domingo, 22 de noviembre de 2015

La estirga maldita

La  estirga maldita




Y la catedral no era sólo su compañera,
era el universo; mejor dicho,
era la Naturaleza en sí misma…
Nuestra Señora de París.
Victor Hugo

Alzó la vista para admirar la imponente iglesia plantada frente a sus doce años de vida. Era la primera visita de su recorrido turístico que harían en París; su madre había planeado el viaje con la finalidad de conocer los templos más importantes de Europa. Al acercarse, sintió que la mole enorme de piedra se le venía encima, lo aplastaba; en su imaginación infantil, la fachada como cabeza de un gran monstruo, dibujaba con sus tres enormes puertas una boca hambrienta, pronta a tragarlo; tomó la mano de la madre para atreverse a continuar, y se refugió tras ella. Recorrieron el interior de la catedral de Notre Dame, de estructura románico normanda y gótica; admiraron las enormes columnas y sus  nervaduras que confluyen en el centro de la nave formando gigantescas arañas. Los alargados y coloridos vitrales filtraban haces de luminosidad en la penumbra, y un silencio pesado acompañaba el taconeo de los pasos que resonaban sordos en un eco de murmullos desolados. El temor a lo desconocido y la magnitud del templo lo forzaron a replegarse. El presentimiento de algo extraño y maligno lo inquietaba. Subió acobardado los trescientos ochenta y siete escalones de la mareante escalera de caracol que los llevó a la galería de las quimeras. Ahí estaba, al lado de diablos, demonios, trasgos, arpías, grifos, y turistas. Con asombro y repulsión las recorrió con la mirada, y fijó la vista en la estirga burlona, que miraba a lo lejos el río Sena y la torre Eiffel: sacando la lengua, y relamiendo su maldad. Le preguntó a Sara, fervorosa creyente y temerosa del juicio divino, ¿Qué eran esas figuras horribles?
¡Demonios, hijo! Son la representación de seres maléficos que se nutren con nuestros pecados y esperan llevarnos al infierno. Diciendo lo anterior, hizo la señal de la cruz y se persignó.
Sintió la presión de  una mirada en la espalda y volteó:
¡La estirga, fijaba sus grandes ojos de bestia sobre él!, sonreía perversamente abriendo amplias fauces, dejaba ver sus colmillos y su larga lengua escurriendo baba. Le hizo sentir que anhelaba el bien más preciado: su madre, y que, con el tiempo, ¡sería suya!
¡La sangre se le fue a los pies!, ¡el terror lo invadió, dificultando la respiración!, ¡un sudor frío recorrió su pequeño cuerpo!, y… se desvaneció emitiendo un leve quejido.
El paño húmedo que le pasaba por la cara su madre, lo reavivó. Reaccionó alterado, y le platicó la alucinación. Ella lo  abrazó, besó con ternura, y soltando alguna lágrima lo confortó:
 Hijo, la maldad está en todas partes, el demonio tiene mil caras, y la estirga es una de ellas. El único modo de evitar el infierno es siendo devoto, orando, asistiendo a misa diariamente, y arrepintiéndose de ser pecador. El pequeño, sin entender, la abrazo.
Martín pasó la niñez acompañando a su madre a ceremonias religiosas, y orando para exculpar pecados no cometidos. La religión lo perseguía, la culpabilidad lo martirizaba. Al llegar a la adolescencia, comenzó a tener pesadillas, en las que la imagen de la monstruosa estirga, recurrentemente, le decía:
La hipocresía y la maldad, está cobijada bajo el manto de la iglesia... Cada vez que le platicaba  a su madre esos sueños, ella soltaba el llanto y se encerraba en su habitación. ¿Qué escondía? ¿Qué era lo que la martirizaba?, eran preguntas que constantemente rondaban por su mente, y lo inquietaron durante la juventud. Ya anciana, se refugió en la iglesia hasta el día de su muerte; jamás quiso hablar con Martín de lo que representaba para ella esa pesadilla.

