domingo, 28 de julio de 2013

La conseja, te aconseja...




La conseja, te aconseja…



Existe cierta iglesia en el Distrito Federal, llamada de La inmaculada Concepción, mejor conocida por “La Conchita”, ubicada en el antiguo barrio de Coyoacán y considerada la primera iglesia cristiana de América. Rodeada de árboles ancestrales, es aún el resguardo permanente de historias, vidas y pasiones, apresadas como los libros lo hacen con los pensamientos.
            La historia me la contó mi abuelo y a él el suyo, que la había escuchado relatar a los parientes ancianos cuando era aún niño.
            Sucedió que la hija quinceañera del Marqués Alonso de Rivas cacho, Doña Lucinda. Joven agraciada de cabello dorado como el metal que su padre extraía de las minas; de facciones delicadas y cuerpo grácil, contraería matrimonio con el Conde de Vivanco, recientemente llegado de la Madre Patria y emparentado con lo más selecto de la nobleza Ibérica. Un hombre viejo, obeso y calvo, que la única gracia que poseía era su dinero.
            El marqués necesitaba capital para abrir nuevas minas, el conde juventud para darle esplendor a su vejez y la moneda de cambio era inmejorable.
            Lucinda de Rivas cacho y Buelga, estaba enamorada de un joven militar que la esperaba todos los días en la iglesia de “La Conchita”  en la misa de las ocho; se sentaba tras de ella y aprovechaban esos escasos momentos para platicar. La nana que la acompañaba era  cómplice  en la secrecía de ese amor y del intercambio de largas diálogos sentimentales, en un romance epistolar exacerbado  de pasión por  la clandestinidad.
            Francisco Javier de Montellanos contaba con dieciocho años cuando la conoció en una reunión familiar, invitado por el primo de Lucinda. La atracción fue mutua y decidieron frecuentarse. La rigidez de costumbres que el marqués establecía en la vida de sus hijos  hacían imposible el recibimiento de pretendientes  en su residencia.
            La decisión del padre abrumó a Lucinda, la sumió en el llanto y la depresión; incapaz de rebelarse,  le suplicó su salvación a Francisco Javier en una misiva entregada por su nana.
            El día de la boda “La Conchita” estaba adornada con sus mejores galas, sus ornamentos de un barroco tardío, resplandecían dando a la pequeña iglesia realce y distinción con su altar y retablos plenos de circunvoluciones.
            Se oyó el traqueteo de  la carroza acercándose y el sonido acompasado de los cascos de los caballos. Bajó la novia elegantemente vestida con un vestido amplio y  largo, que arrastraba la vileza de los negocios en evolución y la nula valoración de la prenda. Una mantilla cubría la palidez de su rostro demacrado y la desilusión marcaba su caminar pausado y tambaleante . La iglesia estaba saturada de alcurnia, buenas costumbres, prosperidad e hipocresía.
            A la mitad de la misa, cuando el sacerdote solicitaba le dijeran si estaban de acuerdo en unir sus vidas en matrimonio, se escuchó el ruido de los cascos de caballo sobre las baldosas de la iglesia y el relinchido de varios caballos obligados a avanzar sobre la multitud. Llegó al pié del altar, le tendió los brazos y la subió de un tirón en las ancas de su caballo, ante el estupor del padre y el conde de Vivanco. Espueleó al animal y girando sobre las patas, salió a galope de la iglesia seguido de sus camaradas. De los amantes no se volvió a saber nada, pero cuenta la leyenda que se fugaron hacia la Nueva Santander y procrearon una extensa familia.
            Desde entonces el consejo que se da a los hombres que se casan en esta iglesia, es  que si quieres a tu mujer, hay que entrar con el lazo de antemano puesto, no sea que te la vayan a quitar de las manos.


