Sepelio
en familia
Hasta eso lo hizo de mala leche, morirse en viernes de Semana
Santa. Me hace pensar que lo programó para mortificarnos. Todo pasó tan de
repente que no supimos cómo reaccionar. Bueno, creo que sucede así, no estamos
preparados para lo inevitable. Su enfermedad
crónica lo estaba acabando y el doctor había dicho que era cosa de días. Sin
embargo nos tomó por sorpresa. ¡Pero a quién se le ocurre morirse en Viernes Santo!
¡Qué inconsecuencia!
El infarto
le pegó en la tina cuando mi suegra lo enjabonaba; agachó la cabeza y se
recostó sobre sus hombros. Asustada, nos gritó y llegamos corriendo; empuñaba
la regadera manual, meneándola para todo lados y daba alaridos: -¡se murió mi Pancho!
¡Se murió!... Cuando llegamos al cuerpo, ya estábamos los dos empapados igual
que todo el baño. Ayudándonos de la
cortina del baño, lo tendimos en el piso. Tenía los ojos desorbitados y un
grito interrumpido en medio de la boca, desfigurada por el rictus de incredulidad
de que le hubieran ganado esta partida. ¡Como no le gustaba perder…tal vez aún
no lo creía!
Podría no
estar muerto, por eso me lancé sobre él a darle respiración artificial, al
tiempo que lo estimulaba apoyándome
sobre su tórax . Ahora me lo critican, pero era lo menos que podía hacer por mi
suegro en desgracia.
Ofelia tuvo
razón cuando me gritó con desesperación: -¡No Juan! ¡No lo revivas! ¡No lo
revivas! Pensaba en su madre y en los
años de cuidado diarios que le prodigaban al ahora difunto. La verdad, era un
cabrón machista y desconsiderado que exigía a toda hora que se le atendiera. En
el supuesto caso de haberlo revivido, iba a quedar en peores condiciones en las
que estaba y ¿Quién lo iba cuidar? ¡Pues mi suegra, mi esposa y yo!
Ofelia fue
sabia, tomó la decisión correcta.
En la
confusión, llamamos al médico familiar y nos indicó que le pusiéramos de
inmediato un pañal, le selláramos los párpados con una gota de pegamento de contacto, lo
vistiéramos rápido antes que lo impidiera el rigor mortis y fuéramos por el
acta de defunción. Ahí fue cuando reaccionó mi suegra gritando: ¡No a mi
Pancho, no le pondrán pegamento en los ojos! ¡Sobre mi cadáver! Fueron inútiles
los intentos por convencerla, por lo que tuvimos que hacerlo cuando ella se
descuidó. En el tiempo que tardamos con la discusión, resultó también
innecesario el pañal.
¿Qué iba a
hacer? lavaba el baño o a Pancho. Hice
acopio de mi solidaridad y opté por lo primero, mientras Ofelia y mi suegra
volvían a asear a Pancho.
Ya con sus
miembros rígidos, lo llevamos a la recámara para que lo vistieran. La suegra
insistió que le pusieran una camisetita, porque le iba a dar frío. –Mamá, si lo
vamos a cremar ¿cuál frío? -le dijo Ofelia. También pidió que lo vistieran con su ropa vaquera: chaleco, botas y
sombrero, porque así se iba a sentir a gusto. Y ¿qué caso tenía contradecirla?
Arrastrado
lo trasladamos al comedor y con grandes esfuerzos lo subimos a la mesa. -Hubiera
sido mejor dejarlo en el suelo ¿no?- ¡No!, no lo hubiera permitido la suegra
porque el suelo estaba muy frío, Ahí quedó: Oliendo a loción, con los ojos
cerrados, presumiendo su bigote ancho y
abundante que cubría el frente de la nariz y terminaba en dos rizos en cada
punta que lindaban con las comisuras de la boca. De vaquero, con una pañoleta
alrededor de la cabeza sosteniéndole la mandíbula, sus mejores botas y el
sombrero en el pecho sobre sus brazos cruzados. Todo un galán. Hacía mucho
tiempo que no se peinaba.
Mi suegra
exigió la velación de Pancho en la casa ¿Por qué lo íbamos a llevar a un lugar
dónde ni lo conocían? Y que nos esperáramos a que llegaran todos los hermanos
para cremar el cuerpo. Contraté los servicios funerarios en la única agencia
abierta en el pueblo. Llegó el servicio con un operario cargado de múltiples
cruces, flores y el ataúd. Inyectaron el cuerpo para que resistiera sin descomponerse,
trataron de maquillarlo, y mi suegra los paró en seco: -¡No, Pancho nunca lo
permitiría, deshonran su hombría!- Bueno, más era lo que presumía mi suegro, que
lo que era. Yo lo vi esconderse durante los pleitos en las cantinas.
Abrimos el
ataúd para meter el cuerpo y… ¡el forro era de color rosa! -¿¡Cómo rosa!? -¡Pancho va a revivir del coraje! Pues
se tendrá que aguantar, sólo es un rato, es el único que había, era Viernes
Santo -le dije al oído. Quedó sobre la mesa; pusimos al pié del féretro un
cirio en cada esquina, múltiples flores y su retrato montando a su mejor
caballo.
No acabamos
de ubicar el escenario, cuando comenzaron a llegar decenas de personas del
pueblo a darnos las condolencias y …¡Arráncate por comida y a preparar café! No
conocíamos a ninguna, pero así es en el pueblo, les vienen a llorar a los
muertitos como si fueran a una corrida de toros.
Los
hermanos no llegaban, el cuerpo comenzaba a oler mal y para el colmo, nos
dijeron en las iglesias que visitamos que no podría haber misa hasta el lunes
siguiente. ¡Por supuesto la suegra no permitía que lo cremaran sin que le
hubieran hecho una misa de cuerpo presente! Los de la funeraria nos indicaron
que no abriéramos el ataúd, porque el olor sería insoportable.
Y llegaron
los hermanos, cansados de un viaje largo amenizado con innumerables cervezas. Todos respetaron la
orden de no abrir el ataúd menos la Cuca, que con gritos, llantos y balbuceos
se acercó, lo abrió y se metió en él, abrazando a un Pancho hinchado y oloroso
hasta la náusea. Nuevamente Ofelia, con su cordura correspondiente, le espetó: ¡En
vida es cuando te necesitaba, no ahora ¿Cuántas veces te llamé para decirte que estaba próximo a la
muerte y ni contestaste? ¡Sal de ahí, payasa!...
Todos se
alojaron en nuestra casa, la inefable hospitalidad de la hermana me hizo dormir
en la cocina. Los niños corrían alrededor del féretro, los adultos comían y
bebían. Las carcajadas y los chistes abarrotaban el espacio y Pancho, incómodo
en su ataúd… oyendo sin oír.
Por fin, el
lunes se ofició la misa en un cuarto oliendo a los litros de lavanda
desparramada en el piso, mezclada con el hedor de una vida consumida ¿Será que
los pecados apestan después de varios días? Porque a eso olía, a una vida plena
de pecados.
Por fin se cremó
y mis cuñados acompañaron el crujir del cuerpo con tragos de tequila y mezcal y
como era tiempo de vacaciones de sus hijos, aprovecharon la ocasión para
acompañarnos durante toda la semana.
Mi suegra
sigue lamentando la muerte de su marido en un crucero por las islas griegas y
yo queriendo a mi Ofelia, sin la carga paterna y, afortunadamente, con su
familia lejos.
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