domingo, 9 de junio de 2013

Muerte anunciada




Muerte anunciada
Jorge Llera
El calor bochornoso de la noche del 25 de agosto de 1950, se presentaba agresivamente violento. La temperatura y humedad impregnaban el ambiente saturándolo de sofocación y provocando en José un sopor que no llegaba a ser sueño. Inquieto, se levantó y deambuló por su recamara; abrió la ventana que daba a la calle y respiró profundamente el aire aún caliente pero refrescante de la madrugada. Una corriente cargada de funestos presagios ventiló la habitación, tensando su cuerpo e inquietando su ánimo. Algo lo molestaba, lo intuía a su alrededor, lo sentía, le causaba desazón y no lograba definirlo.
            Llevaba diez días reposando en casa por instrucciones del médico de la mina  Real del Monte en Pachuca, donde se desempeñaba como capataz. El diagnóstico había sido de silicosis – enfermedad provocada por depósitos de polvo en los pulmones- pero él, la consideraba sólo una fuerte bronquitis y estaba seguro que pronto  retornaría al trabajo de los últimos treinta años. Su inframundo, un lugar sin luz ni estrellas, sin más visión que la pared húmeda de la roca y el  calor permanente y agotador que provocaba una sudoración continua y la deshidratación correspondiente; dónde la escasez de aire circulante forzaba a los mineros a aspirar entrecortadamente a través de las mascarillas que no lograban filtrar toda la polución. La luz de las lámparas de carburo, alumbraban la mezquindad de su horizonte de vida. Precariedad y sufrimiento sí, pero él lo amaba; era su vida, el sitio de convivencia diaria con sus verdaderos amigos y al cual esperaba retornar a la brevedad.
            Serían las tres o cuatro de la madrugada cuando llegó a conciliar el sueño, los ruidos de los escasos vehículos que transitaban a esa hora no lo molestaban, más bien lo arrullaban; en sus ensueños los equiparaba con el ruido de las bombas en el subsuelo y eso lo tranquilizaba.
            Sintió la presencia de alguien junto a él… el vaho caliente sobre su oído… una voz amiga que no identificaba, pero que sabía muy cercana a su corazón. Con tesitura amable, tono grave y nítido que transmitía confianza y tranquilidad le expresó:
            - El quince de septiembre a las 15:00 horas venimos por ti, arregla tus cosas…
            Encendió rápidamente la luz y revisó la recámara, sin encontrar nada que pudiera mostrar la presencia  de alguien, se asomó a la calle por la ventana abierta, creyendo que podía haber confundido una conversación de  personas que pasaran y… nada. Sólo silencio, angustia y preocupación, hasta que el despertar del día le contagió optimismo y convenció de que lo sucedido había sido un mal sueño.
            El médico familiar revisó los análisis del laboratorio, las radiografías y auscultó a José.
            - Doña Bertha, Pepe,  lo que se observa en las radiografías es una fibrosis pulmonar, causada por la silicosis. Esperemos que la capacidad pulmonar que tiene hasta ahora se sostenga y con algunos medicamentos, pueda vivir todavía algunos años en tranquilidad.
            La noche del último día de agosto, nuevamente se sobresaltó al sentir el leve hálito de un vaho en el oído y escuchar la misma voz musitarle: “ faltan quince días, prepárate para partir, vendrán a despedirte tus seres amados”. Encendió la luz, se sentó sobre la cama y con tranquilidad comenzó a hacer un recuento de los pendientes  que tenía.
            Por la mañana, le contó a su mujer lo acontecido y ante la incredulidad de ella, comenzó a realizar las acciones para arreglar sus asuntos .
            La mujer, alarmada por la aceptación tácita de su muerte, lo apremiaba a consultar más médicos, a oír otras opiniones: ¡a luchar por su vida!
            Sorpresivamente, el día catorce de septiembre llegó la madre de José  sin haber sido avisada de que su hijo estaba enfermo. La anciana vivía en un pueblo alejado, sin medios de comunicación.
            - Sentí hace dos días, la necesidad urgente de ver a Pepe y tomé el primer tren que encontré.
            -Bertha, quiero que me traigas mi traje, la camisa blanca, la corbata azul y los zapatos negros. Me voy a bañar y a rasurar; quiero estar presentable cuando vengan.
            - Pepe, el médico viene a las cuatro de la tarde y no es necesario que lo esperes de traje, hazlo más informal.
            - Háblale y dile que ya no venga, ya no voy a estar. Me voy a las tres de la tarde.
            -José, no bromees con eso, nos espantas.
            Sobre la cama ¡con los ojos cerrados! vestido elegantemente, José esperó expectante pero tranquilo la partida. Su madre y esposa, a ambos lados, le tomaban de las manos y lloraron en silencio.                                                                                                                    
9 de junio de 2013

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