Muerte anunciada
Jorge Llera
El
calor bochornoso de la noche del 25 de agosto de 1950, se presentaba agresivamente
violento. La temperatura y humedad impregnaban el ambiente saturándolo de
sofocación y provocando en José un sopor que no llegaba a ser sueño. Inquieto,
se levantó y deambuló por su recamara; abrió la ventana que daba a la calle y
respiró profundamente el aire aún caliente pero refrescante de la madrugada. Una
corriente cargada de funestos presagios ventiló la habitación, tensando su
cuerpo e inquietando su ánimo. Algo lo molestaba, lo intuía a su alrededor, lo sentía,
le causaba desazón y no lograba definirlo.
Llevaba diez días reposando en casa
por instrucciones del médico de la mina
Real del Monte en Pachuca, donde se desempeñaba como capataz. El
diagnóstico había sido de silicosis – enfermedad provocada por depósitos de
polvo en los pulmones- pero él, la consideraba sólo una fuerte bronquitis y estaba
seguro que pronto retornaría al trabajo
de los últimos treinta años. Su inframundo, un lugar sin luz ni estrellas, sin
más visión que la pared húmeda de la roca y el calor permanente y agotador que provocaba una
sudoración continua y la deshidratación correspondiente; dónde la escasez de
aire circulante forzaba a los mineros a aspirar entrecortadamente a través de
las mascarillas que no lograban filtrar toda la polución. La luz de las lámparas
de carburo, alumbraban la mezquindad de su horizonte de vida. Precariedad y
sufrimiento sí, pero él lo amaba; era su vida, el sitio de convivencia diaria
con sus verdaderos amigos y al cual esperaba retornar a la brevedad.
Serían las tres o cuatro de la
madrugada cuando llegó a conciliar el sueño, los ruidos de los escasos
vehículos que transitaban a esa hora no lo molestaban, más bien lo arrullaban;
en sus ensueños los equiparaba con el ruido de las bombas en el subsuelo y eso
lo tranquilizaba.
Sintió la presencia de alguien junto
a él… el vaho caliente sobre su oído… una voz amiga que no identificaba, pero
que sabía muy cercana a su corazón. Con tesitura amable, tono grave y nítido que
transmitía confianza y tranquilidad le expresó:
-
El quince de septiembre a las 15:00 horas venimos por ti, arregla tus cosas…
Encendió rápidamente la luz y revisó
la recámara, sin encontrar nada que pudiera mostrar la presencia de alguien, se asomó a la calle por la ventana
abierta, creyendo que podía haber confundido una conversación de personas que pasaran y… nada. Sólo silencio,
angustia y preocupación, hasta que el despertar del día le contagió optimismo y
convenció de que lo sucedido había sido un mal sueño.
El médico familiar revisó los
análisis del laboratorio, las radiografías y auscultó a José.
- Doña Bertha, Pepe, lo que se observa en las radiografías es una
fibrosis pulmonar, causada por la silicosis. Esperemos que la capacidad
pulmonar que tiene hasta ahora se sostenga y con algunos medicamentos, pueda
vivir todavía algunos años en tranquilidad.
La noche del último día de agosto,
nuevamente se sobresaltó al sentir el leve hálito de un vaho en el oído y
escuchar la misma voz musitarle: “ faltan
quince días, prepárate para partir, vendrán a despedirte tus seres amados”.
Encendió la luz, se sentó sobre la cama y con tranquilidad comenzó a hacer un
recuento de los pendientes que tenía.
Por la mañana, le contó a su mujer
lo acontecido y ante la incredulidad de ella, comenzó a realizar las acciones
para arreglar sus asuntos .
La mujer, alarmada por la aceptación
tácita de su muerte, lo apremiaba a consultar más médicos, a oír otras
opiniones: ¡a luchar por su vida!
Sorpresivamente, el día catorce de
septiembre llegó la madre de José sin
haber sido avisada de que su hijo estaba enfermo. La anciana vivía en un pueblo
alejado, sin medios de comunicación.
- Sentí hace dos días, la necesidad
urgente de ver a Pepe y tomé el primer tren que encontré.
-Bertha, quiero que me traigas mi
traje, la camisa blanca, la corbata azul y los zapatos negros. Me voy a bañar y
a rasurar; quiero estar presentable cuando vengan.
- Pepe, el médico viene a las cuatro
de la tarde y no es necesario que lo esperes de traje, hazlo más informal.
- Háblale y dile que ya no venga, ya
no voy a estar. Me voy a las tres de la tarde.
-José, no bromees con eso, nos
espantas.
Sobre la cama ¡con los ojos cerrados!
vestido elegantemente, José esperó expectante pero tranquilo la partida. Su
madre y esposa, a ambos lados, le tomaban de las manos y lloraron en silencio.
9 de junio de 2013
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