miércoles, 6 de noviembre de 2013

Coartada

Coartada

Jorge Llera

—¡Mentira! ¡Él no lo mató!— dijo, enfatizando su posición verbal con una mirada agresiva al Ministerio Público. Ya le he dicho que yo lo vi cuando llegó caminando tranquilo como quien da un paseo por el campo. Bajó despacio la barranca, con las manos en los bolsillos, distinguió el cuerpo frente a él, se acercó con rapidez e hincado, pegó el oído al pecho y luego al rostro para comprobar si había fallecido. Tomó el teléfono y se comunicó con alguien brevemente. Después de un rato, volvió a marcar. Y recostado en el gran fresno que sombrea permanentemente ese lugar, tal vez el único testigo veraz de la muerte de don José, esperó la llegada de las autoridades
            Después de rendir su declaración, Félix, campesino de la zona, que vive a unos quinientos metros del lugar del acontecimiento firmó sus palabras, se despidió de Vicente que estaba detenido tras la barandilla y abandonó la comisaría. Se retiró pensando: Él no lo mató, pero de que así debería de morir el cabrón por los abusos cometidos contra la comunidad… es un hecho.
            Nervioso, acalorado en el pequeño cuarto que servía de Ministerio Público, con la mirada perdida, revisaba como las gruesas paredes de adobe encaladas hacía muchos años, hoy descarnaban tristeza por el roce continuo de los conflictos acumulados. Oía sin escuchar las declaraciones que lo inculpaban. Más que evidencias, aportaban opiniones. Doña Mercedes, la de la casa de huéspedes —que se rumoraba proporcionaba algunos servicios a Don José— manifestaba:
            —¡Ese muchacho, siempre causa problemas! Se ha peleado con todos mis huéspedes, no tiene amigos en el pueblo, es un busca bullas. Ya decía yo que su rebeldía lo iba a llevar a la cárcel.
            —Señora, —dijo el agente del Ministerio Público, ¿Qué puede testificar respecto a la muerte de don José?
            —Regresaba de ver a Mateo, el yerbero, porque le había hecho algunos encargos para mis dolores de espalda. Al bajar por la vereda, vi tras un viejo fresno, al muchacho sobre un cuerpo, parecía que lo estaba ahorcando, no me acerqué porque si lo hubiera hecho, me mata a mí también. Mejor me apresuré a llegar al pueblo a informar a la policía. Ya tenían conocimiento del asesinato cuando les avisé. Ese muchacho y su padre lo odiaban, le debían mucho dinero y no tenían como pagarle. ¿No se le hace mucha casualidad que él lo haya encontrado? Y ¿cuál era su negocio por esos rumbos de la sierra?
            —¿Qué andaba haciendo por allá, Vicente? —Preguntó el juez.
           —Fui a buscar a la vaca pinta perdida desde anteayer, anduve por varias veredas y  al bajar al barranco por una de ellas, vi el cuerpo tendido boca arriba. Lo que dice esa señora no es verdad, ya habíamos llegado a un arreglo para pagar el préstamo. Y la prueba de mi inocencia es que yo mismo le hablé por teléfono a la policía.
            El juez revisaba por última vez la documentación generada sobre la muerte de don José, para dictar la orden de liberación de Vicente. Se detuvo en la declaración de Félix y algo llamó su atención: ¿dos llamadas…?
            —Secretario, investigue quienes fueron los destinatarios de las llamadas de Vicente…

6 de octubre de 2013

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