La
estirga maldita
Y la catedral no
era sólo su compañera,
era el universo;
mejor dicho,
era la
Naturaleza en sí misma…
Nuestra Señora de París.
Victor Hugo
Alzó la vista para admirar la
imponente iglesia plantada frente a sus doce años de vida. Era la primera
visita de su recorrido turístico que harían en París; su madre había planeado
el viaje con la finalidad de conocer los templos más importantes de Europa. Al
acercarse, sintió que la mole enorme de piedra se le venía encima, lo aplastaba;
en su imaginación infantil, la fachada como cabeza de un gran monstruo, dibujaba
con sus tres enormes puertas una boca hambrienta, pronta a tragarlo; tomó la
mano de la madre para atreverse a continuar, y se refugió tras ella. Recorrieron
el interior de la catedral de Notre Dame,
de estructura románico normanda y gótica; admiraron las enormes columnas y sus nervaduras que confluyen en el centro de la
nave formando gigantescas arañas. Los alargados y coloridos vitrales filtraban haces
de luminosidad en la penumbra, y un silencio pesado acompañaba el taconeo de los
pasos que resonaban sordos en un eco de murmullos desolados. El temor a lo
desconocido y la magnitud del templo lo forzaron a replegarse. El
presentimiento de algo extraño y maligno lo inquietaba. Subió acobardado los trescientos ochenta y siete escalones de la mareante escalera
de caracol que los llevó a la galería de las quimeras. Ahí estaba, al lado de diablos, demonios, trasgos, arpías, grifos,
y turistas. Con asombro y repulsión las recorrió con la mirada, y fijó la vista
en la estirga burlona, que miraba a lo lejos el río Sena y la torre Eiffel:
sacando la lengua, y relamiendo su maldad. Le preguntó a Sara, fervorosa
creyente y temerosa del juicio divino, ¿Qué eran esas figuras horribles?
—¡Demonios,
hijo! Son la representación de seres maléficos que se nutren con nuestros
pecados y esperan llevarnos al infierno. Diciendo lo anterior, hizo la señal de
la cruz y se persignó.
Sintió la presión
de una mirada en la espalda y volteó:
¡La estirga,
fijaba sus grandes ojos de bestia sobre él!, sonreía perversamente abriendo
amplias fauces, dejaba ver sus colmillos y su larga lengua escurriendo baba. Le
hizo sentir que anhelaba el bien más preciado: su madre, y que, con el tiempo, ¡sería
suya!
¡La sangre se le
fue a los pies!, ¡el terror lo invadió, dificultando la respiración!, ¡un sudor
frío recorrió su pequeño cuerpo!, y… se desvaneció emitiendo un leve quejido.
El paño húmedo
que le pasaba por la cara su madre, lo reavivó. Reaccionó alterado, y le
platicó la alucinación. Ella lo abrazó,
besó con ternura, y soltando alguna lágrima lo confortó:
— Hijo, la maldad está en todas partes, el demonio
tiene mil caras, y la estirga es una de ellas. El único modo de evitar el
infierno es siendo devoto, orando, asistiendo a misa diariamente, y
arrepintiéndose de ser pecador. El pequeño, sin entender, la abrazo.
Martín pasó la
niñez acompañando a su madre a ceremonias religiosas, y orando para exculpar
pecados no cometidos. La religión lo perseguía, la culpabilidad lo martirizaba.
Al llegar a la adolescencia, comenzó a tener pesadillas,
en las que la imagen de la monstruosa estirga, recurrentemente, le decía:
—La hipocresía y la maldad, está cobijada
bajo el manto de la iglesia... Cada vez que le platicaba a su madre esos sueños, ella soltaba el
llanto y se encerraba en su habitación. ¿Qué escondía? ¿Qué era lo que la
martirizaba?, eran preguntas que constantemente rondaban por su mente, y lo
inquietaron durante la juventud. Ya anciana, se refugió en la iglesia hasta el
día de su muerte; jamás quiso hablar con Martín de lo que representaba para
ella esa pesadilla.
