viernes, 17 de julio de 2015

Un fuerte ronroneo


Un fuerte ronroneo

Si la mujer fuera buena
Dios tendría una.
Sacha Guitry


Salió como cada mañana de su casa en la ladera del bosque de pinos, el olor que esparcían los árboles al ser mecidos por la suave brisa matinal penetraba en su nariz y le acariciaba el rostro; ese era el único estímulo en su vida actual. Caminó varios kilómetros para llegar a la parada del autobús que lo conduciría al centro de la población. En el transcurso del viaje comenzó a invadirlo el monótono tedio que representaba su trabajo en la Editorial. Últimamente los pies le pesaban a cada paso, le gritaban “¡no vayas, rebélate!…” Él sonreía con tristeza y resignación. Veinte años laborando como corrector de estilo, en el mismo cuarto oscuro y sin ventilación…  no hay estímulos, mi trabajo no se valora; es como el fluir continuo del  agua en el arroyo, nadie la nota, lo harán hasta que un obstáculo impida el paso del líquido. Cerró la puerta de la oficina y se confundió en ella.
           
Llegó con el atardecer lluvioso, sofocado y sin aliento; dolorido el pecho por el esfuerzo del caminar apresurado. Trató de regularizar la respiración recargándose en la puerta de entrada. Un fuerte dolor de cabeza lo atormentaba, las sienes le retumbaban al ritmo del corazón agitado. Inspiró repetidamente mientras la lluvia escurría por su vestimenta, se quitó el sombrero y la humedad lo refrescó. Abrió el portón. La casa añosa, saturada de abalorios y triques en un ambiente barroco y con espacios reducidos, lo escoltaron por pasillos estrechos a la sala. Al sentir su presencia, varios gatos se acercaron demostrándole aprecio, le rozaban con su cuerpo las piernas y se interponían a su paso, dificultándole caminar. Los acarició y se dirigió a su habitación escoltado de pisadas sigilosas y tenues ronroneos; se cambió de ropa y en la cocina alimentó a la caterva de hambrientos felinos al tiempo que les platicaba sus vicisitudes diarias, parecía que lo entendían al responderle con leves maullidos.
Tras años de escabroso matrimonio, en dónde el deseo por tener descendencia era una exigencia brutal, y la incapacidad para lograrlo la realidad, propiciaron el deterioro de la relación y el rencor de ella, acompañado de venganza con  careta de humillación y desprecio. Se distanciaron profundamente, hasta enemistarse irremediablemente. Francisca acumuló cosas, objetos inservibles que bloqueaban cada espacio transitable, apropiándose de cada hueco; como un animal delimitando su territorio, arrinconó a su esposo. Los insultos y agresiones físicas hacia él, eran frecuentes; la respuesta, pasiva. El carácter apocado y tímido de Joaquín lo hacía refugiarse en su habitación cuando llegaba a casa, y satisfacer su necesidad de cariño con los gatos, animales que fue adquiriendo conforme lo acorralaban. Los animales, sabiendo que no eran queridos por Francisca, se escondían durante el día en el fárrago de objetos acumulados.
Joaquín se difuminaba  por la mañana, como la oscuridad con los primeros rayos del sol, y escapaba hacia el trabajo. La tristeza e irritabilidad contenida, y la dificultad de una vida llena de agresiones, le hacían ensimismarse durante la noche y huir en sueños a un mundo de libertad, de paz, sin ataduras, sin conflictos. Ilusionaba una vida independiente, como la de sus amados gatos. En esas meditaciones, concluyó qué los únicos autosuficientes en esa casa eran ellos. Aceptaban  con displicencia el alimento o los mimos, pero podían prescindir fácilmente de ellos. ¡Eran seres libres! y ¡orgullosos!
            Esa idea lo obsesionó, lo capturó, transformando su vida diaria: dejó el trabajo —una de sus ataduras— y se refugió en casa, para convivir el día y la noche con sus mascotas. Con el tiempo comenzó a tener actitudes de felino: caminaba sigilosamente, sin ruido; trataba de ver con claridad por la noche y, rondaba por lugares antes inaccesibles, como bardas y azoteas; maullaba en ocasiones y ronroneaba al pasar junto a las hembras.
Francisca montó en cólera al observar el comportamiento de Joaquín, y decidió acabar, de una vez por todas el conflicto: ¡Uno de los dos tiene que irse de esta casa! y ¡no voy a ser yo!
 Tapió las ventanas del sótano de la casa, aseguró la puerta con chapa de seguridad y esperó el momento adecuado. Dos días después, depositó dentro del lugar carne y… esperó. Los gatos fueron llegando uno a uno, el último, Joaquín. Cuando hubo entrado, con delicadeza cerró y atrancó la puerta.
            Tomó un vuelo hacia Argentina y disfrutó de unas maravillosas vacaciones. Regresó, desempacó y con calma abrió el sótano. En estampida salieron los gatos, con los pelos erizados y maullando de desesperación. Le extrañó no oler a putrefacto, a cadáver en descomposición y, lentamente, bajo las escaleras buscando señales del cuerpo de Joaquín. Revisó todo el sótano y confundida subió… ¡La puerta estaba cerrada!
Un fuerte ronroneo acompaño los gritos de angustia, desesperación y coraje…



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