La
conseja, te aconseja…
Existe cierta iglesia en el Distrito Federal,
llamada de La inmaculada Concepción, mejor conocida por “La Conchita”, ubicada
en el antiguo barrio de Coyoacán y considerada la primera iglesia cristiana de
América. Rodeada de árboles ancestrales, es aún el resguardo permanente de
historias, vidas y pasiones, apresadas como los libros lo hacen con los pensamientos.
La
historia me la contó mi abuelo y a él el suyo, que la había escuchado relatar a
los parientes ancianos cuando era aún niño.
Sucedió
que la hija quinceañera del Marqués Alonso de Rivas cacho, Doña Lucinda. Joven
agraciada de cabello dorado como el metal que su padre extraía de las minas; de
facciones delicadas y cuerpo grácil, contraería matrimonio con el Conde de Vivanco,
recientemente llegado de la Madre Patria y emparentado con lo más selecto de la
nobleza Ibérica. Un hombre viejo, obeso y calvo, que la única gracia que poseía
era su dinero.
El
marqués necesitaba capital para abrir nuevas minas, el conde juventud para
darle esplendor a su vejez y la moneda de cambio era inmejorable.
Lucinda
de Rivas cacho y Buelga, estaba enamorada de un joven militar que la esperaba
todos los días en la iglesia de “La Conchita”
en la misa de las ocho; se sentaba tras de ella y aprovechaban esos
escasos momentos para platicar. La nana que la acompañaba era cómplice en la secrecía de ese amor y del intercambio
de largas diálogos sentimentales, en un romance epistolar exacerbado de pasión por
la clandestinidad.
Francisco
Javier de Montellanos contaba con dieciocho años cuando la conoció en una
reunión familiar, invitado por el primo de Lucinda. La atracción fue mutua y decidieron
frecuentarse. La rigidez de costumbres que el marqués establecía en la vida de
sus hijos hacían imposible el recibimiento
de pretendientes en su residencia.
La
decisión del padre abrumó a Lucinda, la sumió en el llanto y la depresión;
incapaz de rebelarse, le suplicó su salvación
a Francisco Javier en una misiva entregada por su nana.
El
día de la boda “La Conchita” estaba adornada con sus mejores galas, sus
ornamentos de un barroco tardío, resplandecían dando a la pequeña iglesia realce
y distinción con su altar y retablos plenos de circunvoluciones.
Se
oyó el traqueteo de la carroza
acercándose y el sonido acompasado de los cascos de los caballos. Bajó la novia
elegantemente vestida con un vestido amplio y
largo, que arrastraba la vileza de los negocios en evolución y la nula
valoración de la prenda. Una mantilla cubría la palidez de su rostro demacrado
y la desilusión marcaba su caminar pausado y tambaleante . La iglesia estaba saturada
de alcurnia, buenas costumbres, prosperidad e hipocresía.
A la
mitad de la misa, cuando el sacerdote solicitaba le dijeran si estaban de
acuerdo en unir sus vidas en matrimonio, se escuchó el ruido de los cascos de
caballo sobre las baldosas de la iglesia y el relinchido de varios caballos
obligados a avanzar sobre la multitud. Llegó al pié del altar, le tendió los
brazos y la subió de un tirón en las ancas de su caballo, ante el estupor del
padre y el conde de Vivanco. Espueleó al animal y girando sobre las patas, salió
a galope de la iglesia seguido de sus camaradas. De los amantes no se volvió a
saber nada, pero cuenta la leyenda que se fugaron hacia la Nueva Santander y
procrearon una extensa familia.
Desde
entonces el consejo que se da a los hombres que se casan en esta iglesia,
es que si quieres a tu mujer, hay que
entrar con el lazo de antemano puesto, no sea que te la vayan a quitar de las
manos.
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