Quimera
No ser amado es una simple desventura.
La verdadera desgracia es no saber amar.
Albert Camus
Las manos húmedas acarician la arcilla
ocre y pegajosa moldeándola con los dedos, y se introducen en ella siguiendo
los dictados de una mente febril y apasionada. La figura toma forma
gracias a las caricias y tensiones recibidas en el idilio de materia y
ser, sinergia transformadora de lo inerte, concepción humanizada de una
estética de formas góticas que alienta la originalidad en sus creaciones. El escultor
se detiene de vez en vez, alejándose para observar desde otra perspectiva su
obra. Se acerca y corrige el detalle, sonríe si el cambio satisface sus
expectativas o hace una mueca de desaprobación y humedece las partes que va a
detallar. Con diferentes espátulas modela la figura, y le embarra masa si hay
que levantar áreas. Una espátula delgada define la nariz recta y angosta.
Delinea diestramente la carnosa boca cuyos labios entreabiertos incitan a
degustar el fruto maduro del deseo, y a beber en ellos el fuego de la pasión
engastada en la mente de su creador. El parecido con la imagen que danza en su
interior, es evidente.
La mañana susurra débiles haces de luz infiltrados a través del grisáceo
cristal del taller, proyectando la sombra de los objetos
situados sobre la mesa de trabajo hacia la pared posterior, en un collage
de claroscuros. El rostro, recargado en su brazo y asentado sobre la mesa
levemente iluminada, cobra vida. El alfarero se levanta, se despereza estirando
los brazos, bosteza y voltea a admirar la obra que todavía es de barro
crudo. No pierde el tiempo en alimentarse, embelesado en ella comienza a
lijarla suavemente, acariciándola con delicadeza y transmitiendo en cada roce
la emoción de cumplir con el estereotipo imaginado. Introduce la pieza al horno
y con la paciencia necesaria, observa el proceso de cocimiento.
El pintar la pieza implica certeza de trazo; sus manos ágiles lo hacen con
precisión al definir la línea y utilizar el color requerido en cada área. Por
fin, el rostro y el cuerpo imaginado. Aloja por segunda vez la figura en
el horno para fijar la pintura y darle la brillantez, tersura y belleza
que respalda su apellido... Lladró.
El placer que siente por la obra terminada, lo emociona; la mujer ideal, la
musa con la que ha soñado toda la vida, la que enardece su alma y el cuerpo,
está representada en esa figura. Recorre la mirada por el delicado óvalo de su
rostro inclinado, que desborda la gruesa cabellera sobre el hombro; singla la
visión sobre el cuerpo níveo de talle largo, busto pequeño y enhiesto, caderas
estrechas, glúteos redondeados y piernas largas; siente la exaltación
mórbida del placer erótico inundar su mente con imágenes de lujuria,
voluptuosidad e impudicia que lo inundan de deleite y regocijo; las
complaciente sensaciones derivan lentamente en un sueño tranquilo y reparador.
Satisfecho con el trabajo realizado, decide cenar en un buen lugar. Entra al
restaurante Vasco, en la zona
más antigua de Valencia. Se instala en una mesa al fondo del salón, lee el menú
y ordena chipirones en su tinta y
una botella de vino blanco. Se respira un ambiente de tabaco, guisos del mar,
conversaciones entrecortadas, carcajadas distantes y el ruido de la losa al
proporcionar o recoger el servicio. Al tomar la segunda copa, levanta la mirada
y frente a él, observándolo… ¡Está ella! ¡Su figura de porcelana convertida en
mujer! ¡Su sueño hecho realidad! Comienza a sudar abundantemente, el
nerviosismo no lo deja pensar, los pies le tiemblan bajo la mesa… ¡Tiene que
hacer algo para conocerla! Llama al mesero y le pregunta si está sola, si la
conoce. El servidor le informa que frecuentemente va a cenar sin nadie que la
acompañe, y aparentemente, es vecina del lugar.
Se dirige a ella con torpeza, comentándole su admiración por la semejanza con
la figura de cerámica que acaba de terminar. Platican durante varias horas y,
ya para cerrar el restaurante, salen tomados del brazo, ella sonriendo con
amplitud, él con un gesto serio, decidido, que podría manifestar conformidad
con la situación o la proyección de una vida con su quimera.
Se levanta en silencio tratando de no
despertarla y se viste. De reojo admira la blanca espalda cubierta en parte por
una descuidada sábana, el cuerpo suavemente insinuado en las arrugas de la tela
le motiva el deseo de volver a sentirla con toda su tersura y calidez. La larga
cabellera descansando sobre parte del rostro y almohada, le da un toque
surrealista. Duerme con el dulce sueño del amor satisfecho y transpira el
placer sobrante de una noche intensa. Él, percibe con un dejo de satisfacción
el humor impregnado en el ambiente tibio de la habitación, y esboza una triste
sonrisa.
Le da un beso en la mejilla y pasa suavemente la mano sobre el cuerpo,
alcanzando a sentir una ligera vibración, como el ronroneo que provoca la
placidez del gato en el regazo de quien lo mima. Saca de la billetera el dinero
convenido, lo deposita sobre el buró y sin hacer ruido, abandona el cuarto del
hotel...
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