La sala vacía del velatorio cobijaba el grisáceo ataúd que amurallaba tras las paredes el pasado de la madre; cuatro cirios custodiaban la reserva. Martín, sentado frente al féretro, divagaba vivencias. No conoció a su padre, le platicaron que era un inmigrante irlandés, se dedicaba al comercio, viajaba constantemente, y había muerto de un paro cardiaco poco tiempo después de que él naciera, en la época en que el país soportaba el régimen militar ¾una etapa infausta de deterioro de la vida democrática, sufrimiento y dolor para el pueblo¾. Su madre no amplió jamás la escasa información; era tema intocable, que la irritaba y modificaba su carácter por varias horas. La familia materna, lejana y difusa, se perdía en los escasos relatos de su niñez, en un poblado pequeño del norte del país, que hablaba de trópico y miseria. ¿Amistades?, sólo conoció a algunas compañeras de trabajo del hospital en que prestaba sus servicios. En realidad, el mundo de su madre se reducía a él, la iglesia y el padre Santiago, párroco del templo, que diario frecuentaba. Al recordar imágenes de su infancia, le vino a la memoria el viaje que hicieron a Europa, y el suceso en la catedral de Notre Dame; sintió miedo y trató de apartarlo de la mente; cerró los ojos y reposó la cabeza entre las manos. La levantó al escuchar el viento cimbrar las puertas del velatorio, abrirse intempestivamente, y ver un torbellino amarillento penetrar estridente, colmando la sala y enturbiando su visión. El olor nauseabundo que acompañaba a la nebulosidad le produjo arcadas y espasmos; contuvo con dificultad el vómito, e intentó levantarse para cerrar; detuvo el movimiento al vislumbrar en la penumbra, la imagen monstruosa de la estirga entre la tenue y titilante luminosidad de las candelas. Plegando sus alas, la quimera se posó sobre la caja mirando a la madre, volteó, lo examinó con sus ojos amarillos que parecía iban a salirse de las órbitas, y sonrió maléficamente mostrando los grandes colmillos que asomaban por las comisuras de los belfos escurriendo baba, y esparciendo hediondez. Horrorizado e inmóvil vio al monstruo llevarse prensada entre las fauces el cuerpo etéreo de su madre. Se acercó titubeante al ataúd sobreponiéndose al pavor que lo invadía, y se asomó… El rostro verde azulado de su madre, que no lograba disimular el maquillaje, expresaba desolación, dolor y sufrimiento, remarcado por la contracción muscular propia de la muerte. No comprendía cuales podrían haber sido las faltas cometidas para merecer ese castigo, si es que hubo alguna sanción divina; o, qué sentimiento escondido lo perturbaba a él, para construir esas alucinaciones. Abatido y tembloroso se sentó en un sillón, recostó la cabeza en el respaldo y se abandonó a la conjetura, concluyendo que el secreto de su madre, jamás sería revelado.