miércoles, 24 de julio de 2013

Sepelio en familia







Sepelio en familia


Hasta eso lo hizo de mala leche, morirse en viernes de Semana Santa. Me hace pensar que lo programó para mortificarnos. Todo pasó tan de repente que no supimos cómo reaccionar. Bueno, creo que sucede así, no estamos preparados  para lo inevitable. Su enfermedad crónica lo estaba acabando y el doctor había dicho que era cosa de días. Sin embargo nos tomó por sorpresa. ¡Pero a quién se le ocurre morirse en Viernes Santo! ¡Qué inconsecuencia!
            El infarto le pegó en la tina cuando mi suegra lo enjabonaba; agachó la cabeza y se recostó sobre sus hombros. Asustada, nos gritó y llegamos corriendo; empuñaba la regadera manual, meneándola para todo lados y daba alaridos: -¡se murió mi Pancho! ¡Se murió!... Cuando llegamos al cuerpo, ya estábamos los dos empapados igual que todo el baño.  Ayudándonos de la cortina del baño, lo tendimos en el piso. Tenía los ojos desorbitados y un grito interrumpido en medio de la boca, desfigurada por el rictus de incredulidad de que le hubieran ganado esta partida. ¡Como no le gustaba perder…tal vez aún no lo creía!
            Podría no estar muerto, por eso me lancé sobre él a darle respiración artificial, al tiempo que lo estimulaba  apoyándome sobre su tórax . Ahora me lo critican, pero era lo menos que podía hacer por mi suegro en desgracia.
            Ofelia tuvo razón cuando me gritó con desesperación: -¡No Juan! ¡No lo revivas! ¡No lo revivas! Pensaba  en su madre y en los años de cuidado diarios que le prodigaban al ahora difunto. La verdad, era un cabrón machista y desconsiderado que exigía a toda hora que se le atendiera. En el supuesto caso de haberlo revivido, iba a quedar en peores condiciones en las que estaba y ¿Quién lo iba cuidar? ¡Pues mi suegra, mi esposa y yo!
            Ofelia fue sabia, tomó la decisión correcta.
            En la confusión, llamamos al médico familiar y nos indicó que le pusiéramos de inmediato un pañal, le selláramos los párpados con  una gota de pegamento de contacto, lo vistiéramos rápido antes que lo impidiera el rigor mortis y fuéramos por el acta de defunción. Ahí fue cuando reaccionó mi suegra gritando: ¡No a mi Pancho, no le pondrán pegamento en los ojos! ¡Sobre mi cadáver! Fueron inútiles los intentos por convencerla, por lo que tuvimos que hacerlo cuando ella se descuidó. En el tiempo que tardamos con la discusión, resultó también innecesario el pañal.
            ¿Qué iba a hacer?  lavaba el baño o a Pancho. Hice acopio de mi solidaridad y opté por lo primero, mientras Ofelia y mi suegra volvían a asear a Pancho.
            Ya con sus miembros rígidos, lo llevamos a la recámara para que lo vistieran. La suegra insistió que le pusieran una camisetita, porque le iba a dar frío. –Mamá, si lo vamos a cremar ¿cuál frío? -le dijo Ofelia. También-que le iba a darotasfr miembros r el baño,as que estaba. Y ¿Quiue de lado. No pidió que lo vistieran  con su ropa vaquera: chaleco, botas y sombrero, porque así se iba a sentir a gusto. Y ¿qué caso tenía contradecirla?
            Arrastrado lo trasladamos al comedor y con grandes esfuerzos lo subimos a la mesa. -Hubiera sido mejor dejarlo en el suelo ¿no?- ¡No!, no lo hubiera permitido la suegra porque el suelo estaba muy frío, Ahí quedó: Oliendo a loción, con los ojos cerrados,  presumiendo su bigote ancho y abundante que cubría el frente de la nariz y terminaba en dos rizos en cada punta que lindaban con las comisuras de la boca. De vaquero, con una pañoleta alrededor de la cabeza sosteniéndole la mandíbula, sus mejores botas y el sombrero en el pecho sobre sus brazos cruzados. Todo un galán. Hacía mucho tiempo que no se peinaba.
            Mi suegra exigió la velación de Pancho en la casa ¿Por qué lo íbamos a llevar a un lugar dónde ni lo conocían? Y que nos esperáramos a que llegaran todos los hermanos para cremar el cuerpo. Contraté los servicios funerarios en la única agencia abierta en el pueblo. Llegó el servicio con un operario cargado de múltiples cruces, flores y el ataúd. Inyectaron el cuerpo para que resistiera sin descomponerse, trataron de maquillarlo, y mi suegra los paró en seco: -¡No, Pancho nunca lo permitiría, deshonran su hombría!- Bueno, más era lo que presumía mi suegro, que lo que era. Yo lo vi esconderse durante los pleitos en las cantinas.
            Abrimos el ataúd para meter el cuerpo y… ¡el forro era de color rosa! -¿¡Cómo  rosa!? -¡Pancho va a revivir del coraje! Pues se tendrá que aguantar, sólo es un rato, es el único que había, era Viernes Santo -le dije al oído. Quedó sobre la mesa; pusimos al pié del féretro un cirio en cada esquina, múltiples flores y su retrato montando a su mejor caballo.
            No acabamos de ubicar el escenario, cuando comenzaron a llegar decenas de personas del pueblo a darnos las condolencias y …¡Arráncate por comida y a preparar café! No conocíamos a ninguna, pero así es en el pueblo, les vienen a llorar a los muertitos como si fueran a una corrida de toros.
            Los hermanos no llegaban, el cuerpo comenzaba a oler mal y para el colmo, nos dijeron en las iglesias que visitamos que no podría haber misa hasta el lunes siguiente. ¡Por supuesto la suegra no permitía que lo cremaran sin que le hubieran hecho una misa de cuerpo presente! Los de la funeraria nos indicaron que no abriéramos el ataúd, porque el olor sería insoportable.
            Y llegaron los hermanos, cansados de un viaje largo amenizado con  innumerables cervezas. Todos respetaron la orden de no abrir el ataúd menos la Cuca, que con gritos, llantos y balbuceos se acercó, lo abrió y se metió en él, abrazando a un Pancho hinchado y oloroso hasta la náusea. Nuevamente Ofelia, con su cordura correspondiente, le espetó: ¡En vida es cuando te necesitaba, no ahora ¿Cuántas veces te  llamé para decirte que estaba próximo a la muerte y ni contestaste? ¡Sal de ahí, payasa!...
            Todos se alojaron en nuestra casa, la inefable hospitalidad de la hermana me hizo dormir en la cocina. Los niños corrían alrededor del féretro, los adultos comían y bebían. Las carcajadas y los chistes abarrotaban el espacio y Pancho, incómodo en su ataúd… oyendo sin oír.
            Por fin, el lunes se ofició la misa en un cuarto oliendo a los litros de lavanda desparramada en el piso, mezclada con el hedor de una vida consumida ¿Será que los pecados apestan después de varios días? Porque a eso olía, a una vida plena de pecados.
            Por fin se cremó y mis cuñados acompañaron el crujir del cuerpo con tragos de tequila y mezcal y como era tiempo de vacaciones de sus hijos, aprovecharon la ocasión para acompañarnos durante toda la semana.
            Mi suegra sigue lamentando la muerte de su marido en un crucero por las islas griegas y yo queriendo a mi Ofelia, sin la carga paterna y, afortunadamente, con su familia lejos.