Justicia
Jorge
Llera
Los
minutos caían pesados y contundentes en el tiempo de la población, resbalaban
por el reloj de la cúpula de la iglesia, gotas de agua que la lluvia matutina
depositaba en los barrotes de la pequeña
ventana. Unos lúgubres rayos de luz, entraban recelosos y opacos, iluminando
medrosamente la celda que ocupaba hacía una semana Juan Martínez. Tenía frío y
sus andrajos no le alcanzaban a cubrir la delgadez de su cuerpo. Descalzo,
caminaba de un lado a otro de la celda aterido por la frialdad del ambiente y
angustiado por el destino del pequeño Antonio y de María, su esposa. El aire
helado que invadía disimuladamente el entorno, subrayaba el vaho de su agitada
respiración y le producía dolor en
orejas y nariz.
Sabía que iba a ser fusilado pronto,
lo habían juzgado y condenado como un trámite administrativo más de la rutina
diaria. La autoridad era el teniente de la guarnición y dictó la sentencia rápida y contundentemente.
Contribuyó a la prontitud, el hecho de que estaba identificado como miembro
destacado del poblado.
Había asesinado al soldado cuando,
al llegar a su casa, lo sorprendió ultrajando a su mujer. Lo asesinó a
machetazos, descargando en cada golpe el odio contenido en una vida de
agravios, discriminación y abusos. Fue detenido de inmediato por los demás
miembros la patrulla. Masacrado por la golpiza recibida e inconsciente, lo
botaron en una celda del cuartel.
Juan, de carácter recio, inspiraba
respeto en su comunidad y era admirado por su vocación social. Un hombre recto,
buen esposo y padre de familia. Siempre participando en actividades de
desarrollo del pequeño pueblo.
La revolución estaba por terminar, las tropas federales iban cediendo terreno en su retirada, ésta era una de las últimas guarniciones que aún se sostenían. La tropa estaba temerosa...
La revolución estaba por terminar, las tropas federales iban cediendo terreno en su retirada, ésta era una de las últimas guarniciones que aún se sostenían. La tropa estaba temerosa...
Se oyó el chirrido de los goznes al
abrir la reja y la voz del celador al introducirse en la celda.
–¡Prepárate Juan!, encomiéndate a tu Dios y arrepiéntete de los pecados cometidos. Te vamos a fusilar en unas cuantas horas. Traje la última comida, disfrútala…
–¡Prepárate Juan!, encomiéndate a tu Dios y arrepiéntete de los pecados cometidos. Te vamos a fusilar en unas cuantas horas. Traje la última comida, disfrútala…
Dejó un plato con un contenido
pastoso y dos piezas de pan sobre el suelo y abandonó la mazmorra con el ruido
de los goznes al cerrar la reja y el
sonido del llavero, disminuyendo al alejarse.
Juan no se movió. Recargado en la
pared opuesta a la puerta, pensaba en su familia. Su abundante pelo oscuro caía
desmadejado sobre la frente, alcanzando por momentos a las cejas curvas
separadas por una nariz aguileña, señalando un bigote que cubría la delgada
boca.
El gris del mediodía, cargado de
nubes empachadas de humedad, observó con tristeza el marcial paso del pelotón
escoltando a Juan Martínez hacia su inminente fusilamiento en las afueras del
cuartel.
Le vendaron los ojos, le liaron las
manos por detrás de la espalda y lo recargaron en la pared frente al pelotón.
El teniente, a lado de los soldados, se disponía a dar la orden cuando vieron
al pequeño Antonio correr hacia su padre y abrazarlo, protegiéndolo con su
cuerpo. Tras él llegó María completando el encubrimiento.
Con desconcierto, el teniente,
furioso, dudó en dar la orden de fuego. Los soldados del pelotón se miraban
entre sí, confusos ante el dramatismo del espectáculo.
Se oyó la voz del teniente, qué
gritó:
-¡Pelotón! ¡Firmes! ¡Preparen armas!...
María
y el pequeño Antonio, se aferraron a Juan
con lamentos desesperados:
-¡No lo maten! ¡Asesinos!
El teniente dio la orden final:
-¡Fuego!...
Cayó fulminado por el impacto de
decenas de balas en el cuerpo. Borbotones de sangre mancharon de inmediato el
uniforme…
12 de
septiembre de 2013
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