La sala vacía del velatorio cobijaba el grisáceo
ataúd que amurallaba tras las paredes el pasado de la madre; cuatro cirios
custodiaban la reserva. Martín, sentado frente al féretro, divagaba vivencias. No
conoció a su padre, le platicaron que era un inmigrante irlandés, se dedicaba
al comercio, viajaba constantemente, y había muerto de un paro cardiaco poco
tiempo después de que él naciera, en la época en que el país soportaba el
régimen militar ¾una etapa infausta de deterioro de la vida
democrática, sufrimiento y dolor para el pueblo¾. Su madre no amplió jamás la escasa información; era tema intocable, que
la irritaba y modificaba su carácter por varias horas. La familia materna,
lejana y difusa, se perdía en los escasos relatos de su niñez, en un poblado
pequeño del norte del país, que hablaba de trópico y miseria. ¿Amistades?, sólo
conoció a algunas compañeras de trabajo del hospital en que prestaba sus servicios.
En realidad, el mundo de su madre se reducía a él, la iglesia y el padre
Santiago, párroco del templo, que diario frecuentaba. Al recordar imágenes de
su infancia, le vino a la memoria el viaje que hicieron a Europa, y el suceso
en la catedral de Notre Dame; sintió
miedo y trató de apartarlo de la mente; cerró los ojos y reposó la cabeza entre
las manos. La levantó al escuchar el viento cimbrar las puertas del velatorio,
abrirse intempestivamente, y ver un torbellino amarillento penetrar estridente,
colmando la sala y enturbiando su visión. El olor nauseabundo que acompañaba a
la nebulosidad le produjo arcadas y espasmos; contuvo con dificultad el vómito,
e intentó levantarse para cerrar; detuvo el movimiento al vislumbrar en la
penumbra, la imagen monstruosa de la estirga entre la tenue y titilante luminosidad
de las candelas. Plegando sus alas, la quimera se posó sobre la caja mirando a
la madre, volteó, lo examinó con sus ojos amarillos que parecía iban a salirse
de las órbitas, y sonrió maléficamente mostrando los grandes colmillos que
asomaban por las comisuras de los belfos escurriendo baba, y esparciendo
hediondez. Horrorizado e inmóvil vio al monstruo llevarse prensada entre las
fauces el cuerpo etéreo de su madre. Se acercó titubeante al ataúd sobreponiéndose
al pavor que lo invadía, y se asomó… El rostro verde azulado de su madre, que no
lograba disimular el maquillaje, expresaba desolación, dolor y sufrimiento, remarcado
por la contracción muscular propia de la muerte. No comprendía cuales podrían
haber sido las faltas cometidas para merecer ese castigo, si es que hubo alguna
sanción divina; o, qué sentimiento escondido lo perturbaba a él, para construir
esas alucinaciones. Abatido y tembloroso se sentó en un sillón, recostó la
cabeza en el respaldo y se abandonó a la conjetura, concluyendo que el secreto
de su madre, jamás sería revelado.
El tiempo deslavó los sueños, y la tranquilidad
de su vida volvió a su cause; las pesadillas se esfumaron en el clima de amor y paz del matrimonio. El carácter de Estela,
había posibilitado una relación estable, de entendimiento mutuo y solidaridad
estimulante, durante los dos años que llevaba el enlace. El trabajo de investigador
en el periódico satisfacía las necesidades económicas de la pareja, y a Martín le
resultaba emocionante el deshebrar sucesos acaecidos años atrás. Generalmente
la noticias se generaban de hechos actuales que impactaban a la sociedad, y de
ahí, él se encargaba de escarbar la historia, de rastrearla, husmearla en los
vestigios de los hechos, perseverando hasta
encontrar la nota que impactaría en la mayor venta de ejemplares.
El
robo de un infante recién nacido en el hospital del poblado, por una mujer
disfrazada de enfermera, desató la noticia. Fue detectado por las cámaras de
video de la institución, cuando aprovechándose de un descuido de las
responsables de la sección de cunas, la raptora metió al bebé en una bolsa
grande de plástico y salió caminando despreocupadamente de la clínica. No la habían
detenido aún. El asunto se convirtió en noticia nacional, por lo que el
director del diario, le encomendó a Martín hacer un artículo sobre el robo de
recién nacidos.
