La selva
Partieron de madrugada a localizar y deslindar un terreno en la
selva. Caminaron por espacio de ocho horas rodeados de arboles tan altos y
frondosos que escasamente permitían la entrada de los rayos solares. La
vegetación exuberante envolvía sus rostros al caminar y el calor húmedo empapaba de sudor la ropa, que
se pegaba a los cuerpos como una segunda piel. Los moscos, en permanente asedio
contribuían a dificultar el desplazamiento y ensombreciendo su humor.
El topógrafo dirigía la búsqueda del terreno
mediante una brújula y el sentido de orientación que le habían dejado veinte
años de experiencia por esa selva. Juan, su acompañante, empleado de los dueños
del terreno, sin experiencia alguna, iba
a constatar que se hicieran los trabajos.
Avanzaba el
topógrafo un tramo adelante de Juan, abriendo el camino; los machetazos sobre
la maleza se oían pausados y constantes en el silencio de la selva. A la distancia, se escuchaba
ocasionalmente el ruido de las guacamayas y los monos saraguatos manifestando
con estridencia el allanamiento de su hábitat. El sol abrasador del mediodía
continuaba calentando inclementemente el ambiente, convirtiendo en un
horno los sitios dónde transitaban,
motivando su sed y el uso repetido de sus cantimploras.
Estaba Juan
quebrando las ramas de un arbusto, cuando oyó a distancia un fuerte crujido de
ramas y un grito de desesperación. De inmediato acortó la distancia y al llegar
tuvo que frenar abruptamente al borde de un profundo agujero en el que había
caído el topógrafo. Le gritó repetidamente,
pero nunca recibió respuesta; trató de bajar para rescatarlo, pero las paredes
interiores eran lisas y las cuerdas no alcanzaban. Después de dos horas de
intentar infructuosamente el rescate y de no escuchar ninguna manifestación de
vida, decidió ir a pedir ayuda. Caminó por horas desandando el camino, hasta
que la oscuridad de la noche le impidió continuar. Desesperado y hambriento,
lloró bajo una gran caoba y se acomodó en su base para pernoctar. El ruido
nocturno de la selva, con sus rugidos y aullidos, acompañó un atribulado sueño,
en el que imágenes del compañero en situaciones de sufrimiento le suplicaban su asistencia. Al fin, el
cansancio lo venció en la madrugada y dormitó en un mar de pesadillas y
angustias.
En el húmedo
amanecer, los rayos del sol se filtraban a través de las hojas de los arboles y
los moscos seguían con su actividad depredadora. La sed mantenía su boca seca y
su lengua hinchada le suplicaba por un poco de agua. El último sorbo lo había
tomado la tarde anterior y no probaba alimento hace quince horas. Con ansiedad
comenzó a lamer las hojas de los arbustos para recuperar los restos del Rocío y
a masticarlas para engañar al hambre.
Caminó durante
el día, en busca de indicios humanos que le permitieran orientar el rumbo de salida
de aquel laberinto en el que la naturaleza lo tenía prisionero. Desfalleciente
y hambriento, con la resequedad en boca y garganta, por la falta de agua y con
la más amarga sensación de impotencia y derrota, se recostó bajo un árbol y
pasó otra noche de sobresaltos y pesadillas.
Por la mañana,
hizo un recuento de lo que tenía en su mochila: una caja de cerillos, una
lámpara de mano, una cuerda, su chamarra y... una pistola con una sola bala.
Al no encontrar
un poblado durante el día, entró en la más amarga desesperación y decidió
suicidarse. Tomó la pistola y con un temblor espasmódico la acercó a su sien.
El miedo de la decisión tomada exacerbaba su ser y comenzó a temblar con
nerviosismo y a sudar copiosamente. Sin el control de su cuerpo y con los
pensamientos en desbandada, trató de disparar… el impulso no fue suficiente. Lo intentó de nuevo… y al oír el clic, supo
que no había habido percusión.
Se armó de
valor para intentarlo por tercera vez y al hacerlo... oyó a lo lejos voces que
mencionaban su nombre.
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