viernes, 15 de noviembre de 2013

Quimera

Quimera


No ser amado es una simple desventura.
La verdadera desgracia es no saber amar.
Albert Camus 
Las manos húmedas acarician la arcilla ocre y pegajosa moldeándola con los dedos, y se introducen en ella siguiendo los dictados de una mente febril y apasionada. La figura toma forma  gracias a las caricias y tensiones recibidas en el idilio de materia y ser, sinergia transformadora de lo inerte, concepción humanizada de una estética de formas góticas que alienta la originalidad en sus creaciones. El escultor se detiene de vez en vez, alejándose para observar desde otra perspectiva su obra. Se acerca y corrige el detalle, sonríe si el cambio  satisface sus expectativas o hace una mueca de desaprobación y humedece las partes que va a detallar. Con diferentes espátulas modela la figura, y le embarra masa si hay que levantar áreas. Una espátula delgada define la nariz recta y angosta. Delinea diestramente la carnosa boca cuyos labios entreabiertos incitan a degustar el fruto maduro del deseo, y a beber en ellos el fuego de la pasión engastada en la mente de su creador. El parecido con la imagen que danza en su interior, es evidente.
            La mañana susurra débiles haces de luz infiltrados a través del grisáceo cristal  del  taller,  proyectando la sombra de los objetos situados sobre la mesa de trabajo hacia la  pared posterior, en un collage de claroscuros. El rostro, recargado en su brazo y asentado sobre la mesa levemente iluminada, cobra vida. El alfarero se levanta, se despereza estirando los brazos, bosteza y voltea a admirar la obra que todavía es de barro crudo. No pierde el tiempo en alimentarse, embelesado en ella comienza a lijarla suavemente, acariciándola con delicadeza y transmitiendo en cada roce la emoción de cumplir con el estereotipo imaginado. Introduce la pieza al horno y con la paciencia necesaria, observa el proceso de  cocimiento.
            El pintar la pieza implica certeza de trazo; sus manos ágiles lo hacen con precisión al definir la línea y utilizar el color requerido en cada área. Por fin,  el rostro y el cuerpo imaginado. Aloja por segunda vez la figura en el horno para fijar la pintura y darle  la brillantez, tersura y belleza que respalda su apellido... Lladró. 
            El placer que siente por la obra terminada, lo emociona; la mujer ideal, la musa con la que ha soñado toda la vida, la que enardece su alma y el cuerpo, está representada en esa figura. Recorre la mirada por el delicado óvalo de su rostro inclinado, que desborda la gruesa cabellera sobre el hombro; singla la visión sobre el cuerpo níveo de talle largo, busto pequeño y enhiesto, caderas estrechas, glúteos redondeados y piernas largas; siente la exaltación mórbida del placer erótico inundar su mente con imágenes de lujuria, voluptuosidad e impudicia que lo inundan de deleite y regocijo; las complaciente sensaciones derivan lentamente en un sueño tranquilo y reparador.
            Satisfecho con el trabajo realizado, decide cenar en un buen lugar. Entra al restaurante Vasco, en la zona más antigua de Valencia. Se instala en una mesa al fondo del salón, lee el menú y ordena chipirones en su tinta y una botella de vino blanco. Se respira un ambiente de tabaco, guisos del mar, conversaciones entrecortadas, carcajadas distantes y el ruido de la losa al proporcionar o recoger el servicio. Al tomar la segunda copa, levanta la mirada y frente a él, observándolo… ¡Está ella! ¡Su figura de porcelana convertida en mujer! ¡Su sueño hecho realidad! Comienza a sudar abundantemente, el nerviosismo no lo deja pensar, los pies le tiemblan bajo la mesa… ¡Tiene que hacer algo para conocerla! Llama al mesero y le pregunta si está sola, si la conoce. El servidor le informa que frecuentemente va a cenar sin nadie que la acompañe, y  aparentemente, es vecina del lugar.
            Se dirige a ella con torpeza, comentándole su admiración por la semejanza con la figura de cerámica que acaba de terminar. Platican durante varias horas y, ya para cerrar el restaurante, salen tomados del brazo, ella sonriendo con amplitud, él con un gesto serio, decidido, que podría manifestar conformidad con la situación o la proyección de una vida con su quimera.
     
Se levanta en silencio tratando de no despertarla y se viste. De reojo admira la blanca espalda cubierta en parte por una descuidada sábana, el cuerpo suavemente insinuado en las arrugas de la tela le motiva el deseo de volver a sentirla con toda su tersura y calidez. La larga cabellera descansando sobre parte del rostro y almohada, le da un toque surrealista. Duerme con el dulce sueño del amor satisfecho y transpira el placer sobrante de una noche intensa. Él, percibe con un dejo de satisfacción el humor impregnado en el ambiente tibio de la habitación, y esboza una triste sonrisa.

            Le da un beso en la mejilla y pasa suavemente la mano sobre el cuerpo, alcanzando a sentir una ligera vibración, como el ronroneo que provoca la placidez del gato en el regazo de quien lo mima. Saca de la billetera el dinero convenido, lo deposita sobre el buró y sin hacer ruido, abandona el cuarto del hotel...


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