¿Sacrilegio?
Fingimos lo que somos;
seamos lo que fingimos.
Pedro Calderón de la
Barca
(1600-16819
Hacia
las tres de la tarde de un martes de noviembre, después de haber comido en el
restaurante de todos los días y apresurado por los inquietos demandantes de
mesa que esperaban que desocupara rápidamente el lugar, me encaminé al parque
antes de volver a mis labores de oficina. La nubosidad oscura y el viento
plagado de humedad amenazaban con derramar
una fuerte lluvia. Le resté importancia y seguí mi caminata. No tardaron mucho
en hacer efectiva la advertencia, salí corriendo hasta la biblioteca pública donde
me refugié. Nunca he frecuentado los centros de estudio, pero como el aguacero parecía
que iba a durar un buen rato, entré.
No
quise dar la impresión de ignorante y desorientado. Cambié mi actitud inicial
y, como si fuera un lector frecuente, transformé mi porte de oficinista por el
de un intelectual comprometido con la cultura. En principio, me desprendí de la
corbata, agité el agua de mi escaso
cabello y encorvé la figura para aparentar que las horas de estudio me habían
doblegado. Alejé los lentes hasta la punta de la nariz para aguzar mi lucidez,
doblé mi revista Chilango para que
pareciera una literaria, y me introduje
en los pasillos cubiertos de sabiduría, polvo y silencio.
Iba
revisando la estantería, sacando libros al azar, leyendo los títulos sin que llamara mi atención ninguno. Transitando por
la sección de novelas, tomé un libro del anaquel que me quedaba a la altura de
los ojos y leí: Prólogo al amor, de
Taylor Caldwell, novela cursi, pensé. Cuando la iba a colocar nuevamente en su
sitio, me encontré por el hueco, del otro lado del librero, un par de ojos
negros resguardados por grandes pestañas rizadas, que al cerrarse parecían
llamarme como dedos de la mano. No lo pensé más, tomé el libro y de prisa
caminé al final del anaquel, di la vuelta y
contemplé su bella cara frente a mí y la delgadez de su cuerpo dentro de
unos pantalones de mezclilla deslavada, calcetas blancas, y las zapatillas
terminadas en punta. Con una sonrisa que alegraba las comisuras de su boca y
dejaba asomar brevemente la blanca dentadura, me dijo:
—Soy
Flora, ¿Qué libro escogiste para leer?
Avergonzado,
le presenté la novela que impulsivamente había seleccionado. La miró sólo un
momento sin opinar nada. Presentí que ella buscaba en mi al lector de temas
profundos, de trascendencia, de calidad literaria, e intuí que la había
decepcionado. Sin embargo, ataqué frontalmente diciéndole:
—Soy
César Augusto (mi nombre impresiona
siempre) estudiante de Filosofía. Cuando
me hastío de leer a Kant, Hume o Hegel, descanso con una novelita ligera como
la de ahora. Y tú ¿Qué lees?
—Estudio
historia del arte y ando buscando un libro sobre el Neoclasicismo, el regreso a
las formas griegas y romanas de la antigüedad
en el siglo dieciocho ¿Conoces alguno?
Sin
comprender de lo que ella me hablaba y abochornado por mi ignorancia, le
contesté que no, y me despedí esperando volverla a ver algún día.
Pronto
la busqué y me hice aficionado a los libros y a Flora o… tal vez al revés. También sostuve la relación, a pesar de mi
oscurantismo, al haber esparcido con ella, todas mis artes amatorias.
Flora
tuvo un problema económico, su mamá cayó al hospital por un problema renal, y
solicitó mi apoyo. Afortunadamente tenía mis ahorros en el banco y, se los
presté. Qué satisfacción tan grande se siente cuando se puede apoyar al ser
amado, pensé. Me devolverá el dinero, una vez que su padre lo gire del
extranjero.
Ahora,
estamos en una etapa de enamoramiento extremo, la pasión nos arrolla, el ansia
por poseernos es superior a la cordura. Los lugares más oscuros de la
biblioteca han testificado la pasión derramada. Recorremos todos los pasillos,
amándonos; lo hemos hecho al lado de Los
hermanos Karamasov —aunque pienso que no fue bien visto por Dostoievski. El Pequeño Larousse ha aprendido, antes
de tiempo, lo que hacemos los mayores, Y al Quijote
de la Mancha, le dimos algunas ideas para tratar con su dulcinea. Por
respeto a la moral y buenas costumbres, no habíamos invadido aún el pasillo de las
religiones, pero encontré un rincón cerca del Antiguo Testamento, y pienso cometer sacrilegio la próxima vez que
vea a Flora.
Llegué a la biblioteca con un
ramo de rosas rojas y el ánimo enardecido, dispuesto a profanar con pasión el
pasillo de las religiones; entré y escuché voces que alteraban el silencio
natural del recinto; dirigí la mirada hacia el origen del ruido y… ¡me aterré!
Vi a Flora flanqueada por dos policías,
con la blusa desabrochada, los senos desbordantes y en la mano, ¡su brasiere
blanco pushup, que la hacía ver
esplendorosa cuando la desvestía en los pasillos. Se movía de un lado a otro,
queriendo zafarse. Atrás de ellos, otros dos gendarmes arrastraban a un
individuo con los pantalones a las rodillas. Quise intervenir, salvar a mi
amada, pero la autoridad me avasalló, subieron a ambos en la patrulla y
arrancaron precipitadamente.
Consternado,
fuí con la bibliotecaria a preguntar qué pasaba:
¾Mire,
señor, la señorita ejercía su oficio dentro de la biblioteca. Aquí captaba a la
clientela y se ahorraba el costo del hotel, trabajando en los pasillos.
Sospechábamos, pero hasta ahora la ubicamos trabajando en el pasillo de
religiones. ¡Qué sacrilegio…! ¿No?
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