Mi noche, la noche de
veintidós años
El
tiempo pierde su poder cuando
el recuerdo redime al pasado…
Herbert Marcuse
La
oscuridad se ocupó de mí; me cubrió con su negra sombra eclipsando los sentidos;
el fuego consumió el cuerpo físico tornando el mundo hacia un ambiente diferente:
inerte, inmóvil; sin sonidos, ni luz. La
desesperación al saberme muerto me perturbó, sin embargo esa sensación derivó con
el tiempo a una conformidad y placidez estática que me relaja y conforta,
permitiendo hacer introspecciones de mi vida.
Siempre
me sentí orgulloso de que el mundo me llamara: El padre de la nueva izquierda,
gracias a mis críticas a la sociedad capitalista ¾en mi libro “El hombre unidimensional”¾, y al ser portador
del espíritu de lucha de los estudiantes de los años sesenta del siglo pasado.
Llevo tanto tiempo acumulando polvo,
que se me agotaron los temas de
meditación;
“Jamás se había detenido a
pensar en lo inauditas que son las noches; en lo descomunales que son…”*
En mi
inmovilidad, me desespero por no encontrar una solución a lo que resta de mi
presencia física en este mundo, y en efecto estoy viviendo una descomunal
noche: una noche de veintidós años.
Morí en Baviera en julio de 1979, me cremaron en Austria
y enviaron las cenizas vía aérea a New Haven, Estados Unidos. Mi viuda falleció también, sin poder indicar mi destino
al mundo. Ahora soy
cenizas dentro de una urna funeraria abandonada en la estantería de una funeraria.
¡Estoy perdido! ¡Es estúpido que me encuentre en éste limbo! ¡Soy Marcuse, el
filósofo! ¡El revolucionario!¡¿Cómo hacen unas cenizas perdidas para encontrar
su lugar de reposo?!
Oyó la voz
tronante y grave de su mentor, Carlos Marx, decirle:
—Mi querido Herbert,
me extraña que a un filosofo de tu capacidad no se le haya ocurrido
utilizar los medios modernos de comunicación para envíale un mensaje a tu
nieto. ¡Actualízate, Marcuse!
Harold Marcuse encontró en
su buzón electrónico el mensaje de un profesor belga que deseaba saber dónde se
había enterrado a su abuelo. Intrigado, se puso a investigar y después de
varios meses, detectó la funeraria.
El empleado revisó los anaqueles
antiguos y encontró la urna arrinconada, debajo de otras, grises de polvo y
cubierta por telarañas.
¡Por fin, a descansar!... ¡Gracias, Carlos!, ¡gracias
Harold! Ahora sí, a convivir con Wilhem, Hegel y Bretch, y a dialogar sobre lo
que ahora sí, ya sabemos… la vida y el más acá.
* Francisco Tario
No hay comentarios:
Publicar un comentario