martes, 10 de enero de 2017

Mi noche, la noche de veintidos años

Mi noche, la noche de veintidós años



El tiempo pierde su poder cuando
 el recuerdo redime al pasado…
 Herbert Marcuse

La oscuridad se ocupó de mí; me cubrió con su negra sombra eclipsando los sentidos; el fuego consumió el cuerpo físico tornando el mundo hacia un ambiente diferente: inerte,  inmóvil; sin sonidos, ni luz. La desesperación al saberme muerto me perturbó, sin embargo esa sensación derivó con el tiempo a una conformidad y placidez estática que me relaja y conforta, permitiendo hacer introspecciones de mi vida.
Siempre me sentí orgulloso de que el mundo me llamara: El padre de la nueva izquierda, gracias a mis críticas a la sociedad capitalista ¾en mi libro “El hombre unidimensional”¾, y  al ser portador del espíritu de lucha de los estudiantes de los años sesenta del siglo pasado.
            Llevo tanto tiempo acumulando polvo, que se  me agotaron los temas de meditación;
“Jamás se había detenido a pensar en lo inauditas que son las noches; en lo descomunales que son…”*
 En  mi inmovilidad, me desespero por no encontrar una solución a lo que resta de mi presencia física en este mundo, y en efecto estoy viviendo una descomunal noche: una noche de veintidós años.
Morí en Baviera en julio de 1979, me cremaron en Austria y enviaron las cenizas vía aérea a New Haven, Estados Unidos. Mi viuda  falleció también, sin poder indicar mi destino al mundo. Ahora soy cenizas dentro de una urna funeraria abandonada en la estantería de una funeraria. ¡Estoy perdido! ¡Es estúpido que me encuentre en éste limbo! ¡Soy Marcuse, el filósofo! ¡El revolucionario!¡¿Cómo hacen unas cenizas perdidas para encontrar su lugar de reposo?!
Oyó la voz tronante y grave de su mentor, Carlos Marx, decirle:
Mi querido Herbert,  me extraña que a un filosofo de tu capacidad no se le haya ocurrido utilizar los medios modernos de comunicación para envíale un mensaje a tu nieto. ¡Actualízate, Marcuse!
Harold Marcuse encontró en su buzón electrónico el mensaje de un profesor belga que deseaba saber dónde se había enterrado a su abuelo. Intrigado, se puso a investigar y después de varios meses, detectó la funeraria.
           
El empleado revisó los anaqueles antiguos y encontró la urna arrinconada, debajo de otras, grises de polvo y cubierta por telarañas.
¡Por fin, a descansar!... ¡Gracias, Carlos!, ¡gracias Harold! Ahora sí, a convivir con Wilhem, Hegel y Bretch, y a dialogar sobre lo que ahora sí, ya sabemos… la vida y el más acá.
* Francisco Tario   


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