lunes, 26 de agosto de 2013

La apuesta



La apuesta


La necesidad es la madre de correr riesgos
Marc Twain
Pancho estaba desesperado, apenas era día diez y sólo tenía quinientos pesos para terminar la quincena; no había pagado la renta, ni la cuenta que les llevaba don Boni en la tienda del barrio. Los niños iban a entrar a clases, necesitaban cuadernos y ropa. Matilde lo presionaba cada mañana para conseguir lo indispensable de la casa.
Inquieto en su escritorio, no dejaba de cavilar la forma de obtener los fondos suficientes: ¿Un préstamo?... No, le debo a media oficina y nadie me daría un quinto. ¿Una partida de póker?... Con el dinero que tengo, no aguanto ni dos manos. ¿Vender algo?... Ya vendí todo lo de valor, las joyas que le quedan a Matilde son de bisutería. Estoy en las últimas. No me puedo ni suicidar, porque el seguro del trabajo no cubre ese tipo de muerte. ¿Qué hago?... ¡Dios ilumíname!...
            Sintió llegar a su escritorio una fresca ráfaga de aire alejando el olor a burocracia que flotaba en el ambiente a las dos de la tarde; el efecto refrescante le invadió el cuerpo, oxigenó los pulmones y lubricó sus neuronas, llenándolo de vitalidad.
¿Un presagio positivo en un jueves por la tarde, con este calor endemoniado, mi jefe de mal humor y a mediados de quincena? ¡Imposible!
Súbitamente, la pantalla de la computadora se iluminó y apareció el número seis.
Esto es un aviso, el Señor me quiere ayudar, se apiadó de mí…
Aspiró profundamente y llenó sus pulmones del aire puro que lo rodeaba. Las decenas de cubículos que abarrotaban esa oficina de la Secretaría de Hacienda, cambiaron ante su vista las tonalidades grisáceas por armónicos colores pastel. Hasta la señora Juana, vecina de escritorio, lucía diferente: distinguida y con la pulcritud que emana de una educación de alcurnia, comía su torta. Sus graciosos ochenta kilos resaltaban esplendorosos, cubiertos delicadamente por el sweater verde bandera, que contrastaba con la falda rosa pegada al cuerpo, que dejaba ver las blancas y voluminosas piernas.
            La vida había dado un giro, la depresión, angustia y sensación de derrota que lo avasallaba desde hacía dos años, se esfumó. El número seis grabado en la mente, lo inquietaba.
Una esperanzadora alegría comenzó a invadirlo dándole seguridad de que la decisión que tomara en ese momento, iba a cambiar el rumbo de su vida. Se persignó y dirigió una mirada al techo de plafón de la oficina, manchado de mediocridad e iluminado parcialmente por una deprimente luz neón; ahora lo veía blanco y resplandeciente, con una luminosidad de tienda departamental: se imaginó sentado en un pasillo de Sears Roebuck.
¡Gracias, Señor, por atender mis súplicas!
            Tomó la gabardina del respaldo de la silla, apagó la computadora y con paso firme se encaminó a checar su tarjeta de salida.
            El Hipódromo de las Américas estaba a reventar, se celebraba el Handicap, el evento más importante del año, con premios superiores a los demás torneos. Pancho llegó a la tercera carrera con su torta, un plátano y su refresco en las manos, sosteniendo el programa de las estadísticas bajo el brazo. Se acercó al paddock y vio desfilar a los caballos dando la vuelta al pequeño circuito, para ser observados por los apostadores. Destacaban los colores distintivos de las diferentes cuadras en las chaquetillas de los jinetes, animando el ambiente en un carrusel de ilusiones exacerbadas por la pasión; la gente hacía anotaciones sobre los programas para afinar sus decisiones.
El sabor de la fruta y su consistencia suave se mezclaban en la boca con el del jamón y queso, produciendo en el paladar una sensación extraña, entre dulce y salado, que diluyó con dos tragos de refresco. Saciada el hambre, siguió la observación meticulosa de los animales a competir. A paso lento y guiados por los caballerangos, los caballos pasaban ante la vista de Pancho. No perdía detalle, veía sus torsos,  patas,  grupas y la estampa; a los jinetes, les escudriñaba los rostros, buscando encontrar su decisión de triunfo en la mirada. Pasaron cinco animales sin causarle mayor emoción. Cuando se acercó el siguiente, sintió una descarga de adrenalina recorrer el cuerpo. El sexto… la señal, pensó. La observó detenidamente: era una potranca retinta de ojos muy vivos, que nerviosa cabeceaba con intención de liberarse de las bridas; su piel marrón reflejaba luminosidad al caminar; como una bailarina al deslizarse por el escenario en puntillas, caracoleaba, denotando el ansia por demostrar su valía. Al pasar junto a él, volteó la oscura cara y le hizo un guiño.
           ¿¡Me cerró un ojo!? ¡No lo puedo creer!, sin duda es la señal esperada, el mensaje de Dios que se apiada de mi situación económica y ha decidido darme la oportunidad de rehacer  la vida.
 Corrió a las gradas a revisar el programa. La potranca se llamaba “La Esperanza” y el pronóstico de triunfo contrariaba totalmente la expectativa… era de mil, a uno.
            ¡Gracias, Dios mío, me quieres dar a ganar la chica! ¡Quinientos mil pesos!, aunque me quiten los  impuestos, es mucho dinero. Te estaré eternamente agradecido… ¡gracias!
            A zancadas corrió a las taquillas. Sudoroso de emoción, se formó. Nervioso, veía que la fila no avanzaba. Se movía impaciente, cambiaba de posición, volteaba la cara para ver el desfile de las cabalgaduras hacia el arrancadero, y la línea no se reducía. Por fin, llegó a la ventanilla y apostó sus quinientos pesos al número seis, La Esperanza, como ganadora. El cajero se le quedó mirando incrédulo y sonriente le entregó su papeleta.
            Sonó el Clarín, se escuchó la señal de arranque y se abrieron las puertas. ¡Los caballos salieron en estampida!
A lo lejos, Pancho no distinguía las posiciones, se acercó a los monitores y vio con emoción al número seis punteando la carrera durante el primer cuarto de milla. A la mitad del recorrido, estaba entre los cuatro primeros lugares; al finalizar el último tramo, rebasó al cuarto y al tercer lugar. Pancho saltaba, gritaba, movía los brazos alentando a la yegua; lo hizo hasta antes de que entrara… en segundo lugar.
            Abatido se desplomó en el asiento, y mientras sostenía la cabeza entre los brazos, lloró sin ocultarse. Una rabia emergió desde lo más hondo de las entrañas. Maldijo su suerte y a Dios;  violento, contrariado y desilusionado, se dirigió al patio de enfriamiento de los caballos. Encontró a la yegua caminando en círculos con paso cansado. Desde la barrera, la miraba con rencor. La Esperanza pasó junto a él, lo observó y levantó los hombros como diciendo: ni modo, hice lo que pude... y se escondió entre los demás caballos.
            Deprimido, angustiado por carecer de alternativas, frustrado, y con el sentimiento de haber sido traicionado por Dios, salió del hipódromo cuando la noche aún no se atrevía a entrar a ejercer su dominio. Pensando en las soluciones más disparatadas para resolver la situación deambulaba sin rumbo, con la atención puesta en su tragedia. Oyó el claxon y el rechinido de los neumáticos al tratar de frenar intempestivamente, y siguió caminando hasta sentir el golpe.
           
