LOS CANDELABROS
Si no conoces todavía la vida, ¿cómo
puede ser posible conocer la muerte?
Confucio
Laura
adquirió los dos candelabros en una tienda de antigüedades cuando un sábado
caminaba por el bazar de San Ángel. Los había mirado a distancia y despertaron
en ella curiosidad. Se acercó, y una sensación de ansiedad la invadió. El deseo
de tenerlos sobrepasó al gusto estético y le fue imposible no adquirirlos. El
anticuario que los vendía le explicó que eran muy viejos y auguró que propiciarían
el amor y el deseo. Así le había asegurado el dueño anterior, un noble europeo,
que se había desecho de ellos al morir su esposa. Al llegar a casa, los colocó
sobre la chimenea.
El domingo por la mañana, después de
desayunar, se dedicó a limpiar la pátina con que estaban cubiertos. Al ir
retomando el color natural, descubrió inscritos en la base de uno, las palabras
“amor” y “deseo”; en el otro, las inscripciones ilegibles, no las pudo descifrar.
Intrigada, los dejó relucientes, en el mismo lugar. Sentada en el sillón de la
sala, en ocasiones los observaba, le atraían y causaban desazón. Después somnolienta,
dormitaba. En sueños veía un hombre, siempre el mismo, que la miraba a los ojos
y le sonreía. Era apuesto, le atraía. Tras él, cintilaban los candelabros
encendidos…
Cenaba con
un matrimonio de amigos en el restaurante La
belle époque —Sazón gourmet,
rezaba el anuncio—. Frente a ella, a tres mesas de distancia alguien
la observada con persistencia. Levantó el rostro y ¡lo reconoció!, ¡era el
hombre de sus sueños! Nerviosa, mientras comía y trataba de evitar el encuentro
de las miradas, dejó volar la imaginación, aislándose de la plática de la mesa…
Ensoñando, se imaginó a la puerta de un castillo en medio del bosque de pinos;
una neblina espesa lo cubría como sábana mortuoria, el frío húmedo la asediaba.
Se abrieron las inmensas puertas al acercarse, y sin distinguir a persona
alguna, caminó a la entrada principal; únicamente el viento helado la
acompañaba y se filtraba por su delgada vestimenta. Entró al amplio y desolado
vestíbulo admirada por las arcadas góticas y los ventanales de vitrales
alargados; los cuadros antiguos de personajes y los de conmemoraciones épicas,
la contemplaron el reconocimiento del
lugar. Hacia el lado izquierdo, observó una enorme sala con muebles pesados y
estampados en rojo y oro. Sobre las dos mesas que flanqueaban el sillón
principal destacaban sus candelabro encendidos.
¾¡Despierta, Laura! ¾dijo su amiga. ¿Más vino?
¾No, gracias. Solo estoy un poco cansada,
creo que me voy a casa.
Al despedirse, dirigió su mirada a la
mesa donde había visto al hombre que la perturbaba… estaba vacía.
Llegó cerca de la media noche, con sueño
e intrigada por lo sucedido. Pensó que le estaba dando mucha importancia a los
condenados candelabros; se libraría de ellos a la brevedad. Se puso la pijama y
se metió a la cama.
Una suave caricia la despertó. Agachado frente
a ella, él le sonreía. Sin hablar, la tomó de la mano y caminaron hacia la
sala, levantó de la mesa uno de los candelabros y se dirigieron por un pasillo
a la recámara. Al abrir la puerta, Laura observó en la penumbra, una habitación
grande, con mobiliario antiguo, elegantemente decorada y la cama con dosel del
que se desprendían suaves cortinas de gasa. Depositó el candelabro sobre el
buró y la atrajo al lecho. Laura distinguió de reojo las inscripciones de
“amor” y “deseo”, en la base de la lámpara.
La mirada de él, penetrante, la
inmovilizó. Sus ojos oscuros le transmitieron amor, tranquilidad y paz
interior; también, deseo y erotismo. Y Sin hablar, ella aceptó el encantamiento.
Las caricias que rodearon la piel de Laura, iniciaron una seducción lenta y superficial,
la morbidez se manifestó de inmediato con pequeños escalofríos y erizamientos
de los vellos de la espalda y muslos. La respiración aumentó de intensidad, la
humedad de los cuerpos, también. Los dulces besos iniciales, pronto se convirtieron
en desesperadas ansias de posesión y entrega; el deseo inmenso de entreverar
los cuerpos, hacerse uno, fundirse en una pasión explosiva. A la posesión violenta
y voluptuosa del primer momento, sucedieron otras tiernas y cariñosas de igual
intensidad. Las caricias continuaron hasta que el cansancio cerró sus ojos y la
claridad del día asomaba alegremente por los resquicios que dejaban las oscuras
cortinas.
Despertó agotada y confundida:
¿fue un sueño? ¾se preguntó. Porque han sido los momentos
de pasión más intensos de mi vida, nunca un hombre me había proporcionado tanto
placer.
El día lo pasó somnolienta, pesada,
torpe, sin ánimo de realizar su trabajo. En la calle, desarrollando sus
actividades, en varias ocasiones creyó
ver al hombre de sus sueños. Aparecía a la distancia confundido entre la gente,
como si quisiera que lo tuviera presente, que no lo olvidara. Y ¡cómo
olvidarlo!, si le había proporcionado la dicha más apasionada que había tenido.
Por la noche, cansada llegó a dormir. Apenas
concilió el sueño, apareció nuevamente él. Con la misma cautivadora sonrisa, la
condujo nuevamente a su castillo y la sedujo de la misma esplendida manera que
el día anterior.
Siguieron los días con la presencia de él
en los diferentes sitios que visitaba.
Las noches de placer se convirtieron en una adicción. Su organismo decayó
con el tiempo, y perdió el interés en cualquier actividad que no fueran sus
sueños nocturnos.
Una noche, siguiendo el ritual, él la
cogió de la mano para iniciar el camino al dormitorio; al tomar el candelabro,
Laura observó de reojo las inscripciones de su base. No era el mismo, y con la luminiscencia parpadeante pudo
distinguir las dos palabras inscritas: “lujuria” y “muerte”…
La sonrisa de él no disminuyó mientras
apretaba la garganta…
Infarto al miocardio ¾determinó el médico. Parece ser que al
convulsionarse volcó el candelabro que originó el incendio.
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