Entrañable amistad
Jorge Llera
Se
sentó frente al espejo a arreglarse el pelo y la cara, comprobando que el
maquillaje sólo alcanzaba a cubrir parte de la desolación de su rostro, el
tiempo inclemente había dejado su presencia y se notaba, mientras luchaba por
una apariencia más agradable, rememoró las palabras que había dicho en
confesión la semana pasada:
- Ay Padre ¿por qué las cosas están mal repartidas? ¿Por qué a Rosalba
le tocó lo bueno y a mí lo malo? Fea,
gorda, antipática, díscola, malgeniosa…Confieso ante Dios que toda mi vida
he sentido envidia y rencor contra mi
amiga, la odié por ser bella y opacarme ante los demás. Ayer, después de
veinticinco años la volví a ver y no
puede imaginarse, padre: ese cuerpo maravilloso, esa cara, esas piernas, esos
ojos, se perdieron para siempre en un tonel de manteca, bolsas, arrugas, papada
y várices, canas, maquillaje. En cuanto nos vimos me apresuré a besarla y
abrazarla, ha acabado lo que nos separó, Padre, ahora somos iguales. Ya no la
odio. Por lo que hice pido perdón y su
absolución.
Se citaron para tomar un café y unos
pastelillos. Rememoraron dichas y tristezas del pasado, en un café tranquilo y
acogedor, situado en un parque arbolado cubierto de intimidad. Actualizaron sus
vidas y volvieron a engarzarse en la cadena amistosa de su juventud. Antes de
despedirse, Rosalba la invitó a una reunión de ex alumnos de la preparatoria en
el Salón Ilusión, el mismo en el que se había festejado la graduación hacía
algunos ayeres. Zenobia aceptó gustosa y se despidió cariñosamente de su amiga
reencontrada.
El día del baile Zenobia entró
taconeando con la firmeza y seguridad proporcionada por sus zapatillas Gucci rojas, de tacón de aguja, que
elevaban su metro y medio de estatura quince centímetros más, con el rostro en alto
y una sonrisa, de política en época de elecciones, saludando a todos y a nadie
al mismo tiempo
Se acercó al primer grupo dónde
departían alegremente algunas viejas amistades.
-
¿Federico… Lucinda… Marcos? Los reconocí de inmediato después de tantos años
¿Cómo están? ¡qué gusto volver a verlos! Al oír sus nombres, voltearon hacia
donde provenía la voz y trataron de reconocerla, al no identificarla, en un
ademán de extrañeza preguntaron: ¿Quién eres?
-Soy Zenobia, compañera de generación, estuve con ustedes los tres años.
Lucinda sonrió y la saludó
efusivamente: - ¡ya me acordé, eres la que siempre acompañaba a Rosalba ¿no?!
Las entrañas se le revolvieron al
escuchar el comentario, en su interior volvió a renacer con fuerza inaudita el
odio oculto enmascarado de cariño que le había manifestado días antes a Rosalba.
Mientras trataba de digerir el comentario que la arañaba y rasgaba por dentro.
Se oyó el ruido de varias voces
saludando la entrada de una señora con presencia distinguida, alta, de mediana edad
con vestido largo de color azul oscuro cubriendo un cuerpo maduro y esbelto con
rasgos delicados y amplia sonrisa, que dialogaba con afecto de grupo en grupo
mientras se desplazaba hacia el interior del lugar. Era un intercambio de
palabras amables y cariñosas que denotaban la significancia de su presencia en
el lugar manifestándose como una alfombra de flores adornando su caminar y
acentuando la trascendencia de su persona en las amistades de los años
juveniles.
El odio se exacerbaba en el corazón
de Zenobia, ardía la necesidad de manifestarlo, caminó lentamente al encuentro
de su paradigma y a pocos pasos de alcanzarla levantó su zarpa lanzándola hacia la cara de su amiga, sin considerar que los Gucci
que adornaban sus pies, no estaban diseñados para esos menesteres. Rodó
frente a ella llorando de humillación y desesperación,
manifestando en un grito de animal herido sus verdaderos sentimientos: ¡te
odio!, ¡te odio! ¡tú presencia siempre me ha hecho sentir menos!
El círculo de amigos se amplió,
permitiendo que Zenobia, trastabillante y con los Gucci en la mano, abandonara el lugar acompañada de la rechifla
general.
junio 7 de 2013
Derivado
del cuento “La zarpa” de José Emilio
Pacheco.
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