domingo, 29 de septiembre de 2013

El último tango


El último tango
  

Al fondo del barril desvencijado,
que alumbra un rayo de sol,
la araña en sus hilos baila tango
con los acordes del bandoneón.
Che araña
Francisco Gabilondo Soler
Cri-Cri

Entró a la cantina dando un empellón a las puertas de vaivén con la seguridad de ser un cliente preferencial. Atravesó el salón con pequeños y sonoros pasos que producían sus botas sobre la duela del piso, acompasando la melodía arrabalera que escuchaba al fondo del salón, interpretada por un músico encubierto tras un cigarro, su bandoneón y unas zancas verdes y flacas que lindaban con la cara, al estar sentado en el suelo. Las notas de la milonga que interpretaba la Chicharra, se elevaban en un espiral ondulante de humo, abrazadas al ritmo cadencioso y triste de los acordes de un instrumento que llora la tragedia en el alma de los Rioplatenses.
            Llegó al mostrador saludando a don Juan, el escarabajo dueño del lugar y le pidió su acostumbrado whiskey y una botana de moscas; acodó cuatro de sus ocho patas en la barra, se ladeó el sombrero y desabotonó la parte alta de su camisa, dejando a la vista su pecho velludo. Don Juan, con su delantal blanco y semblante sonriente, se acercó:
            Buenas tardes, Che¾ saludó, dejando una copa sobre el mostrador.
            El Che, levantó la mirada para observar desde lo alto a la concurrencia. Eran los mismos parroquianos que animaban el tugurio todos los días: don Gato, en su mesa de costumbre, relamiendo amoroso la espalda de una nueva compañera de pelaje atigrado y mirada astuta, que se retorcía de gusto con las caricias, mientras que con la cola llevaba el ritmo de la canción. Cuatro cucarachas emperifolladas, luciendo chemises a la moda y sombreros de casco, enarbolados por una pluma. Las damas, dispuestas a bailar con el primer  contertulio intrépido y dispuesto a pagar una ronda de copas, platicaban en estridente camaradería, con el deseo de ser observadas. No podían faltar los aburridos pulgones, en su mesa de costumbre, hablando de negocios con una botella de coñac en la mesa y sus apestosos puros contaminando el ambiente. Y como en cualquier bar de arrabal, la mesa de los crápulas borrachos: cuatro campamochas, con sombreros texanos, botas puntiagudas, camisas a cuadros, fanfarrones y provocadores esperando con ansia una trifulca con la cual desahogar sus resentimientos en contra del mundo animal.
            Después de tres copas se animó el Che a bailar, y para demostrar su habilidad, tejió un hilo que atravesaba el salón y se acercó a la mesa de las cucarachas. Extendiendo una pata, le preguntó a la más cercana:
            ¿Bailás, vos?
            La cucaracha, aceptó de buen grado y de inmediato  subieron a la red que atravesaba el salón y pidieron al músico que tocara “La cumparsita”. El Che, la tomó de la cintura (bueno, donde debería estar la cintura), acercó su cuerpo al de ella e iniciaron la danza de la carne, del deseo exacerbado, de cuerpos entrelazados en una plasticidad estética que imploraba ser esculpida. Un diálogo nuevo, la seducción hecha movimiento, el ir y venir, arrastrando sus patas en tercias de pasos y roces lúdicos llenos de pasión.
            En las mesas se aplaudía el espectáculo, la pareja  haciendo figuras se desplazaba a lo largo de la red, avanzaba y retrocedía al compás de los acordes, derramando sensualidad.
            De pronto, se escuchó una voz fuerte que opacó la música del bandoneón:
            ¡Ya siéntate, payaso!
            Procedía de una mesa del fondo, dónde se encontraban bebiendo las cuatro campamochas.
            ¾¿Qué te pasá? ¿Andás mamado, boludo?, le espetó el Che… y prosiguió dando los tres pasitos arrastraditos pa delante y para atrás.
            Se levantaron las campamochas de su mesa, animadas porque les había funcionado la provocación y, trastabillando, se abalanzaron sobre el Che que sólo alcanzo a hacer a un lado a su pareja antes de que lo comenzaran a golpear.
            Se movió el tonel que servía como bar cuando de un salto la Gata atigrada se plantó en el centro de la contienda, y de varios zarpazos, eliminó a los atacantes. El movimiento precipitó al bar por la ladera y con él a la clientela, en un embrollo de animales y objetos rodando y saltando dentro del barril. El bar se despedazó al chocar con el albañal, al fondo del barranco.
            ¾Che, ¡Qué madrazo! ¾dijo, acomodándose el sombrero y  sacudiendo su camisa. “Así es la vida, a veces lo tenés todo y de pronto… nada”.
            Comprobó que estaba intacto, encontró dos arbustos cercanos y comenzó a tejer su nueva vida…

martes, 24 de septiembre de 2013

¡Aguas...!



¡Aguas…!