El tiempo deslavó los sueños, y la tranquilidad de su vida volvió a su cause; las pesadillas se esfumaron en el clima de  amor y paz del matrimonio. El carácter de Estela, había posibilitado una relación estable, de entendimiento mutuo y solidaridad estimulante, durante los dos años que llevaba el enlace. El trabajo de investigador en el periódico satisfacía las necesidades económicas de la pareja, y a Martín le resultaba emocionante el deshebrar sucesos acaecidos años atrás. Generalmente la noticias se generaban de hechos actuales que impactaban a la sociedad, y de ahí, él se encargaba de escarbar la historia, de rastrearla, husmearla en los vestigios de los hechos, perseverando hasta  encontrar la nota que impactaría en la mayor venta de ejemplares.
            El robo de un infante recién nacido en el hospital del poblado, por una mujer disfrazada de enfermera, desató la noticia. Fue detectado por las cámaras de video de la institución, cuando aprovechándose de un descuido de las responsables de la sección de cunas, la raptora metió al bebé en una bolsa grande de plástico y salió caminando despreocupadamente de la clínica. No la habían detenido aún. El asunto se convirtió en noticia nacional, por lo que el director del diario, le encomendó a Martín hacer un artículo sobre el robo de recién nacidos.
Un referente obligado fue investigar la sustracción de bebés en la época en que el país estaba bajo el gobierno de la dictadura. Se enteró de que el régimen estableció centros secretos para la desaparición de personas. Dentro de ellos, tenían secciones de maternidades con médicos y enfermeras bajo mando militar, y un reglamento para el tratamiento de infantes hurtados. Averiguó qué, después del parto, se asesinaba a la madre y elaboraban falsos documentos para el bebé y distribuidos a parejas afines al régimen; en la mayoría de los casos, cómplices o encubridoras del asesinato y desaparición de los padres biológicos; así suprimían la identidad original de los niños.
Después de esa época, había poco que contar, el rapto de menores era esporádico y esparcido por todo el país. Documentó los hechos, e hizo el relató en la nota periodística que estaba preparando; Eran casos aislados, la mayoría de las veces, habían sido esclarecidos y detenido los culpables.
El periódico, publicó el artículo sin el impacto sensacionalista que esperaba; ocupó el espacio de un tema agotado, sepultado por el dolor de historias personales de madres y abuelas, que cada jueves, esperaban respuestas circulando una plaza, desgastando adoquines con la fricción constante de pisadas de dolor, rencor y esperanza.
Poco tiempo después de haber sido publicado su artículo, recibió una comunicación al correo electrónico del periódico:
Querido Martín, te escribo después de enterarme por el periódico del artículo que publicaste sobre el robo de infantes. Soy la tía Angelina, hermana menor de tu madre. No sé si conozcas de mi existencia, porque nos distanciamos antes de tu nacimiento. Adjunto una fotografía familiar, con tus padres, en el año de 1978.
Anexo mis datos, por si quieres localizarme.
Angelina Pereyra
Intrigado, Martín revisó la imagen. En la pantalla de su computadora, los personajes se difuminaban con el tiempo, escondidos de la turbiedad del polvo de un álbum de fotografías. Era difícil identificar a los integrantes de aquel momento familiar. ¿quién era su madre?, y ¿quién, el de uniforme?
            Se comunicó con Angelina telefonicamente, y comprometió a que en cuanto su trabajo se lo permitiera, la iría a visitar.
            Desde el día en que recibió la comunicación, el mundo cambió: regresaron las pesadillas con la maldita estirga intrigando sobre el pasado de su madre, ahondando dudas, estableciendo hipótesis, destacando signos. Al final de los macabros sueños, la espantosa escena de la quimera llevándose el cuerpo etéreo de su madre, y… la mirada de esos ojos fijos, saltones, surcados de venas turgentes, que irradiaban maldad. El sarcasmo babeante de la sonrisa, lo desquiciaba; lloraba entre sueños, y sudaba hasta mojar las sábanas. Estela le aconsejó, en varias ocasiones, acudir al sicólogo. Él pensaba que desentrañando el misterio, se irían solas.

