lunes, 14 de noviembre de 2016

Los candelabros

LOS CANDELABROS

Si no conoces todavía la vida, ¿cómo
puede ser posible conocer la muerte?
Confucio

Laura adquirió los dos candelabros en una tienda de antigüedades cuando un sábado caminaba por el bazar de San Ángel. Los había mirado a distancia y despertaron en ella curiosidad. Se acercó, y una sensación de ansiedad la invadió. El deseo de tenerlos sobrepasó al gusto estético y le fue imposible no adquirirlos. El anticuario que los vendía le explicó que eran muy viejos y auguró que propiciarían el amor y el deseo. Así le había asegurado el dueño anterior, un noble europeo, que se había desecho de ellos al morir su esposa. Al llegar a casa, los colocó sobre la chimenea.
       El domingo por la mañana, después de desayunar, se dedicó a limpiar la pátina con que estaban cubiertos. Al ir retomando el color natural, descubrió inscritos en la base de uno, las palabras “amor” y “deseo”; en el otro, las inscripciones ilegibles, no las pudo descifrar. Intrigada, los dejó relucientes, en el mismo lugar. Sentada en el sillón de la sala, en ocasiones los observaba, le atraían y causaban desazón. Después somnolienta, dormitaba. En sueños veía un hombre, siempre el mismo, que la miraba a los ojos y le sonreía. Era apuesto, le atraía. Tras él, cintilaban los candelabros encendidos…
        
Cenaba con un matrimonio de amigos en el restaurante La belle époque —Sazón gourmet, rezaba el anuncio—. Frente a ella, a tres mesas de distancia alguien la observada con persistencia. Levantó el rostro y ¡lo reconoció!, ¡era el hombre de sus sueños! Nerviosa, mientras comía y trataba de evitar el encuentro de las miradas, dejó volar la imaginación, aislándose de la plática de la mesa… Ensoñando, se imaginó a la puerta de un castillo en medio del bosque de pinos; una neblina espesa lo cubría como sábana mortuoria, el frío húmedo la asediaba. Se abrieron las inmensas puertas al acercarse, y sin distinguir a persona alguna, caminó a la entrada principal; únicamente el viento helado la acompañaba y se filtraba por su delgada vestimenta. Entró al amplio y desolado vestíbulo admirada por las arcadas góticas y los ventanales de vitrales alargados; los cuadros antiguos de personajes y los de conmemoraciones épicas, la contemplaron  el reconocimiento del lugar. Hacia el lado izquierdo, observó una enorme sala con muebles pesados y estampados en rojo y oro. Sobre las dos mesas que flanqueaban el sillón principal destacaban sus candelabro encendidos.
       ¾¡Despierta, Laura! ¾dijo su amiga. ¿Más vino?
       ¾No, gracias. Solo estoy un poco cansada, creo que me voy a casa.
       Al despedirse, dirigió su mirada a la mesa donde había visto al hombre que la perturbaba… estaba vacía.
       Llegó cerca de la media noche, con sueño e intrigada por lo sucedido. Pensó que le estaba dando mucha importancia a los condenados candelabros; se libraría de ellos a la brevedad. Se puso la pijama y  se metió a la cama.
       Una suave caricia la despertó. Agachado frente a ella, él le sonreía. Sin hablar, la tomó de la mano y caminaron hacia la sala, levantó de la mesa uno de los candelabros y se dirigieron por un pasillo a la recámara. Al abrir la puerta, Laura observó en la penumbra, una habitación grande, con mobiliario antiguo, elegantemente decorada y la cama con dosel del que se desprendían suaves cortinas de gasa. Depositó el candelabro sobre el buró y la atrajo al lecho. Laura distinguió de reojo las inscripciones de “amor” y “deseo”, en la base de la lámpara.
       La mirada de él, penetrante, la inmovilizó. Sus ojos oscuros le transmitieron amor, tranquilidad y paz interior; también, deseo y erotismo. Y Sin hablar, ella aceptó el encantamiento. Las caricias que rodearon la piel de Laura, iniciaron una seducción lenta y superficial, la morbidez se manifestó de inmediato con pequeños escalofríos y erizamientos de los vellos de la espalda y muslos. La respiración aumentó de intensidad, la humedad de los cuerpos, también. Los dulces besos iniciales, pronto se convirtieron en desesperadas ansias de posesión y entrega; el deseo inmenso de entreverar los cuerpos, hacerse uno, fundirse en una pasión explosiva. A la posesión violenta y voluptuosa del primer momento, sucedieron otras tiernas y cariñosas de igual intensidad. Las caricias continuaron hasta que el cansancio cerró sus ojos y la claridad del día asomaba alegremente por los resquicios que dejaban las oscuras cortinas.
           Despertó agotada y confundida:
       ¿fue un sueño? ¾se preguntó. Porque han sido los momentos de pasión más intensos de mi vida, nunca un hombre me había proporcionado tanto placer.
       El día lo pasó somnolienta, pesada, torpe, sin ánimo de realizar su trabajo. En la calle, desarrollando sus actividades, en  varias ocasiones creyó ver al hombre de sus sueños. Aparecía a la distancia confundido entre la gente, como si quisiera que lo tuviera presente, que no lo olvidara. Y ¡cómo olvidarlo!, si le había proporcionado la dicha más apasionada que había tenido.      Por la noche, cansada llegó a dormir. Apenas concilió el sueño, apareció nuevamente él. Con la misma cautivadora sonrisa, la condujo nuevamente a su castillo y la sedujo de la misma esplendida manera que el día anterior.
       Siguieron los días con la presencia de él en los diferentes sitios que visitaba.  Las noches de placer se convirtieron en una adicción. Su organismo decayó con el tiempo, y perdió el interés en cualquier actividad que no fueran sus sueños nocturnos.
       Una noche, siguiendo el ritual, él la cogió de la mano para iniciar el camino al dormitorio; al tomar el candelabro, Laura observó de reojo las inscripciones de su base. No era el mismo,  y con la luminiscencia parpadeante pudo distinguir las dos palabras inscritas: “lujuria” y “muerte”…
       La sonrisa de él no disminuyó mientras apretaba la garganta…


Infarto al miocardio ¾determinó el médico. Parece ser que al convulsionarse volcó el candelabro que originó el incendio.

No hay comentarios:

Publicar un comentario