El velatorio rebosaba
de amistades que acudían afligidos a dar el pésame. Don Ramón fue una persona
que ayudo a los amigos cuando más lo necesitaban. Hombre de campo y de palabra
- de una sola línea, le gustaba decir. Amaba a su familia, a su caballo y a sus
botas vaqueras puntiagudas. Casado por la iglesia, porque no admitía - según
él, más ley que la de Dios- procreó cuatro hijos; convivió con ellos y su
esposa durante veinticinco años hasta qué, en una decisión abrupta y repentina, se mudó a una casa al final de la hacienda. Los hijos se trasladaron a la
capital a terminar sus estudios, y la esposa quedó sola en casa principal.
A sus sesenta y tres
años, tenía una vitalidad de joven y gustaba de cabalgar y competir en carreras
parejeras, exigiéndole a su alazán tostado el máximo esfuerzo en cada justa. Los destellos que
las puntas de su calzado y las espuelas lanzaban en su movimiento, alumbraban
casi siempre el camino de su triunfo.
Era fanático de los
rodeos, la bohemia y el buen trago. Siempre acompañado de amigos mucho más
jóvenes que él, pero que compartían sus aficiones y lo seguían como líder del
grupo.
Recostado en su
féretro, rodeado de satín blanco, su traje de vaquero, negro, con chaleco de
cuero del mismo color, soportando en su pecho el sombrero Stetson. En su
rostro, destacaban sus grandes bigotes cubriendo gran parte de la nariz -como
sí un gusano gigante se hubiera adelantado al festín- unas cejas oscuras,
pobladas, espesas que resguardaban sus párpados dormidos. El conjunto,
transmitía a su cara la expresión de firmeza, reciedumbre y hombría. Al final
del ataúd, el par de cúpulas góticas plateadas que se elevaban sobre sus pies,
centelleaban por la iluminación oscilante de los cirios en vigilia.
Su error fue no haber sacado las elegantes
botas de los estribos cuando el alazán se desbarrancó. Murió aplastado bajo el cuerpo
del hermoso animal.
Los amigos del rodeo
llegaron a dar el pésame a los hijos y a la esposa. Uno de ellos, llevaba unas
botas similares a las de Don Ramón; era
un muchacho delgado, alto, de pelo claro, aspecto infantil y con un dejo de
timidez, indefensión y melancolía que se cobijaba en la camaradería de los
demás buscando su protección. Se acercó a la viuda y con lagrimas en los ojos
le dio un abrazo sentido y prolongado, a la vez que le decía al oído:
- Lo siento tanto...
perdimos a un hombre bueno, amable y cariñoso; que nos quiso y apoyó, dándonos
lo mejor de él sin esperar nada a cambio. Me llamo Román, lo quería mucho.
Se alejó lentamente, como
una penumbra al al ser iluminada, y con pasos largos, pausados, taconeando sus botas sobre las baldosas, abandonó el
lugar acompañado de los demás vaqueros.
Quince días después
de la muerte de Don Ramón, el Notario del pueblo citó a la familia para leer el
testamento.
La sorpresa fue
mayúscula para la familia al enterarse que la hacienda fue heredada a Román,
con quien había vivido los últimos dos años de su vida.
3 de junio de 2013
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