Destino
La enfermedad ha sido larga y destructora. Poco a poco me he
ido consumiendo en una guerra contra un enemigo imbatible con las armas de la
actual tecnología, mi organismo se ha rendido y al capitular, mis ejércitos
corporales abandonan los campos de batalla en franca deserción y en desbandada
rehúyen al combate. Los médicos ya me han desahuciado y mi esposa e hijos me
acompañan en estos últimos momentos. No siento dolor; una apacible calma me
relaja y lleva lentamente con mi consentimiento hacia esa luz que va creciendo
en tamaño e intensidad en el horizonte próximo. Tal vez, el único sentimiento
que nace desde mi interior es de tristeza, al abandonar las vidas de mis seres
queridos y desvestirme de sus afectos como última acción antes de irme como
llegué, desnudo.
Traspasé el
umbral de la luz brillante, enceguecedora y atractiva que cobija mi caminar y
comienzo a vislumbrar formas en la lejanía a las que voy acercándome.
Un viento
frío circunda y agita mi espíritu, como cuando paseaba en el otoño por aquel
gran parque cercano a la casa. Ahora siento que mis pies se apoyan sobre la
arcilla de la vereda que conduce al lago
transparente que solía visitar. Escucho los sonidos característicos de esta
gran ciudad al otro lado de la avenida, con una nitidez como en la vida nunca
los había oído. Distingo con precisión, los olores de las plantas y la humedad
del camino; el aroma de alimentos que
están consumiendo en las cercanías. Llegan a mi mente imágenes palatables que me hacen salivar y activan el deseo de comer. Es
raro, porque desde que me alimentaban por sonda en el hospital, no había tenido
esa sensación de hambre y vacío en el estómago.
La vereda
me acercó a pocos metros de la orilla del lago y observé que en sentido
contrario a mí, venía circulando una señora alta y delgada, vestida
conservadoramente, paseando una bella perra Cocker Spaniel color miel, de
largas orejas, pelo rizado y ojos café oscuro, que me miró soñadoramente y
levantando su pequeño hocico, me olfateó a distancia cuando la dama le dio
un tirón a su correa y la obligó a
seguir de frente. Me dejó estupefacto, y moviendo la cola, la seguí con la
mirada hasta que se perdieron en la distancia.
¿¡Moviendo
la cola!?... Apresuradamente llegué al lago y
observé mi reflejo en el agua.
¡En la madre… ! Lo que vi, fue la imagen de un perro
callejero, mezcla abstracta de diferentes razas: orejas paradas, pelambre
manchado entre gris y café pardoso; chaparrón, flaco y panzón; ojos negros y
saltones, que miraban con curiosidad y espanto, la imagen reflejada.
¿¡Cómo, convertido en perro!? No lo
entendía, yo estaba convencido de lo que decía mi religión: “Cuando mueres, tu
alma va al cielo si te portas bien o, al infierno si te portas mal”. En esta religión occidental, no se convierte
uno en animal, ¡eso no está considerado!, No soy budista. Aquí hubo un error y
no sé con quién quejarme.
Deprimido,
pero acuciado por el hambre comencé a buscar comida. Husmeando, la localicé en
un grupo que disfrutaba de un día de campo. Moviendo la cola en señal de
amistad, me acerqué humildemente, con las orejas gachas, a una pata de pollo
que me atraía tentadoramente con sus deliciosas emanaciones. Sentí una fuerte
patada en el costillar que me levantó del suelo y provocó un aullido de dolor.
Espantado huí, aunque el hambre voraz me
asediaba y obligó a buscar en botes de basura, afuera de las carnicerías y de
los mercados. Ahí fue peor, porque invadí territorio ajeno y fui atacado y
perseguido por jaurías que me mordieron, arañaron y revolcaron hasta hacerme
huir en estampida.
Ovillado al
pie de un portón en una callejuela oscura, con hambre y frío, pensé: “Qué
triste es la vida de nosotros los perros, que ancestralmente comenzamos como
socios del humano en un trabajo común, para beneficio mutuo y en el transcurso
del tiempo hemos sido sometidos a su capricho a cambio de alimento y en busca
permanente del reconocimiento”.
Aguardé
acostado sobre la banqueta a que los tres niños se acercaran; les agradecí el
pedazo de pan y sus caricias, con lengüetadas en los brazos y agitando la cola.
Esperé pacientemente a que terminaran de amarrar algo en ella y, percibí de
inmediato el olor a chamuscado. Instantes después, me invadió un dolor intenso
e insoportable, que me hizo enloquecer por las explosiones que me perseguían,
provocando mi estampida. En un escape desaforado llegué al lago y refugié mi
trasero humeante, calmando en parte el ardor. Adolorido, abatido, desconcertado
y hambriento, crucé la calle lamentando mis desdichas y… escuche demasiado tarde
el chirrido de las llantas del auto al tratar de frenar. Sentí el golpe y el
paso del automóvil sobre mi cuerpo.
- ¡Dále un
buen palo para que avance! Éste burro viejo ya no quiere cargar, ya le tiemblan
las patas por el peso, espero que aguante, todavía falta bastante camino para
llegar.
-“¡Nooo,
otra vez!... ¿Será que esto es el infierno?”
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