El
ilusionista
"Estoy sólo y no hay nadie en el espejo…"
Jorge Luis Borges
La mañana fresca y húmeda del otoño se introduce con timidez por el balcón de mi estudio, se acompaña
de una irrelevante luminosidad que con rayos ociosos y tenues, matiza la
claridad del lugar de trabajo sin calentar el ambiente. El aroma a pino
proveniente del jardín, y el gorjeo de algunas aves animan el frío
día de trabajo,
y siento la brisa acompañada de un suave
rocío, acariciando mi cuerpo y traspasando el tejido fino de lana, del suéter. Me alejo
de la ventana con la pipa exhalado cándidas espirales de humo, simulando un
ferrocarril en marcha. Regreso a mi escritorio y lleno pausadamente las
cuartillas de un cuento que versa sobre ilusionismo, en el que un joven mago
realiza experimentos sobre
factores físicos de refracción
y reflexión de la luz, para un
acto espectacular e innovador,
de espejos paralelos.
Hilvano frases en el computador y corrijo hojas
impresas, escritas
con la estilográfica
que mi padre me regaló al titularme en la
licenciatura de letras. La pluma me
acompaña desde
entonces y juntos hemos corregido miles de hojas y escrito bellos versos; estoy
tan acostumbrado a ella que mis dedos se amoldan amablemente, conformando en su
contorno un conjunto equilibrado. La reposo en el escritorio después de corregir unas notas, y fijo la mirada en el
espejo de cuerpo entero que tengo frente a mí: Enmarcado en madera de caoba,
con base y molduras
estilo barroco, fue adquirido por mis abuelos en un bazar de antigüedades
y llegó a mi propiedad, con la herencia. De pequeño, me imponía su presencia cuando visitaba
la biblioteca. Localizado
en la pared poniente, y rodeado de libreros, sentía
una mórbida atracción
por ver mi imagen reflejada en él; me atraía y atemorizaba. Ahora, contrasta armónicamente
con la decoración
modernista a la que soy afecto, dándole un sentido de sobriedad y tradicionalismo al
estudio. Me sigue atrayendo con cierta insania. Frecuentemente hago un alto en
la escritura y me contemplo en él; me parece que refleja diferente, parece tener un
secreto por compartir.
Estoy iniciando la narración con el ilusionista allegándose del auxilio de expertos para producir por
medio de gases, luces, refracciones y reflexiones de ondas luminosas, el efecto
de desaparecer objetos ante los ojos de los espectadores.
Trato de entender el fenómeno de las imágenes infinitas en espejos paralelos, con la
finalidad de que el taumaturgo del relato experimente situaciones y emociones reales. Acomodo una luna
frente al barroco y me siento entre ambos.
Concentro mi vista en él,
y una serie de imágenes mías, ordenadas al infinito, fijan en mí su mirada
curiosa y expectante. Me resulta atrayente; muevo mis brazos, y miles de yos,
me secundan; cambio de posición y, un ejército de soldados simultáneos acata mi
movimiento. Se me ocurre pensar: ¿Qué hay después de las imágenes...?, y sonrío
por la falta de rigidez científica de mi estúpido cuestionamiento.
Después de un largo rato de observarme, tengo la ilusión de que me muevo,
acercándome poco a poco
al espejo barroco; estoy consciente de que sólo es mi imaginación; tal vez un mareo, o el aturdimiento y cansancio de
mi vista al ser fijada durante un largo rato en un objeto. El movimiento no implica desplazamiento de la silla dónde estoy sentado. Sin embargo, siento acercarme cada vez más. Me cubro la cara con las manos y cuando las bajo,
me sorprendo traspasando el marco del primer espejo y el desplazamiento se incrementa en velocidad; traspaso el segundo con mayor rapidez;
la velocidad aumenta con
el tercero, y a partir del cuarto pierdo la noción de la celeridad. Conforme voy avanzando veo con mi visión
periférica los
marcos desplazarse, cómo los postes a través de las ventanillas de un tren a gran velocidad. Así, persiguiendo mis imágenes,
transcurre
vertiginosamente una circunvolución de avenidas virtuales. Quiero detenerme y no lo logro, el horizonte
se va oscureciendo según me adentro en él. Sigo en una loca carrera profundizando en la
lobreguez de la nada, penetrando furtivamente a lo insondable del laberinto...
al infinito. Tengo frío, estoy inmóvil, carente de toda fuerza, y con la
velocidad, los postes desaparecen conmigo en la penumbra que la oscuridad va
cubriendo…
—¡Si, inspector, soy la madre del escritor!, yo los llamé. Mi hijo
lleva un mes perdido, no sabemos nada de él; no avisó que fuera a salir de
viaje; tampoco se ha comunicado con nosotros, ni con sus amigos. ¡Está desaparecido!
Encontramos su departamento sin cambios, sólo su querida pluma sobre el
escritorio, en la computadora el inicio de un cuento sobre un ilusionista y una
silla entre éstos
dos espejos.
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