Amor
adolescente
Jorge Llera
Transitábamos por aquel
camino empedrado que se perdía a lo lejos en la arborescencia de los añosos
árboles. Esa tarde la lluvia había precedido el encuentro, enriqueciendo
nuestro paseo con humedad y olor penetrante a tierra mojada. La lentitud al
andar nos permitía evadir los charcos y acercar los cuerpos. El roce ocasional de
las piernas levantaba la breve falda tableada, y erotizaba mis sentidos al admirar de soslayo la tersura
juvenil de la piel en los muslos. Al acercarme a besarte con ternura el cuello percibí
sutilmente un aroma volátil emanando de tu grácil figura, y lo inhalé hirviendo
de pasión. Entrelacé fuertemente los dedos, emulando nuestras piernas en la
unión de los cuerpos, o como las ramas, en la oscuridad cómplice del follaje.
Recargados en el ahuecado árbol que arropaba
nuestro romance te di un amoroso beso, mientras las manos sedientas de calor
exploraban tu intimidad con la delicadeza del colibrí succionando la miel en la
flor turgente del caluroso verano.
Manifesté de manera torpe, con palabras
cortadas, lo que mis sentidos vociferaban ansiosamente: ¡Te quiero!, ¡te quiero, tanto!.. ¡Es un amor tan candente, que el mismo
infierno, se avergonzaría de su frialdad!…
Los rayos oblicuos del atardecer alargaron
las sombras, que reptaron lentas alcanzando nuestros cuerpos. Con brusquedad separaste
el cuerpo de las caricias amorosas, la falda volvió a deslizarse sobre las
piernas y, dijiste con nerviosismo:
¾Me
tengo que ir, es muy tarde, mis padres estarán preocupados… Una apresurada
carrera, alejo tu imagen, y con pesadumbre la vi alejarse acompasada con el
vaivén de la falda y el movimiento sincrónico de las calcetas blancas. Alterado,
abracé el tronco protector del árbol alcahuete que nos cobijó con deleite. Descansé
mi cabeza en su corteza, y lloré amargamente mi frustración.
Caminé, caminé y caminé, hasta que la
frialdad de la noche entibió el ánimo y pude ir a casa con el ánimo de
descanzar.
Las
piernas largas de Natalia me abrasaban al enlazarme con fruición. El sudor de
ambos, como lubricante salado y viscoso,
facilitaba el deslizamiento de los
cuerpos. Levanté mi torso sin separarme y vi su rostro sonriente
enmarcado por la cabellera castaña, desparramada en una medusa sensual entre
los blancos almohadones que acolchaban nuestros movimientos. Sus pequeños senos
moviéndose armónicamente, balanceaban cerezas en una provocación implícita a
degustarlas. Con delicados movimientos de la lengua lo hice, lenta y
ligeramente en forma circular, alterna, y continuada, hasta que enhiestas me
pidieron las succionara… Nuestros simultáneos quejidos aumentaron la
excitación, confundiéndonos en un solo cuerpo cuando el paroxismo amatorio estalló.
Me
levanté temprano, quité la ropa de cama, la
metí a la lavadora, y bajé a desayunar con el ánimo alegre de un día soleado.
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