofidio embelesando a su víctima, las adulaban y buscaban su amistad con la finalidad de enterarse de sus vidas. La gracia, simpatía e inteligencia de Honoria, la hacían destacar en la escuela, en el coro de la iglesia y con sus amigas, sin embargo sentía lejanía en su trato, principalmente cuando estaban cerca los padres de ellas.
La atención que el presbítero le otorgaba a Honoria —ampliamente comentada en el pueblo— era de un cariño muy especial, que era correspondido ampliamente por ella. Siempre se les veía sonrientes, acompañándose en las actividades sociales.
Los problemas comenzaron con un escrito anónimo aparejado a la urna para limosnas: "¡Sacrílego, Dios te castigará y el pueblo también, te vas a ir al infierno!"
 El domingo lo mencionó en misa y lo llamó un acto de cobardía… En un silencio hipócrita y mudo, la comunidad lo condenó. La semana siguiente, aparecieron más panfletos en el templo y en la casa parroquial. Siguieron los vituperios escritos por un tiempo, hasta el día en que pintaron el portón de la iglesia con la frase "Está cerca tu fin, pecador incestuoso"
El ruido de un cristal roto lo despertó, bajó las escaleras apresuradamente; una guadaña a través de la ventana se abría espacio rompiendo los vidrios restantes, tras ella el horizonte de antorchas esperaba en un mar de murmullos. En una carrera loca, tropezando con muebles y macetas llegó a la cabaña, abrió la puerta y se abalanzó sobre Estela y Honoria, despertándolas con gritos y empujándolas hacia la salida. Huyeron por el corral, alcanzándo a llevarse la mula. Les llevaban cierta ventaja, pero las antorchas se aproximaban peligrosamente, y las piedras lanzadas por la muchedumbre zumbaban al pasar sobre sus cabezas; otras más, lastimaban sus cuerpos al impactarse en ellos; un proyectil se estrelló en  la cara de la pequeña, y Honoria cayó al suelo emitiendo un fuerte quejido, que se convirtió lentamente, en un llanto sordo. Con las manos cubriéndose el rostro, la montaron en el animal, le cubrieron la cabeza con un paño y comenzaron su descenso apresurado por la sierra.
            El gélido ambiente de la noche les roía sus cuerpos y cara al abandonar el pueblo. Estela y Honoria, montadas  sobre la bestia y cubiertas con los avíos de la montura, acompañaban el caminar de la mula con el vaivén de sus ateridos cuerpos. El vaho de las respiraciones flotaba momentáneamente frente a ellas antes de enfriarse en sus rostros, provocándoles ardor; les dolían las orejas y las manos. El gemido de la pequeña se fue haciendo lento, los movimientos de su cuerpo disminuyeron hasta que terminó por abandonarse, recargando  flácidamente el rostro en el pecho de su madre, que buscaba ansiosamente arroparla con las pequeñas mantas de la mula. El sacerdote, jalando al animal por la brida,  precedía la huida, llevando una pequeña linterna con la que exploraba la escabrosa vereda.
            Al amanecer, cuando apareció en el horizonte el primer haz de luz sobre la cúspide del lejano cerro, divisaron la cúpula de la iglesia del poblado de San Pedro en la parte más baja de la barranca. Pronto distinguieron los techos de las casas y la calle empedrada que conducía a la parroquia. Al llegar a ella, tocaron repetidamente el gran portón de madera. Abrió un sacerdote anciano, que los invitó a pasar. Recostaron a la pequeña en una de las bancas de la iglesia y pidieron urgentemente la asistencia de un médico. El párroco mandó a su ayudante por él y les comunicó que ya les habían informado telegráficamente de su llegada…
            El médico llegó sólo a certificar la muerte de Honoria y salió entre la gente que se agolpaba en la puerta para enterarse de lo que pasaba.
            Los gritos de dolor de Estela, fueron interrumpidos por un clamor fuera de la iglesia. El estruendo, causado por golpes contundentes  sobre el portón. El griterío enardecido de los habitantes del poblado aumentó de intensidad, cuando el párroco del lugar abrió la puerta y se hizo a un lado para darle paso a la turba armada con palos y aperos de labranza que, entre gritos de: ¡incestuosos! ¡pecadores! ¡asesinos!, se abalanzaron sobre ellos…


El sonido triste de las campanas de la iglesia de San Pedro, llamó a la celebración de la misa de difuntos; los pobladores del apacible pueblo, transitaron silenciosos por la empedrada calle  que desemboca al atrio del templo. Con humildad, y en el discreto respeto que imponía la ceremonia, abarrotaron el templo para rezar por la salvación de las almas de los pecadores, recién muertos.







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