jueves, 8 de agosto de 2013

Destino




Destino


La enfermedad ha sido larga y destructora. Poco a poco me he ido consumiendo en una guerra contra un enemigo imbatible con las armas de la actual tecnología, mi organismo se ha rendido y al capitular, mis ejércitos corporales abandonan los campos de batalla en franca deserción y en desbandada rehúyen al combate. Los médicos ya me han desahuciado y mi esposa e hijos me acompañan en estos últimos momentos. No siento dolor; una apacible calma me relaja y lleva lentamente con mi consentimiento hacia esa luz que va creciendo en tamaño e intensidad en el horizonte próximo. Tal vez, el único sentimiento que nace desde mi interior es de tristeza, al abandonar las vidas de mis seres queridos y desvestirme de sus afectos como última acción antes de irme como llegué, desnudo.
            Traspasé el umbral de la luz brillante, enceguecedora y atractiva que cobija mi caminar y comienzo a vislumbrar formas en la lejanía a las que voy acercándome.
            Un viento frío circunda y agita mi espíritu, como cuando paseaba en el otoño por aquel gran parque cercano a la casa. Ahora siento que mis pies se apoyan sobre la arcilla de la vereda que  conduce al lago transparente que solía visitar. Escucho los sonidos característicos de esta gran ciudad al otro lado de la avenida, con una nitidez como en la vida nunca los había oído. Distingo con precisión, los olores de las plantas y la humedad del camino; el aroma de  alimentos que están consumiendo en las cercanías. Llegan a mi mente  imágenes  palatables que me  hacen salivar y activan el deseo de comer. Es raro, porque desde que me alimentaban por sonda en el hospital, no había tenido esa sensación de hambre y vacío en el estómago.
            La vereda me acercó a pocos metros de la orilla del lago y observé que en sentido contrario a mí, venía circulando una señora alta y delgada, vestida conservadoramente, paseando una bella perra Cocker Spaniel color miel, de largas orejas, pelo rizado y ojos café oscuro, que me miró soñadoramente y levantando su pequeño hocico, me olfateó a distancia cuando la dama le dio un  tirón a su correa y la obligó a seguir de frente. Me dejó estupefacto, y moviendo la cola, la seguí con la mirada hasta que se perdieron en la distancia.
            ¿¡Moviendo la cola!?... Apresuradamente llegué al lago y  observé mi reflejo en el agua.
¡En la madre… ! Lo que vi, fue la imagen de un perro callejero, mezcla abstracta de diferentes razas: orejas paradas, pelambre manchado entre gris y café pardoso; chaparrón, flaco y panzón; ojos negros y saltones, que miraban con curiosidad y espanto, la imagen reflejada.
            ¿¡Cómo, convertido en perro!? No lo entendía, yo estaba convencido de lo que decía mi religión: “Cuando mueres, tu alma va al cielo si te portas bien o, al infierno si te portas mal”.  En esta religión occidental, no se convierte uno en animal, ¡eso no está considerado!, No soy budista. Aquí hubo un error y no sé con quién quejarme.
            Deprimido, pero acuciado por el hambre comencé a buscar comida. Husmeando, la localicé en un grupo que disfrutaba de un día de campo. Moviendo la cola en señal de amistad, me acerqué humildemente, con las orejas gachas, a una pata de pollo que me atraía tentadoramente con sus deliciosas emanaciones. Sentí una fuerte patada en el costillar que me levantó del suelo y provocó un aullido de dolor. Espantado huí, aunque el hambre voraz  me asediaba y obligó a buscar en botes de basura, afuera de las carnicerías y de los mercados. Ahí fue peor, porque invadí territorio ajeno y fui atacado y perseguido por jaurías que me mordieron, arañaron y revolcaron hasta hacerme huir en estampida.
            Ovillado al pie de un portón en una callejuela oscura, con hambre y frío, pensé: “Qué triste es la vida de nosotros los perros, que ancestralmente comenzamos como socios del humano en un trabajo común, para beneficio mutuo y en el transcurso del tiempo hemos sido sometidos a su capricho a cambio de alimento y en busca permanente del reconocimiento”. 
            Aguardé acostado sobre la banqueta a que los tres niños se acercaran; les agradecí el pedazo de pan y sus caricias, con lengüetadas en los brazos y agitando la cola. Esperé pacientemente a que terminaran de amarrar algo en ella y, percibí de inmediato el olor a chamuscado. Instantes después, me invadió un dolor intenso e insoportable, que me hizo enloquecer por las explosiones que me perseguían, provocando mi estampida. En un escape desaforado llegué al lago y refugié mi trasero humeante, calmando en parte el ardor. Adolorido, abatido, desconcertado y hambriento, crucé la calle lamentando mis desdichas y… escuche demasiado tarde el chirrido de las llantas del auto al tratar de frenar. Sentí el golpe y el paso del automóvil sobre mi cuerpo.
            - ¡Dále un buen palo para que avance! Éste burro viejo ya no quiere cargar, ya le tiemblan las patas por el peso, espero que aguante, todavía falta bastante camino para llegar.
            -“¡Nooo, otra vez!... ¿Será que esto es el infierno?”

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