lunes, 9 de septiembre de 2013

Justicia




Justicia

Jorge Llera

Los minutos caían pesados y contundentes en el tiempo de la población, resbalaban por el reloj de la cúpula de la iglesia, gotas de agua que la lluvia matutina depositaba  en los barrotes de la pequeña ventana. Unos lúgubres rayos de luz, entraban recelosos y opacos, iluminando medrosamente la celda que ocupaba hacía una semana Juan Martínez. Tenía frío y sus andrajos no le alcanzaban a cubrir la delgadez de su cuerpo. Descalzo, caminaba de un lado a otro de la celda aterido por la frialdad del ambiente y angustiado por el destino del pequeño Antonio y de María, su esposa. El aire helado que invadía disimuladamente el entorno, subrayaba el vaho de su agitada respiración y le producía dolor en  orejas y nariz.
            Sabía que iba a ser fusilado pronto, lo habían juzgado y condenado como un trámite administrativo más de la rutina diaria. La autoridad era el teniente de la guarnición y  dictó la sentencia rápida y contundentemente. Contribuyó a la prontitud, el hecho de que estaba identificado como miembro destacado del poblado.
            Había asesinado al soldado cuando, al llegar a su casa, lo sorprendió ultrajando a su mujer. Lo asesinó a machetazos, descargando en cada golpe el odio contenido en una vida de agravios, discriminación y abusos. Fue detenido de inmediato por los demás miembros la patrulla. Masacrado por la golpiza recibida e inconsciente, lo botaron en una celda del cuartel.
            Juan, de carácter recio, inspiraba respeto en su comunidad y era admirado por su vocación social. Un hombre recto, buen esposo y padre de familia. Siempre participando en actividades de desarrollo del pequeño pueblo.
             La revolución estaba por terminar, las tropas federales iban cediendo terreno en su retirada, ésta era una de las últimas guarniciones que aún se sostenían. La tropa estaba temerosa...
            Se oyó el chirrido de los goznes al abrir la reja y la voz del celador al introducirse en la celda.
           –¡Prepárate Juan!, encomiéndate a tu Dios y arrepiéntete de los pecados cometidos. Te vamos a fusilar en unas cuantas horas. Traje la última comida, disfrútala…
            Dejó un plato con un contenido pastoso y dos piezas de pan sobre el suelo y abandonó la mazmorra con el ruido de los goznes  al cerrar la reja y el sonido del llavero, disminuyendo al alejarse.
            Juan no se movió. Recargado en la pared opuesta a la puerta, pensaba en su familia. Su abundante pelo oscuro caía desmadejado sobre la frente, alcanzando por momentos a las cejas curvas separadas por una nariz aguileña, señalando un bigote que cubría la delgada boca.
            El gris del mediodía, cargado de nubes empachadas de humedad, observó con tristeza el marcial paso del pelotón escoltando a Juan Martínez hacia su inminente fusilamiento en las afueras del cuartel.
            Le vendaron los ojos, le liaron las manos por detrás de la espalda y lo recargaron en la pared frente al pelotón. El teniente, a lado de los soldados, se disponía a dar la orden cuando vieron al pequeño Antonio correr hacia su padre y abrazarlo, protegiéndolo con su cuerpo. Tras él llegó María completando el encubrimiento.
            Con desconcierto, el teniente, furioso, dudó en dar la orden de fuego. Los soldados del pelotón se miraban entre sí, confusos ante el dramatismo del espectáculo.
            Se oyó la voz del teniente, qué gritó:
            -¡Pelotón! ¡Firmes! ¡Preparen armas!...
            María y el pequeño Antonio, se aferraron  a Juan con lamentos desesperados:
            -¡No lo maten! ¡Asesinos!
            El teniente dio la orden final:
            -¡Fuego!...
            Cayó fulminado por el impacto de decenas de balas en el cuerpo. Borbotones de sangre mancharon de inmediato el uniforme…

12 de septiembre de 2013


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