Un referente obligado fue investigar la
sustracción de bebés en la época en que el país estaba bajo el gobierno de la
dictadura. Se enteró de que el régimen estableció centros
secretos para la desaparición de personas. Dentro de ellos, tenían secciones de
maternidades con médicos y enfermeras bajo mando militar, y un reglamento para
el tratamiento de infantes hurtados. Averiguó qué, después del parto, se
asesinaba a la madre y elaboraban falsos documentos para el bebé y distribuidos a parejas afines al régimen; en la mayoría
de los casos, cómplices o encubridoras del asesinato y desaparición de los
padres biológicos; así suprimían la identidad original de los niños.
Después de esa época, había poco que
contar, el rapto de menores era esporádico y esparcido por todo el país. Documentó
los hechos, e hizo el relató en la nota periodística que estaba preparando;
Eran casos aislados, la mayoría de las veces, habían sido esclarecidos y
detenido los culpables.
El periódico, publicó el artículo sin el
impacto sensacionalista que esperaba; ocupó el espacio de un tema agotado,
sepultado por el dolor de historias personales de madres y abuelas, que cada
jueves, esperaban respuestas circulando una plaza, desgastando adoquines con la
fricción constante de pisadas de dolor, rencor y esperanza.
Poco tiempo después de haber sido publicado
su artículo, recibió una comunicación al correo electrónico del periódico:
Querido Martín, te escribo después de enterarme por el periódico del
artículo que publicaste sobre el robo de infantes. Soy la tía Angelina, hermana
menor de tu madre. No sé si conozcas de mi existencia, porque nos distanciamos
antes de tu nacimiento. Adjunto una fotografía familiar, con tus padres, en el
año de 1978.
Anexo mis datos, por si quieres localizarme.
Angelina Pereyra
Intrigado, Martín revisó la imagen. En la
pantalla de su computadora, los personajes se difuminaban con el tiempo,
escondidos de la turbiedad del polvo de un álbum de fotografías. Era difícil identificar
a los integrantes de aquel momento familiar. ¿quién era su madre?, y ¿quién, el
de uniforme?
Se comunicó con Angelina
telefonicamente, y comprometió a que en cuanto su trabajo se lo permitiera, la
iría a visitar.
Desde el día en que recibió la
comunicación, el mundo cambió: regresaron las pesadillas con la maldita estirga
intrigando sobre el pasado de su madre, ahondando dudas, estableciendo
hipótesis, destacando signos. Al final de los macabros sueños, la espantosa
escena de la quimera llevándose el cuerpo etéreo de su madre, y… la mirada de
esos ojos fijos, saltones, surcados de venas turgentes, que irradiaban maldad. El
sarcasmo babeante de la sonrisa, lo desquiciaba; lloraba entre sueños, y sudaba
hasta mojar las sábanas. Estela le aconsejó, en varias ocasiones, acudir al sicólogo. Él pensaba que desentrañando el misterio, se irían solas.
La azafata
abrió la cabina de la aeronave, y una oleada de calor húmedo abrazó a los
pasajeros envolviéndolos en un ambiente de trópico. Martín, en la puerta de la
escalerilla, observó la vegetación exuberante que rodeaba al rústico
aeropuerto. Escoltados por flores, y empujados por la temperatura, arribaron a
una sencilla construcción de mampostería que actuaba como sala de espera,
recepción y oficinas administrativas. En la pequeña banca de madera que servía
de recepción, distinguió a la anciana: pelo cano, baja de estatura, regordeta, portando
sombrero de paja, cuya ala rozaba los lentes; un vestido de algodón estampado
en colores alegres que le llegaba a los tobillos le daba vitalidad a su figura,
completando la vestimenta; sus pequeños
pies, calzaban frescas zapatillas de cuero.
Se levantó al ver a Martín trasponer la puerta, y
apoyada por un bastón, se dirigió resuelta a saludarlo. Martín agachó su
alargado cuerpo para recibir el abrazo de la tía Angelina, y besarla en la
mejilla. Después de varios minutos de conversación, abordaron el único taxi que
sobraba, y se dirigieron al domicilio de ella, en el centro de la población.
