En
busca del color
Que brille tu luz, que brille tu luz sobre
mí,
sabes que no podría hacerlo solo,
pues estoy demasiado ciego para ver.
Bob Dylan
No quiso seguirlo,
aunque el mar le había sugerido el camino insistentemente, prefirió ignorarlo
aquel día en que la resaca lo arrastró prensándolo con sus brazos húmedos; soñaba
con regresar al mundo protegido de su infancia; el Viejo océano le reprochó su
cobardía y lo soltó.
Nacido ciego, Bernabé creció protegido
por sus padres durante la infancia; aunque trataron de prepararlo para vivir
independiente, en aquél pequeño pueblo de la costa era difícil la sobrevivencia
por la condición de invidente. Era un pequeño solitario que vagaba
trastabillando por las calles empedradas de la población, tratando de adaptarse
a un mundo de videntes. Un día lo llevaron a conocer el mar y nació en él una
afinidad que se transformó en pasión, el deseo de escuchar la multitud de
sonidos que la gran masa de agua producía en su movimiento; el quebrar de las
olas sobre la escollera, el chasqueo de las olas al chocar entre ellas, y el
restallar colérico de las aguas sobre el acantilado en momentos de ira, lo
impulsaban a frecuentar la playa, a dialogar con ese gigante que lo atraía, y del
cual se sentía protegido; el que lo acariciaba cuando se tendía sobre la arena.
Sus padres salieron de viaje y lo
dejaron al cuidado de la abuela. A la semana, la anciana recibió la noticia de
que el barco había naufragado y no había sobrevivientes.
Bernabé comenzó a vivir la realidad: la anciana, no aportaba a la
casa lo suficiente para la manutención de los dos. Se dedicó a pedir limosna,
desperdicios de comida y al robo. Se forzó a desarrollar habilidades que aminoraran
la falta de vista, así agudizó el oído, olfato y tacto. El éxito de sus estratagemas
le permitía abastecerse de alimento, vestido y vivienda.
Pasaron los años
y Bernabé en la oscuridad de su existencia, seguía añorando el cariño de sus
padres; el abismo de agua que los había sepultado varias décadas atrás, lo
ahogó también al dejarlo en el desamparo. La nostalgia de una
niñez resguardada, lo impulsaba a perseguirla.
Por
las tardes se refugiaba en la playa o en el acantilado, a escuchar el sonido
del mar; el chasquido del oleaje lo consolaba, tranquilizándolo; lo hacía
desear un mundo de luz que le permitiera abandonar la vida incompleta de
menesteroso. Oía tentadoras voces que lo llamaban en cada movimiento, y les
temía. Sin embargo, se sentía seducido a arriesgarse, aventurarse a lo
desconocido. Cuando las olas con sus enormes crestas, inútilmente se aferraban
al acantilado intentando escalarlo, escuchaba que le gritaban: ¡Cobarde!...
¡cobarde!: ven a buscar la luz que siempre has anhelado.
El sueño de Bernabé era ver
los colores que lo rodeaban: Los intuía por el calor reflejado y por las
texturas, pero quería mirarlos iluminados por los rayos solares, distinguirlos
apresados en la naturaleza, en las personas y en las cosas.
Una noche, el mar desafió bravamente al acantilado acometiendo una
y otra vez las rocas, con un fragor diferente. Bramaba seductoramente, y en
cada rompimiento exclamaba: ¡Te estoy esperando!, ¡te daré luz y color!
Temeroso y angustiado tomó la decisión: deshacerse del pasado, un
equipaje cargado de recuerdos que no parecían ser suyos, una existencia oscura
y lúgubre como su vista. ¿Qué más mal le podía pasar?, pensó. Ya tenía perdida
su vida; era sin duda el mejor momento para alterar su destino y aceptar el
sueño que le regalaba el mar.
Se levantó del lecho, y se encaminó precedido por su bastón, al
acantilado. EI mar rugía animándolo: ¡Ven!, ¡acércate! Con paso vacilante llegó a la orilla, tiró el báculo, extendió los
brazos en cruz, y se lanzó al vacío. Un par de grandes olas lo abrazaron al
chocar el cuerpo en el farallón. La incomprensible luminosidad cargada de
tonalidades, lo rodeo. Por primera vez en su vida un torbellino de
colores se incorporó a su conocimiento. Extasiándose con la magnificencia de
las tonalidades, se incorporó a ellas sumergiéndose en la pastosidad de los
verdes del agua marina, en la cremosidad amarillenta de la efervescente
superficie liquida que acariciaba su rostro, como si se alegrara de que al fin
hubiera tomado la decisión. La rugosidad del gris rocoso, deslavado en la superficie
espumosa, lo incitó a palpar y comparar la realidad visual, con sus recuerdos
táctiles. Ahora era el rayo de luz que al impactar la liquidez marina, la
transforma y colorea; el juego lúdico de la curiosidad, que al entreverarse con
los habitantes del fantástico mundo recién descubierto, iluminándo con su
brillantéz, permite distinguir la infinidad de estampados, formas policrómas
diferentes e inimaginables, incomprensibles para su oscuridad anterior.
Conforme se hundía el inerte cuerpo, observaba sin ver, como la
naturaleza acuática se opacaba, los colores antes brillantes, se mezclaban con
los azules profundos, oscureciendo lentamente el ambiente, hasta que la
penumbra lo envolvió en su sombría lobreguez…
Aquello que se considera ceguera del
destino, es en realidad miopía propia.
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