sábado, 14 de noviembre de 2015

En busca del color


En busca del color


Que brille tu luz, que brille tu luz sobre mí,
sabes que no podría hacerlo solo,
pues estoy demasiado ciego para ver.
Bob Dylan 

No quiso seguirlo, aunque el mar le había sugerido el camino insistentemente, prefirió ignorarlo aquel día en que la resaca lo arrastró prensándolo con sus brazos húmedos; soñaba con regresar al mundo protegido de su infancia; el Viejo océano le reprochó su cobardía y lo soltó.
            Nacido ciego, Bernabé creció protegido por sus padres durante la infancia; aunque trataron de prepararlo para vivir independiente, en aquél pequeño pueblo de la costa era difícil la sobrevivencia por la condición de invidente. Era un pequeño solitario que vagaba trastabillando por las calles empedradas de la población, tratando de adaptarse a un mundo de videntes. Un día lo llevaron a conocer el mar y nació en él una afinidad que se transformó en pasión, el deseo de escuchar la multitud de sonidos que la gran masa de agua producía en su movimiento; el quebrar de las olas sobre la escollera, el chasqueo de las olas al chocar entre ellas, y el restallar colérico de las aguas sobre el acantilado en momentos de ira, lo impulsaban a frecuentar la playa, a dialogar con ese gigante que lo atraía, y del cual se sentía protegido; el que lo acariciaba cuando se tendía sobre la arena.
            Sus padres salieron de viaje y lo dejaron al cuidado de la abuela. A la semana, la anciana recibió la noticia de que el barco había naufragado y no había sobrevivientes.
Bernabé comenzó a vivir la realidad: la anciana, no aportaba a la casa lo suficiente para la manutención de los dos. Se dedicó a pedir limosna, desperdicios de comida y al robo. Se forzó a desarrollar habilidades que aminoraran la falta de vista, así agudizó el oído, olfato y tacto. El éxito de sus estratagemas le permitía abastecerse de alimento, vestido y vivienda.
            Pasaron los años y Bernabé en la oscuridad de su existencia, seguía añorando el cariño de sus padres; el abismo de agua que los había sepultado varias décadas atrás, lo ahogó también al dejarlo en el desamparo. La nostalgia de una niñez resguardada, lo impulsaba a perseguirla. Por las tardes se refugiaba en la playa o en el acantilado, a escuchar el sonido del mar; el chasquido del oleaje lo consolaba, tranquilizándolo; lo hacía desear un mundo de luz que le permitiera abandonar la vida incompleta de menesteroso. Oía tentadoras voces que lo llamaban en cada movimiento, y les temía. Sin embargo, se sentía seducido a arriesgarse, aventurarse a lo desconocido. Cuando las olas con sus enormes crestas, inútilmente se aferraban al acantilado intentando escalarlo, escuchaba que le gritaban: ¡Cobarde!... ¡cobarde!: ven a buscar la luz que siempre has anhelado.
 El sueño de Bernabé era ver los colores que lo rodeaban: Los intuía por el calor reflejado y por las texturas, pero quería mirarlos iluminados por los rayos solares, distinguirlos apresados en la naturaleza, en las personas y en las cosas.
Una noche, el mar desafió bravamente al acantilado acometiendo una y otra vez las rocas, con un fragor diferente. Bramaba seductoramente, y en cada rompimiento exclamaba: ¡Te estoy esperando!, ¡te daré luz y color!
Temeroso y angustiado tomó la decisión: deshacerse del pasado, un equipaje cargado de recuerdos que no parecían ser suyos, una existencia oscura y lúgubre como su vista. ¿Qué más mal le podía pasar?, pensó. Ya tenía perdida su vida; era sin duda el mejor momento para alterar su destino y aceptar el sueño que le regalaba el mar.
Se levantó del lecho, y se encaminó precedido por su bastón, al acantilado. EI mar rugía animándolo: ¡Ven!, ¡acércate! Con paso vacilante llegó a la orilla, tiró el báculo, extendió los brazos en cruz, y se lanzó al vacío. Un par de grandes olas lo abrazaron al chocar el cuerpo en el farallón. La incomprensible luminosidad cargada de tonalidades, lo rodeo. Por primera vez en su vida un torbellino de colores se incorporó a su conocimiento. Extasiándose con la magnificencia de las tonalidades, se incorporó a ellas sumergiéndose en la pastosidad de los verdes del agua marina, en la cremosidad amarillenta de la efervescente superficie liquida que acariciaba su rostro, como si se alegrara de que al fin hubiera tomado la decisión. La rugosidad del gris rocoso, deslavado en la superficie espumosa, lo incitó a palpar y comparar la realidad visual, con sus recuerdos táctiles. Ahora era el rayo de luz que al impactar la liquidez marina, la transforma y colorea; el juego lúdico de la curiosidad, que al entreverarse con los habitantes del fantástico mundo recién descubierto, iluminándo con su brillantéz, permite distinguir la infinidad de estampados, formas policrómas diferentes e inimaginables, incomprensibles para su oscuridad anterior.
Conforme se hundía el inerte cuerpo, observaba sin ver, como la naturaleza acuática se opacaba, los colores antes brillantes, se mezclaban con los azules profundos, oscureciendo lentamente el ambiente, hasta que la penumbra lo envolvió en su sombría lobreguez…
Aquello que se considera ceguera del destino, es en realidad miopía propia.







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