Muerte
sustanciada
Gustavo, con la angustia
comprimiéndole las entrañas, el rostro pálido y desencajado, abrió el cajón y
sacó el arma. El sudor lo empapaba, de su cara escurrían gotas que en el camino
se amalgamaban con lágrimas de desesperación e impotencia. Tembloroso apuntó a
la sien, apretó los labios y ¡disparó!... Escuchó el clic del percutor, y una
carcajada estentórea a su espalda. Volteó espantado, bajó la pistola y enfrentó
al hombre elegantemente vestido de negro que lo increpó:
¡Estúpido,
tú te mueres hasta que yo diga!, ni antes, ni después. De mi dependes… dame el arma.
Con voz sombría que parecía salida de una caverna, le dijo:
¿Quieres huir?, ¡qué fácil!,
¿no? Tirar el desorden que dejaste a tu alrededor: las vidas alteradas, deudas,
infidelidades… El alcohol, el juego y la vida disoluta te han llevado a la piltrafa
de hombre que eres. Pero andas de suerte, vas a vivir aunque no quieras, porque
contigo experimentaré el nuevo proyecto de “Muerte sustanciada” que voy a
presentar en el simposio celestial. Consiste en exprimir del ser humano todas
las posibilidades morales, antes de quitarle la vida. Así que, a partir de
ahora, ¡derechito, cabrón!, ni una copa. A cumplir tus compromisos y a
enderezar la vida…
La imagen desapareció desvaneciéndose en una bruma oscura
saliendo por la ventana. Tras la emanación, Gustavo intentó lograr su cometido
aventándose al vacío. Varios metros después, flotando regreso a la habitación y
escuchó el atronador rugido: ¡Hasta que
yo quiera, cabrón!... y la siniestra carcajada atemorizó el ambiente,
enmudeció los sonidos.
Nervioso salió de su casa por la mañana. Dos sicarios lo sorprendieron al cerrar la puerta. Con
brutalidad lo amenazaron:
—¡Ésta es la última
oportunidad!… ¡Paga!
Gustavo, con una sonrisa de burla preguntó: ¿O…?
—¡Te mueres, desdichado! Y,
sacando el arma, lo acribilló a balazos. Cayó desvanecido, entintando el
contorno de su cuerpo en el pavimento. Los esbirros abandonaron el lugar,
dándolo por muerto. Se levantó y comprobó que las heridas habían cerrado. Con
la vestimenta manchada, regresó a casa a cambiarse.
La emoción lo consumía y le resecaba la garganta, al salir
nuevamente se introdujo en la primera cantina que encontró y pidió un tequila.
Al ingerir el líquido, sintió arder sus entrañas. Retorciéndose en el suelo,
escuchó la imperativa voz: ¡Ni una copa…
te dije!
Seguro de la inmortalidad no deseada, llegó en pleno día a
la casa de su amante. Aurora abrió la puerta y palideció al verlo:
—¡Vete!, que Alberto está en
casa.
—A él vengo a ver…
—¡Pues ya me encontraste,
imbécil!, y ¡te vas a morir!, escuchó a sus espaldas momentos ante de oír tres
detonaciones.
Cubierto de inmundicias y detritus, devolviendo excretas de
los pulmones congestionados, salió del canal del desagüe, donde lo habían tirado
Aurora y el marido. Caminando se dirigió a su casa, irradiando pestilencia y
depresión.
El
rechazo al proyecto de “Muerte sustanciada” se dejó sentir con el abucheo de la
derecha angelical del empíreo en un batir furioso de alado repudio. También, la
escandalosa izquierda, representante del averno, gritaba exaltada: ¡Muerte ya,
tráelos acá!... Con sus tridentes golpeando el piso repitieron el estribillo en
un estruendo tal, que no permitieron clausurar formalmente la reunión.
Humillado, el mortífero exponente, bajó las gradas del pódium oyendo los
enardecidos gritos de la multitud…
Abatido,
maloliente y cansado Gustavo cruzó la avenida. Oyó el chirriar de llantas, el bocinazo
desesperado, sintió el golpe y el crujir de huesos cuando las llantas del
vehículo destrozaban su cuerpo. En el estrépito, escuchó en su interior la voz
imperativa exclamando:
¡Ahora sí te mueres,
cabrón!, no me aceptaron el proyecto.
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