Incriminación
Nunca en vida tuve esta sensación de placidez: sin preocupaciones,
miedos o, temores a esconder mis sentimientos, ni la angustia de traicionar los
principios religiosos. Ya no tendré que esconderme de todos. Fui obligada a
casarme con una persona mayor al que nunca quise y que me trató siempre como
servidumbre de la casa.
Álvaro llegó a mí
inesperadamente, era un vecino amable que me ayudaba a resolver problemas
domésticos. Con el trato continuo, la amistad se transformó en pasión. ¡Ahí
conocí el amor! ese sentimiento desbordante imposible de contener, ¡esa
necesidad de estar siempre a su lado! Lo veía por las tardes, después de vender
mi comida en las trajineras; acercaba mi canoa a un canal no frecuentado por el
turismo y lo esperaba impaciente e ilusionada. Se embarcaba siempre con un ramo
de flores en las manos, una sonrisa y el beso apasionado que transportaba sus
deseos al caldero hirviente de mi cuerpo, provocando de inmediato una
desesperación por sentirme invadida internamente de su vigor y la necesidad de
abrazarlo con la humedad ardiente de mi sexo. Dejábamos bogar a la deriva la
canoa mientras cumplíamos fervientemente el rito del amor, como animales salvajes que en la cópula buscan su
liberación. Después, dormitábamos tiernamente abrazados, mecidos por el suave
vaivén del agua que celebraba nuestro
romance y viendo cómo el atardecer se filtraba por los ahuejotes reverberando
con tonalidades plateadas el agua verdosa del canal e iluminando las floreadas
chinampas de las orillas.
Disfrutábamos de
uno de esos momentos de placidez y ensueños que produce la satisfacción plena
del cuerpo, cuando sentí que una mano me cogía de las trenzas y me jalaba
abruptamente hacia el agua: aullé asustada por la sorpresa y el dolor,
solicitando el auxilio inmediato de Álvaro, al que vi abandonar la canoa
atropelladamente en busca de la salvación. En la desesperación por salir a la
superficie, pateé y arañé al agresor con toda la energía de que fui capaz; mi
defensa fue inútil, la decisión de ahogarme era superior a mis esfuerzos. Me
desvanecí cuando el agua invadió mis pulmones y el abandono de la vida fue
natural. Los lirios rozaron mi cuerpo y
el lodo me invadió lentamente hasta cubrirme, incorporándome a su entorno.
El ambiente lúgubre de la funeraria
trataba inútilmente de opacar las conversaciones de los vecinos y familiares
que venían a condoler a Don Pedro y a sus hijos. El ataúd custodiado por cuatro
cirios que calentaban el ambiente y clamaban al cielo por el perdón de los
pecados, se ubicaba al fondo de la habitación y aguantaba con estoicismo el
cambio de guardias de los que presentaban sus respetos. Abundaron las misas y
las flores. La tristeza se reflejaba en todos los rostros y un abatido esposo,
derramaba lágrimas por la pérdida irreparable.
Tengo
que seguir consternado, abatido e inconsolable. No debo cometer errores que
induzcan a la gente a pensar en mi culpabilidad. ¡Pinche vieja!, recibiste tu
merecido, de mi nadie se burla. Creíste que no me daba cuenta, pero te seguí
varias veces y descubrí tu infidelidad. ¡Del cabrón... ya me ocuparé después!
El movimiento
monótono del autobús en marcha lo adormecía, pero el miedo a ser detenido lo
mantenía alerta; esperaba con ansiedad llegar a la frontera.
Dos
horas más y estaré en Reynosa. Mi primo debe estar esperándome en la terminal y
de ahí... Al otro lado. Sólo dos horas... Ten calma, que la gente no te vea
nervioso.
¡Se lo dije desde un principio: -No quiero problemas con tu marido!
Me aseguró que él no se daba cuenta... que no salía de su tlapalería ni para comer, que todo lo tenía
controlado.
¿¡Cómo iba a defenderla de su marido!?¿Cómo…?
Por la ventanilla, el árido paisaje
asomaba su rostro pardo y arenoso, el sol quemaba sin rubor a un sufrido
desierto que salpicaba de palmas y cactus la superficie para protegerse de su
inclemencia. El fuerte viento de la tarde jugaba con los arbustos secos,
rodándolos hasta perderlos en la lejanía, mientras el autobús avanzaba
velozmente a terminar su jornada. Una abrupta frenada desconcertó a los
pasajeros. El autobús se detuvo totalmente, interceptado por un retén militar.
Subieron abordo dos oficiales que
comenzaron a revisar a los pasajeros de adelante; se bajó el sombrero sobre la
cara y fingió dormir. El sudor empapaba todo su cuerpo y resbalaba por el
rostro cubierto, confundido con lágrimas de desesperación. Sus puños cerrados,
implorando un milagro, lastimaban las palmas de sus manos. Sintió la necesidad
urgente de liberar sus esfínteres cuando percibió la perturbadora presencia a
su lado.
- Documentos,
por favor...
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