Tras el zaguán preparaban para la gran batalla del sábado de gloria. Mientras Julio llenaba los globos con agua, Antonio, los recipientes, alineándolos para ser utilizados rápidamente. Habían sido escogidos como abastecedores durante la guerra contra los de la calle Villa Franqueza. La palomilla de Pino eran diez, el Tlacuilo y tres más se resguardaban dentro de la tortillería de doña Leonor —su tía— atisbando detrás del mostrador. El Chacuas con otros tres del otro lado de la calle, tras la reja de la vecindad, llevaban esperando buen rato.  ¡Seguro vendrían!, era una pelea pactada.
            Una trompeta anunció la llegada de los Francos, la tocaba Melindres. Al frente del grupo el Pata loca, remarcando en cada paso el origen de su apodo. Flaco, largo, con una playera negra que le llegaba a las rodillas y semblante bravucón rodeado de una mata de pelos, se acercaba pendencieramente. Lo seguían tres carretillas repletas de recipientes y proyectiles, conducidas trabajosamente por sus secuaces; el resto del contingente, con proyectiles en ambas manos, los seguían entre gritos de guerra.
            Los Pinos dejaron que llegaran a la mitad de la calle y salieron al grito de ¡agua para los Francos!, ¡empápenlos!, seguido de los chorros lanzados sobre los agresores, que como olas sobre la escollera, esparcieron sus racimos. La batalla se generalizó, las carreras para lanzar o esquivar proyectiles abarcó toda la calle; los vecinos acompañaban la contienda sonrientes; el impacto de los globos al estallar sobre los cuerpos diseminaba miríadas de gotas brillantes por los rayos del sol, que al alcanzar los cuerpos de los contrarios, resbalaban hasta la terracería de la calle. El Pata loca se levantó lentamente cuando su sombra terminó de secarse, volvió al ataque agradeciendo el frescor, interrumpiendo el bochorno que lo acompañaba en esa mañana de sábado de gloria. La superficie reseca de la pedregosa calle escondió el preciado líquido en sus entrañas borrando apresuradamente las huellas vaporosas en su cuerpo acalorado. La batalla generalizada no respetaba edades ni colores. Las vestimentas con el fragor de la contienda se fueron plegando a sus portadores, escurriéndose al abrazar sus cuerpos.
            Los contrincantes corrían por la calle empapados, chorreando agua de cabeza a pies con las armas en las manos, buscando posibles víctimas. El ardiente sol de mediodía amenizaba iluminando con destellos iridiscentes el agua de los baldes que en tropel salían de las casas. Era una carcajada colectiva, una alegría sinfín, como sólo puede ser disfrutada por los espíritus sometidos a la lucha por la sobrevivencia y mágicamente liberados.
         Entre el bullicio de la gente emergió un leve sonido que se elevó poco a poco hasta alcanzar la estridencia. El miedo al temido poder represor de la autoridad se manifestó  ampliamente; gritos de desesperación acompañaron a la huida desaforada en busca de escondrijos, tardía e inútilmente encontrados cuando el garrote estaba por alcanzarlos, entre empellones por escapar del brazo de la justicia. La calle era el caos, la desbandada resultó inútil, los implicados en la contienda fueron aprehendidos y llevados a la Delegación por dilapidar un valioso y escaso recurso que al gobierno le cuesta tanto proporcionar.
            Al abogado defensor no le fue difícil liberarlos, al demostrar con recibos en mano, que en esa colonia llevan dos años comprando semanalmente a pipas particulares, el agua que consumen.




lunes, 23 de septiembre de 2013

Método critico paranoico


Método Crítico paranoico


 De ninguna manera volveré a México.
 No soporto estar en un país más surrealista
 que mis pinturas.
SalvadorDalí

Lola me trajo a Nueva York a celebrar nuestro vigésimo aniversario de casados. Hemos disfrutado esta hermosa metrópoli desgastando los zapatos y los bolsillos en un trepidante caminar, de compras en grandes almacenes, comiendo en restaurantes famosos y visitando sitios de interés turístico: Central Park, Quinta Avenida, Empire State, Estatua de la Libertad. Disfrutamos en Broadway de maravillosas obras de teatro. Conocimos el Museo Metropolitano y ahora estamos en el de Arte Moderno. He recorrido varias salas apresuradamente, observando al vuelo, pinturas de autores famosos. Sin embargo, al llegar a Dalí, me detuve abruptamente para contemplar La persistencia de la memoria.
            Mi mente divaga, el tiempo pasa y no puedo separarme de ese cuadro  con cuatro relojes, tres de ellos blandos en un fondo realista, donde el contraste de la maleabilidad con la rigidez pétrea me hace pensar en la diferencia de substancias; la vida vencida, como los cronógrafos por el tiempo, me estremece, me traslada a lo inevitable de mi acontecer y a lo efímero de la existencia.
            Me impresiona el reloj que se derrite sobre un rostro flácido descansando en la arena; el que cuelga de la rama seca, como si lo estuvieran secando al sol, y no encuentro el sentido de la mosca parada en el otro marcador del tiempo.
            Noto una oscura presencia a mi lado, la observo con disimulo y atrae mi atención su bastón de madera con empuñadura dorada, representando la cabeza de un león, recargado con descuido en el traje negro. El chaleco floreado, se deja ver por el saco abierto y contrasta con el color rojo de la  bufanda que cubre el cuello; un rostro alargado enmarcado por largos cabellos negros completa el perfil. La mirada taladrante de los grandes ojos enajenados se fija en mí; la nariz aguileña puntualiza mi presencia y los largos bigotes enroscados se carcajean de la situación.
            —¿Le gusta La persistencia de la memoria?, indaga, esbozando una sonrisa, que amplía el movimiento de los bigotes.
            —Sí, aunque creo que el autor estaba algo desquiciado al crear la obra. Sorprende la  delirante asociación de objetos en un escenario completamente onírico.
            —Sí, el método utilizado lo denomina el pintor: Crítico paranoico. Un sistema irracional de conocimiento espontáneo.
            —¡Esa no me la sabía! Lo que a mi me parece es que los relojes tienen consistencia de queso Camembert  ¿no los ve así?
            —Tiene razón, cuando pinté el cuadro, Gala y yo estábamos disfrutando un delicioso queso Camembert, acompañado de vino tinto de la Rioja.
            Extrañado por el comentario, me quedé viendo al raro sujeto. Levanté los brazos fastidiado ante la usurpación de la personalidad, di media  vuelta y me dirigí a encontrar a Lola. Caminé algunos pasos y volteé para despedirme; la galería, poblada de cuadros… no tenía visitantes.