Abrió los ojos, y la claridad lo deslumbró. Fue acostumbrándose y percibió siluetas en derredor. Matilde y sus dos hijos, al lado de la cama. Quiso hablar, pero los tubos se lo impidieron.
            —No te muevas, mi amor, te atropellaron y estás muy delicado. Afortunadamente ya saliste del estado de coma, llevas varios días en el hospital y tienes fracturas en todo el cuerpo.
            Al día siguiente se presentó el médico y le informó que tendría que estar en el hospital durante algunos días más, y que la recuperación dependería en gran medida de las terapias a que lo iban a someter durante varios meses.
            —¿Estoy en una clínica del ISSSTE? —alcanzó a murmurar.
            —No, le dijo el médico. Está en el Hospital Ángeles del Pedregal. El carro que lo atropelló es del embajador de Francia en México, y él indicó que lo trajeran aquí. Afuera está una persona que desea platicar con usted. ¿Lo hago pasar?
            —Sí, de inmediato.
            Entró un hombre elegante, acercó la silla al lado de la cama y le comunicó que el embajador deseaba su pronto restablecimiento y la Embajada correría con los gastos del hospital y las terapias. El embajador no quería ningún problema legal y por tal motivo, le ofrecía quinientos mil pesos para zanjar la situación.
            Cuando el hombre se retiró, Pancho sonrió y entre tubos susurró:
            ¾¡Perdóname, Dios mío, retiro lo dicho!




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