viernes, 9 de agosto de 2013

La selva


La selva


Partieron de madrugada a localizar y deslindar un terreno en la selva. Caminaron por espacio de ocho horas rodeados de arboles tan altos y frondosos que escasamente permitían la entrada de los rayos solares. La vegetación  exuberante  envolvía sus rostros  al caminar y el  calor húmedo empapaba de sudor la ropa, que se pegaba a los cuerpos como una segunda piel. Los moscos, en permanente asedio contribuían a dificultar el desplazamiento y ensombreciendo su humor.
             El topógrafo dirigía la búsqueda del terreno mediante una brújula y el sentido de orientación que le habían dejado veinte años de experiencia por esa selva. Juan, su acompañante, empleado de los dueños del terreno, sin experiencia alguna,  iba a constatar que se hicieran los trabajos.
            Avanzaba el topógrafo un tramo adelante de Juan, abriendo el camino; los machetazos sobre la maleza se oían pausados y constantes en el silencio  de la selva. A la distancia, se escuchaba ocasionalmente el ruido de las guacamayas y los monos saraguatos manifestando con estridencia el allanamiento de su hábitat. El sol abrasador del mediodía continuaba calentando inclementemente el ambiente, convirtiendo en un horno  los sitios dónde transitaban, motivando su sed y el uso repetido de sus cantimploras.
            Estaba Juan quebrando las ramas de un arbusto, cuando oyó a distancia un fuerte crujido de ramas y un grito de desesperación. De inmediato acortó la distancia y al llegar tuvo que frenar abruptamente al borde de un profundo agujero en el que había caído el  topógrafo. Le gritó repetidamente, pero nunca recibió respuesta; trató de bajar para rescatarlo, pero las paredes interiores eran lisas y las cuerdas no alcanzaban. Después de dos horas de intentar infructuosamente el rescate y de no escuchar ninguna manifestación de vida, decidió ir a pedir ayuda. Caminó por horas desandando el camino, hasta que la oscuridad de la noche le impidió continuar. Desesperado y hambriento, lloró bajo una gran caoba y se acomodó en su base para pernoctar. El ruido nocturno de la selva, con sus rugidos y aullidos, acompañó un atribulado sueño, en el que imágenes del compañero en situaciones de sufrimiento le  suplicaban su asistencia. Al fin, el cansancio lo venció en la madrugada y dormitó en un mar de pesadillas y angustias.
            En el húmedo amanecer, los rayos del sol se filtraban a través de las hojas de los arboles y los moscos seguían con su actividad depredadora. La sed mantenía su boca seca y su lengua hinchada le suplicaba por un poco de agua. El último sorbo lo había tomado la tarde anterior y no probaba alimento hace quince horas. Con ansiedad comenzó a lamer las hojas de los arbustos para recuperar los restos del Rocío y a masticarlas para engañar al hambre.
            Caminó durante el día, en busca de indicios humanos que le permitieran orientar el rumbo de salida de aquel laberinto en el que la naturaleza lo tenía prisionero. Desfalleciente y hambriento, con la resequedad en boca y garganta, por la falta de agua y con la más amarga sensación de impotencia y derrota, se recostó bajo un árbol y pasó otra noche de sobresaltos y pesadillas.
            Por la mañana, hizo un recuento de lo que tenía en su mochila: una caja de cerillos, una lámpara de mano, una cuerda, su chamarra y... una pistola con una sola bala.
            Al no encontrar un poblado durante el día, entró en la más amarga desesperación y decidió suicidarse. Tomó la pistola y con un temblor espasmódico la acercó a su sien. El miedo de la decisión tomada exacerbaba su ser y comenzó a temblar con nerviosismo y a sudar copiosamente. Sin el control de su cuerpo y con los pensamientos en desbandada, trató de disparar… el impulso no fue suficiente.  Lo intentó de nuevo… y al oír el clic, supo que no había habido percusión.
            Se armó de valor para intentarlo por tercera vez y al hacerlo... oyó a lo lejos voces que mencionaban su nombre. 


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