Desde mi azotea
Jorge Llera
Me levanté después del mediodía con los rescoldos etílicos de una noche farragosa. La mente pesada y el espíritu incoherente me
dificultaban encontrar mi ropa. Por fin, logré rescatar mi short escondido
bajo la cama, resistiéndose, como de
costumbre, a enfundarse en un ambiente
tufoso y mal ventilado. Los huaraches, como pareja mal avenida... distanciados:
uno al lado de la puerta y el otro, en una silla del comedor del cuarto de
azotea que ocupo como vivienda. La camiseta, fiel compañera de la semana,
permanece asimilada a mi cuerpo hasta nuevo aviso —que se dará cuando llegue
nuevamente el agua al edificio y pueda lavar.
Una náusea irrumpe
intempestivamente y se asoma con peligro a mi boca al levantar demasiado la
cabeza; la controlo respirando varias veces profundamente... ¡mi irascible
organismo me exige agua! la bebo directamente del lavabo junto al baño y me atrevo a mirar el deforme espejo situado frente a mí: —¡Pucha, qué cara!— digo al ver
reflejado un rostro amarillo, macilento y demacrado. Una cabeza que enarbola un
penacho de zacate imita mi asombro,
ademanes y palabras.
Empiezo lentamente a
recordar: salí a tomar unos tragos con El
Checo y dos amigos; seleccionamos la Zona
Rosa por lo colorido de su paisaje
urbano y la conveniencia de aprovechar las bebidas, al dos por uno, que
promocionan los bares. Caminamos las calles escoltados por los anuncios
luminosos de las bardas al borde de la acera, que con destellante premura, nos
conminaban a consumir e incitaban nuestros deseos de: fumar, beber, comer,
untar, oler y... más. Comprar... comprar... comprar, "para disfrutar con clase la vida que mereces".
Pensé en algún momento:
¿Cuánto de esto puedo adquirir con mi salario?
¿Cuánto necesito para ser feliz?... ¿Cuánto? No perduró mi introspección…
se diluyó poco a poco entre la bebida y el sonido retumbante de la música disco de los bares visitados, que
cimbrando mis neuronas con su monótono ritmo, aceleraron mi actividad y
dispersaron mi congruencia.
De antro en antro,
custodiados por la ferviente luminosidad comercial y bajo el cobijo de los anuncios espectaculares ocultando parcialmente la luna, con el afán de
impedir que los opacara en vistosidad, fuimos invadidos por la contaminación de
sus frases mediáticas y manipuladoras. "El canal de las estrellas… nuestro
canal", "Porque tú lo vales..." o, de plano, nos invitaban a
vender tu alma con "Hay ciertas cosas que el dinero no puede comprar, para
todo lo demás...." O las elitistas “Soy totalmente palacio…” Largo rato seguimos
rondando, comprando estatus e
ilusiones hasta agotar nuestros recursos en tiempo y dinero, hasta que la
noche, aburrida de nuestra parranda, nos conminó a descansar.
Aquí estoy ahora, en mi
"Roof Garden" la azotea que
circunda mi vivienda, disfrutando del aire pesado de la ciudad y de los escasos
rayos solares que logran penetrarlo; en shorts,
huaraches y desprendido de mi solidaria camiseta, observo el paisaje urbano:
Estoy rodeado de
edificios multifamiliares de innumerables ojos, vigilantes permanentes de la
ciudad; de construcciones copeteadas con negros tinacos, atentos guardianes
resguardando la seguridad de las azoteas; de rejas y tendederos multicolores, afiligranados
de vestimentas que contrastan con el grisedad de la tarde. Infinidad de antenas
receptoras se posan en las salientes de las fachadas o en los quicios de las
ventanas, como palomas circulares a punto de volar.
Me acosan persistentemente
los anuncios espectaculares que ofrecen sueños y exigen revisión de vida: de
costumbres, gustos… de valores.
No pude dormir, me fue
imposible retornar a mi insensibilidad cotidiana. La noche de ayer me marcó, me persigue la
certeza de que podría vivir en un mundo diferente. Este pensamiento se hace cada vez más demandante...
Llené la mochila con
mis pertenencias, bajé las escaleras y retorné con alegría a mis orígenes,
sin anuncios espectaculares que me indiquen lo que debo de pensar o hacer.
19 de mayo de 2013
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