Un fuerte ronroneo
Si la mujer fuera buena
Dios tendría una.
Sacha Guitry
Salió como cada mañana de su
casa en la ladera del bosque de pinos, el olor que esparcían los árboles al ser
mecidos por la suave brisa matinal penetraba en su nariz y le acariciaba el
rostro; ese era el único estímulo en su vida actual. Caminó varios kilómetros
para llegar a la parada del autobús que lo conduciría al centro de la
población. En el transcurso del viaje comenzó a invadirlo el monótono tedio que
representaba su trabajo en la Editorial. Últimamente los pies le pesaban a cada
paso, le gritaban “¡no vayas, rebélate!…” Él sonreía con tristeza y
resignación. Veinte años laborando como
corrector de estilo, en el mismo cuarto oscuro y sin ventilación… no hay estímulos, mi trabajo no se valora; es
como el fluir continuo del agua en el
arroyo, nadie la nota, lo harán hasta que un obstáculo impida el paso del
líquido. Cerró la puerta de la oficina y se confundió en ella.
Llegó con el atardecer lluvioso,
sofocado y sin aliento; dolorido el pecho por el esfuerzo del caminar
apresurado. Trató de regularizar la respiración recargándose en la puerta de
entrada. Un fuerte dolor de cabeza lo atormentaba, las sienes le retumbaban al
ritmo del corazón agitado. Inspiró repetidamente mientras la lluvia escurría
por su vestimenta, se quitó el sombrero y la humedad lo refrescó. Abrió el
portón. La casa añosa, saturada de abalorios y triques en un ambiente barroco y
con espacios reducidos, lo escoltaron por pasillos estrechos a la sala. Al sentir
su presencia, varios gatos se acercaron demostrándole aprecio, le rozaban con
su cuerpo las piernas y se interponían a su paso, dificultándole caminar. Los acarició
y se dirigió a su habitación escoltado de pisadas sigilosas y tenues ronroneos;
se cambió de ropa y en la cocina alimentó a la caterva de hambrientos felinos
al tiempo que les platicaba sus vicisitudes diarias, parecía que lo entendían
al responderle con leves maullidos.
Tras años de
escabroso matrimonio, en dónde el deseo por tener descendencia era una
exigencia brutal, y la incapacidad para lograrlo la realidad, propiciaron el
deterioro de la relación y el rencor de ella, acompañado de venganza con careta de humillación y desprecio. Se distanciaron
profundamente, hasta enemistarse irremediablemente. Francisca acumuló cosas,
objetos inservibles que bloqueaban cada espacio transitable, apropiándose de
cada hueco; como un animal delimitando su territorio, arrinconó a su esposo. Los
insultos y agresiones físicas hacia él, eran frecuentes; la respuesta, pasiva. El
carácter apocado y tímido de Joaquín lo hacía refugiarse en su habitación cuando
llegaba a casa, y satisfacer su necesidad de cariño con los gatos, animales que
fue adquiriendo conforme lo acorralaban. Los animales, sabiendo que no eran
queridos por Francisca, se escondían durante el día en el fárrago de objetos
acumulados.
Joaquín se
difuminaba por la mañana, como la
oscuridad con los primeros rayos del sol, y escapaba hacia el trabajo. La
tristeza e irritabilidad contenida, y la dificultad de una vida llena de
agresiones, le hacían ensimismarse durante la noche y huir en sueños a un mundo
de libertad, de paz, sin ataduras, sin conflictos. Ilusionaba una vida
independiente, como la de sus amados gatos. En esas meditaciones, concluyó qué
los únicos autosuficientes en esa casa eran ellos. Aceptaban con displicencia el alimento o los mimos,
pero podían prescindir fácilmente de ellos. ¡Eran seres libres! y ¡orgullosos!
Esa
idea lo obsesionó, lo capturó, transformando su vida diaria: dejó el trabajo
—una de sus ataduras— y se refugió en casa, para convivir el día y la noche con
sus mascotas. Con el tiempo comenzó a tener actitudes de felino: caminaba
sigilosamente, sin ruido; trataba de ver con claridad por la noche y, rondaba
por lugares antes inaccesibles, como bardas y azoteas; maullaba en ocasiones y ronroneaba
al pasar junto a las hembras.
Francisca montó en
cólera al observar el comportamiento de Joaquín, y decidió acabar, de una vez
por todas el conflicto: ¡Uno de los dos
tiene que irse de esta casa! y ¡no voy a ser yo!
Tapió las ventanas del sótano de la casa, aseguró
la puerta con chapa de seguridad y esperó el momento adecuado. Dos días
después, depositó dentro del lugar carne y… esperó. Los gatos fueron llegando
uno a uno, el último, Joaquín. Cuando hubo entrado, con delicadeza cerró y
atrancó la puerta.
Tomó
un vuelo hacia Argentina y disfrutó de unas maravillosas vacaciones. Regresó,
desempacó y con calma abrió el sótano. En estampida salieron los gatos, con los
pelos erizados y maullando de desesperación. Le extrañó no oler a putrefacto, a
cadáver en descomposición y, lentamente, bajo las escaleras buscando señales
del cuerpo de Joaquín. Revisó todo el sótano y confundida subió… ¡La puerta estaba
cerrada!
Un fuerte ronroneo acompaño
los gritos de angustia, desesperación y coraje…
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