martes, 17 de enero de 2017

¿Sacrilegio?

¿Sacrilegio?

Fingimos lo que somos; seamos lo que fingimos.
Pedro Calderón de la Barca
(1600-16819
Hacia las tres de la tarde de un martes de noviembre, después de haber comido en el restaurante de todos los días y apresurado por los inquietos demandantes de mesa que esperaban que desocupara rápidamente el lugar, me encaminé al parque antes de volver a mis labores de oficina. La nubosidad oscura y el viento plagado de humedad  amenazaban con derramar una fuerte lluvia. Le resté importancia y seguí mi caminata. No tardaron mucho en hacer efectiva la advertencia, salí corriendo hasta la biblioteca pública donde me refugié. Nunca he frecuentado los centros de estudio, pero como el aguacero parecía que iba a durar un buen rato, entré.
            No quise dar la impresión de ignorante y desorientado. Cambié mi actitud inicial y, como si fuera un lector frecuente, transformé mi porte de oficinista por el de un intelectual comprometido con la cultura. En principio, me desprendí de la corbata, agité el agua de  mi escaso cabello y encorvé la figura para aparentar que las horas de estudio me habían doblegado. Alejé los lentes hasta la punta de la nariz para aguzar mi lucidez, doblé mi revista Chilango para que pareciera una  literaria, y me introduje en los pasillos cubiertos de sabiduría, polvo y silencio.
            Iba revisando la estantería, sacando libros al azar, leyendo los títulos sin que  llamara mi atención ninguno. Transitando por la sección de novelas, tomé un libro del anaquel que me quedaba a la altura de los ojos y leí: Prólogo al amor, de Taylor Caldwell, novela cursi, pensé. Cuando la iba a colocar nuevamente en su sitio, me encontré por el hueco, del otro lado del librero, un par de ojos negros resguardados por grandes pestañas rizadas, que al cerrarse parecían llamarme como dedos de la mano. No lo pensé más, tomé el libro y de prisa caminé al final del anaquel, di la vuelta y  contemplé su bella cara frente a mí y la delgadez de su cuerpo dentro de unos pantalones de mezclilla deslavada, calcetas blancas, y las zapatillas terminadas en punta. Con una sonrisa que alegraba las comisuras de su boca y dejaba asomar brevemente la blanca dentadura, me dijo:
            —Soy Flora, ¿Qué libro escogiste para leer?
            Avergonzado, le presenté la novela que impulsivamente había seleccionado. La miró sólo un momento sin opinar nada. Presentí que ella buscaba en mi al lector de temas profundos, de trascendencia, de calidad literaria, e intuí que la había decepcionado. Sin embargo, ataqué frontalmente diciéndole:
            —Soy César Augusto  (mi nombre impresiona siempre)  estudiante de Filosofía. Cuando me hastío de leer a Kant, Hume o Hegel, descanso con una novelita ligera como la de ahora. Y tú ¿Qué lees?
            —Estudio historia del arte y ando buscando un libro sobre el Neoclasicismo, el regreso a las formas griegas y romanas de la antigüedad  en el siglo dieciocho ¿Conoces alguno?
            Sin comprender de lo que ella me hablaba y abochornado por mi ignorancia, le contesté que no, y me despedí esperando volverla a ver algún día.
            Pronto la busqué y me hice aficionado a los libros y a Flora o… tal vez al revés.  También sostuve la relación, a pesar de mi oscurantismo, al haber esparcido con ella,  todas mis artes amatorias.
            Flora tuvo un problema económico, su mamá cayó al hospital por un problema renal, y solicitó mi apoyo. Afortunadamente tenía mis ahorros en el banco y, se los presté. Qué satisfacción tan grande se siente cuando se puede apoyar al ser amado, pensé. Me devolverá el dinero, una vez que su padre lo gire del extranjero. 
            Ahora, estamos en una etapa de enamoramiento extremo, la pasión nos arrolla, el ansia por poseernos es superior a la cordura. Los lugares más oscuros de la biblioteca han testificado la pasión derramada. Recorremos todos los pasillos, amándonos; lo hemos hecho al lado de Los hermanos Karamasov —aunque pienso que no fue bien visto por Dostoievski. El Pequeño Larousse ha aprendido, antes de tiempo, lo que hacemos los mayores, Y al Quijote de la Mancha, le dimos algunas ideas para tratar con su dulcinea. Por respeto a la moral y buenas costumbres, no habíamos invadido aún el pasillo de las religiones, pero encontré un rincón cerca del Antiguo Testamento, y pienso cometer sacrilegio la próxima vez que vea a Flora.
Llegué a la biblioteca con un ramo de rosas rojas y el ánimo enardecido, dispuesto a profanar con pasión el pasillo de las religiones; entré y escuché voces que alteraban el silencio natural del recinto; dirigí la mirada hacia el origen del ruido y… ¡me aterré! Vi a Flora  flanqueada por dos policías, con la blusa desabrochada, los senos desbordantes y en la mano, ¡su brasiere blanco pushup, que la hacía ver esplendorosa cuando la desvestía en los pasillos. Se movía de un lado a otro, queriendo zafarse. Atrás de ellos, otros dos gendarmes arrastraban a un individuo con los pantalones a las rodillas. Quise intervenir, salvar a mi amada, pero la autoridad me avasalló, subieron a ambos en la patrulla y arrancaron precipitadamente.
            Consternado, fuí con la bibliotecaria a preguntar qué pasaba:

            ¾Mire, señor, la señorita ejercía su oficio dentro de la biblioteca. Aquí captaba a la clientela y se ahorraba el costo del hotel, trabajando en los pasillos. Sospechábamos, pero hasta ahora la ubicamos trabajando en el pasillo de religiones. ¡Qué sacrilegio…! ¿No?

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