La azafata abrió la cabina de la aeronave, y una oleada de calor húmedo abrazó a los pasajeros envolviéndolos en un ambiente de trópico. Martín, en la puerta de la escalerilla, observó la vegetación exuberante que rodeaba al rústico aeropuerto. Escoltados por flores, y empujados por la temperatura, arribaron a una sencilla construcción de mampostería que actuaba como sala de espera, recepción y oficinas administrativas. En la pequeña banca de madera que servía de recepción, distinguió a la anciana: pelo cano, baja de estatura, regordeta, portando sombrero de paja, cuya ala rozaba los lentes; un vestido de algodón estampado en colores alegres que le llegaba a los tobillos le daba vitalidad a su figura, completando la vestimenta;  sus pequeños pies, calzaban frescas zapatillas de cuero.
Se levantó al ver a Martín trasponer la puerta, y apoyada por un bastón, se dirigió resuelta a saludarlo. Martín agachó su alargado cuerpo para recibir el abrazo de la tía Angelina, y besarla en la mejilla. Después de varios minutos de conversación, abordaron el único taxi que sobraba, y se dirigieron al domicilio de ella, en el centro de la población.
Después de instalar a Martín, Angelina bajó cargada de álbumes de fotografías y se sentó junto a él, comenzando a desplegar historia:
            …y, en esta fotografía estamos Sara y yo, afuera de la escuela rural donde trabajaba. Ella, con su uniforme de enfermera; ejercía su profesión en el hospital de San Antonio… Aquí, con nuestros padres y los dos hermanos de mi madre, días antes de que Sara fuera a trabajar en el hospital de la Armada, en la Capital.
            Tía, ¿te puedo hacer unas preguntas?
            Sí, hijo, dime.
            ¿Por qué se enemistaron?, y ¿cuándo?
           Mira, hijo, en el inicio de los años ochentas, la situación era muy difícil, había una dictadura militar, el país estaba dividido, la violencia y las arbitrariedades privaban en contra de la población civil. Mi marido y yo, éramos maestros rurales, comprometidos con las causas sociales. Sara trabajaba en un hospital militar y su esposo era un alto funcionario de la Armada. La última vez que nos vimos, sucedió una tragedia. Sara y su esposo, acudieron al trigésimo aniversario de matrimonio de nuestros padres; en esa ocasión nos tomamos la fotografía que te envié. Durante la celebración, se abordó en la mesa el tema político, las opiniones divididas confrontaban a los comensales; levantaban la voz para hacer valer su opinión; los ánimos se caldearon hasta llegar a los golpes. Ernesto, el marido de tu madre, llamó a su guardia y ordenó la detención de mi esposo… jamás volvimos a saber nada de él, aunque les rogamos, suplicamos y exigimos, lo regresaran. Quise investigar el sitio de su reclusión a través de autoridades civiles, sin resultado, tenían miedo. Desapareció como si nunca hubiera existido… La impotencia y el odio me dominaron, amargando mi vida por muchos años. Tú no tienes culpa alguna, eres igual de víctima que yo.
            Entonces, ¿Ernesto, fue mi padre? Porque mi madre me comentó qué era un comerciante irlandés, muerto al poco tiempo de mi nacimiento de un ataque al corazón.
            No sé, hijo. Yo me enteré por el periódico que Ernesto había muerto en la guerra. Había sido transferido del hospital en que actuaba como Director, al frente de combate. Posteriormente, me llegaron noticias de que tu madre permaneció en ese hospital de la Armada hasta el término del gobierno militar. De tu nacimiento, no sé nada.
            Terminaron la conversación en la madrugada. Martín fue a la recámara, pero no durmió, la sensación de vacío lo acosaba; algunos aspectos de la plática con la tía, se revolvían obsesivamente en su cabeza. La ansiedad comenzó a perseguirlo, la inquietud no cesaba de rondar por la habitación; caminaba pensando posibilidades, atando ideas, rescatando actitudes de su madre; la imagen de la estirga acudía por momentos a su mente, haciendo rebrotar las dudas y conjeturas que había ocultado por un tiempo. Poco a poco, el rompecabezas de la madre se iba armando en el cerebro. Circuló hasta el amanecer. Se dio un baño, cambió de ropa y bajó a desayunar.
            Hola, hijo ¿Cómo dormiste?
            ¾No lo hice, tía. No pude. Le voy a pedir un favor muy grande ¿Podría acompañarme a hacernos un perfil genético en el hospital?
            Sí, Martín, ya lo había pensado.

Estaba revisando el artículo elaborado para su columna del día siguiente, cuando en la parte superior derecha de la pantalla, apareció la notificación de llegada de un correo de Angelina Pereyra. Rápidamente lo desplegó:
            Martín, el resultado del perfil genético fue negativo. Te pido que continuemos nuestra relación, si no como parientes, sí como amigos.
Angelina

            Apagó la computadora, tomó su gabán del perchero, y se encaminó a la Plaza de Mayo.

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