ATRACCIÓN
FATAL
Entró rápidamente y cerró de golpe la puerta
comprobando que ninguna se hubiera colado. Con el matamoscas en la mano,
excitado por la gran batalla recientemente terminada, volteó la cabeza de un
lado a otro de la habitación para comprobar que estaba solo; recorrió la sala
buscando a las enemigas tras cortinas y muebles. Cansado, se dejó caer en el
sillón individual en el que aposentaba todas las tardes sus neurosis; con
cuidado las acicaló y maquilló durante
varias horas, solazándose en sus miedos y
temores. Después de analizar durante algún tiempo su situación, llegó a
la conclusión que era víctima desde joven de una consigna en su contra por
parte de las moscas domésticas. Siempre se había sentido acosado; desde pequeño
sostuvo una lucha permanente contra de ellas.
Por alguna extraña razón las atraía
en los lugares abiertos, formándose una nube negra que en vaivén de direcciones
lo envolvía en su caminar, lo habitaban, mordían, zumbaban y aturdían hasta la
desesperación; corría y se resguardaba en el primer lugar cubierto que
encontraba.
Trabajaba en lugares cerrados y
controlados, siempre con su inseparable matamoscas al lado. Se refugiaba en su
casa y descansaba mientras las ventanas se ennegrecían esperando pacientemente
su salida diurna.
Fumigó regularmente la casa y
utilizó insecticidas con resultados más breves cada vez, en la medida en que se
hacían invulnerables. Siempre volvían, persistían e incrementaban su número, a
pesar de los combates.
Su caso fue conocido e investigado
por los laboratorios interesados en el control de insectos. Después de meses,
determinaron que su cuerpo producía una proteína con fuerte atractivo sexual
para los dípteros y que el aire esparcía el aroma a kilómetros de distancia. El olor se impregnaba
en ropa y en habitaciones.
Fue contratado por la empresa como sujeto de estudio y cambió su residencia
a un albergue preparado al lado del laboratorio
donde se hacían las pruebas. Trataron de que tuviera todas las
comodidades posibles y que viviera como
en su departamento lo hacía.
Por las mañanas, le practicaban
estudios y exámenes en recintos cerrados, con multitud de moscas que sacaban de
dos grandes criaderos cubiertos de malla al fondo del laboratorio. Le tenían
prohibido acercarse a ese lugar porque conforme su cercanía, el movimiento se
incrementaba cimbrando fuertemente las paredes y el zumbido aumentaba hasta
hacerse insoportable.
Tres meses llevaban los estudios, se
aburría terriblemente después de que se quedaba solo; leía, veía la televisión
y caminaba alrededor de su departamento, pero no bastaba. Le gustaba saberse
poderoso, ver que dominaba el ruido y el movimiento de las moscas al hostigarlas,
como ellas habían hecho con él toda su vida.
Una noche lo hizo, se acercó para
ver el nivel máximo de excitación que lograba en ellas, disfrutar su impotencia
de poder acosarlo, sentir la frustración que les causaba al no poder acercarse
a él; gozar con el cimbrar ondulante de las paredes, con el aumento del zumbido
amenazante. Disfrutaba incitar el aumento y disminución de la intensidad del
sonido. Quiso enloquecerlas acercándose más, vengarse del sufrimiento de toda
una vida. El choque constante de la gran masa negra contra las paredes,
estremeciéndolas con movimientos violentos y estruendosos, ensordecedores, le
hacía sentirse poderoso, dominante; y le producía un placer enorme el cambiar
los papeles: de acosado a acosador.
Cuando observaba la máxima exacerbación del enemigo,
percibió el escape de algunos insectos por una
pequeño desgarre de la malla. Con horror, comenzó a ver como se ampliaba
la hendidura en la contención, y nubes negras con sonido perturbador, invadir las
paredes, techos y pisos del laboratorio; sintió al instante, el acoso a su cuerpo y cara; las mordeduras a su piel, el
bloqueo de sus ojos impidiendo se cerraran; la obstrucción de oídos, nariz y
boca; la dificultad para respirar: aulló de dolor al ser atacado masivamente, y
corrió desesperado, haciendo esfuerzos inútiles con las manos por desembarazarse
de las agresoras.
Acosado
por miles de enloquecidas moscas que lo cubrían por completo con una costra
negra, móvil y zumbante, corrió
desaforado hasta el departamento, con la esperanza de resguardarse en él hasta que llegaran a liberarlo, sin acordarse que
había dejado la puerta abierta. Entró trastabillando, cerró de golpe la
habitación, y una inmensa nube oscura,
con un sonido sordo y abrumador lo incorporó
a ella, ahogando sus desesperados
alaridos…
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