Después de instalar a Martín, Angelina bajó cargada de
álbumes de fotografías y se sentó junto a él, comenzando a desplegar historia:
—…y,
en esta fotografía estamos Sara y yo, afuera de la escuela rural donde trabajaba.
Ella, con su uniforme de enfermera; ejercía su profesión en el hospital de San
Antonio… Aquí, con nuestros padres y los dos hermanos de mi madre, días antes
de que Sara fuera a trabajar en el hospital de la Armada, en la Capital.
—Tía,
¿te puedo hacer unas preguntas?
—Sí,
hijo, dime.
—¿Por
qué se enemistaron?, y ¿cuándo?
—Mira,
hijo, en el inicio de los años ochentas, la situación era muy difícil, había
una dictadura militar, el país estaba dividido, la violencia y las
arbitrariedades privaban en contra de la población civil. Mi marido y yo, éramos maestros rurales, comprometidos con las causas sociales. Sara trabajaba
en un hospital militar y su esposo era un alto funcionario de la Armada. La
última vez que nos vimos, sucedió una tragedia. Sara y su esposo, acudieron al
trigésimo aniversario de matrimonio de nuestros padres; en esa ocasión nos
tomamos la fotografía que te envié. Durante la celebración, se abordó en la
mesa el tema político, las opiniones divididas confrontaban a los comensales; levantaban
la voz para hacer valer su opinión; los ánimos se caldearon hasta llegar a los
golpes. Ernesto, el marido de tu madre, llamó a su guardia y ordenó la
detención de mi esposo… jamás volvimos a saber nada de él, aunque les rogamos,
suplicamos y exigimos, lo regresaran. Quise investigar el sitio de su reclusión
a través de autoridades civiles, sin resultado, tenían miedo. Desapareció como
si nunca hubiera existido… La impotencia y el odio me dominaron, amargando mi
vida por muchos años. Tú no tienes culpa alguna, eres igual de víctima que yo.
—Entonces,
¿Ernesto, fue mi padre? Porque mi madre me comentó qué era un comerciante
irlandés, muerto al poco tiempo de mi nacimiento de un ataque al corazón.
—No
sé, hijo. Yo me enteré por el periódico que Ernesto había muerto en la guerra.
Había sido transferido del hospital en que actuaba como Director, al frente de
combate. Posteriormente, me llegaron noticias de que tu madre permaneció en ese
hospital de la Armada hasta el término del gobierno militar. De tu nacimiento,
no sé nada.
Terminaron la conversación en la
madrugada. Martín fue a la recámara, pero no durmió, la sensación de vacío lo
acosaba; algunos aspectos de la plática con la tía, se revolvían obsesivamente
en su cabeza. La ansiedad comenzó a perseguirlo, la inquietud no cesaba de
rondar por la habitación; caminaba pensando posibilidades, atando ideas,
rescatando actitudes de su madre; la imagen de la estirga acudía por momentos a
su mente, haciendo rebrotar las dudas y conjeturas que había ocultado por un
tiempo. Poco a poco, el rompecabezas de la madre se iba armando en el cerebro.
Circuló hasta el amanecer. Se dio un baño, cambió de ropa y bajó a desayunar.
—Hola,
hijo ¿Cómo dormiste?
¾No lo
hice, tía. No pude. Le voy a pedir un favor muy grande ¿Podría acompañarme a
hacernos un perfil genético en el hospital?
—Sí,
Martín, ya lo había pensado.
Estaba
revisando el artículo elaborado para su columna del día siguiente, cuando en la
parte superior derecha de la pantalla, apareció la notificación de llegada de
un correo de Angelina Pereyra. Rápidamente lo desplegó:
Martín,
el resultado del perfil genético fue negativo. Te pido que continuemos nuestra
relación, si no como parientes, sí como amigos.
Angelina
Apagó la computadora, tomó su gabán
del perchero, y se encaminó a la Plaza de Mayo.
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