domingo, 8 de septiembre de 2013

El ilusionista


El ilusionista

"Estoy sólo y no hay nadie en el espejo…"
Jorge Luis Borges

La mañana fresca y húmeda del otoño se introduce con timidez por el balcón de mi estudio, se acompaña de una irrelevante luminosidad que con rayos ociosos y tenues, matiza la claridad del lugar de trabajo sin calentar el ambiente. El aroma a pino proveniente del jardín, y el gorjeo de algunas aves animan el frío día de trabajo, y  siento la brisa acompañada de un suave rocío, acariciando mi cuerpo y traspasando el tejido fino de lana, del suéter.  Me  alejo de la ventana con la pipa exhalado cándidas espirales de humo, simulando un ferrocarril en marcha. Regreso a mi escritorio y lleno pausadamente las cuartillas de un cuento que versa sobre ilusionismo, en el que un joven mago realiza experimentos sobre factores físicos de refracción y reflexión de la luz,  para un acto espectacular e innovador, de espejos paralelos.
            Hilvano frases en el computador y corrijo hojas impresas, escritas con  la estilográfica que  mi padre me regaló al titularme en la licenciatura de letras. La pluma me acompaña desde entonces y juntos hemos corregido miles de hojas y escrito bellos versos; estoy tan acostumbrado a ella que mis dedos se amoldan amablemente, conformando en su contorno un conjunto equilibrado. La reposo en el escritorio después de corregir unas notas, y fijo la mirada en el espejo de cuerpo entero que tengo frente a mí: Enmarcado en madera de caoba, con base y molduras estilo barroco, fue adquirido por mis abuelos en un bazar de antigüedades y llegó a mi propiedad, con la herencia.  De pequeño, me imponía su presencia cuando visitaba la biblioteca. Localizado en la pared poniente, y rodeado de libreros, sentía una mórbida atracción por ver mi imagen reflejada en él; me atraía y atemorizaba. Ahora, contrasta armónicamente con la decoración modernista a la que soy afecto, dándole un sentido de sobriedad y tradicionalismo al estudio. Me sigue atrayendo con cierta insania. Frecuentemente hago un alto en la escritura y me contemplo en él; me parece que refleja diferente, parece tener un secreto por compartir.
            Estoy iniciando la narración con el ilusionista allegándose del auxilio de expertos para producir por medio de gases, luces, refracciones y reflexiones de ondas luminosas, el efecto de desaparecer objetos ante los ojos de los espectadores. 
            Trato de entender el fenómeno de las imágenes infinitas en espejos paralelos, con la finalidad de que el taumaturgo del relato experimente situaciones y emociones reales. Acomodo una luna frente al barroco y me  siento entre ambos. Concentro mi vista en él, y una serie de imágenes mías, ordenadas al infinito, fijan en mí su mirada curiosa y expectante. Me resulta atrayente; muevo mis brazos, y miles de yos, me secundan; cambio de posición y, un ejército de soldados simultáneos acata mi movimiento. Se me ocurre pensar: ¿Qué hay después de las imágenes...?, y sonrío por la falta de rigidez científica de mi estúpido cuestionamiento.
            Después de un largo rato de observarme, tengo la ilusión de que me muevo, acercándome poco a poco al espejo barroco; estoy consciente de que sólo es mi imaginación; tal vez un mareo, o el aturdimiento y cansancio de mi vista al ser fijada durante un largo rato en un objeto. El movimiento  no implica desplazamiento de la silla dónde estoy sentado. Sin embargo, siento acercarme cada vez más. Me cubro la cara con las manos y cuando las bajo, me sorprendo traspasando el marco del primer espejo  y el desplazamiento se incrementa en velocidad; traspaso el segundo con mayor rapidez; la velocidad aumenta con el tercero, y a partir del cuarto pierdo la noción de la celeridad. Conforme voy  avanzando veo con mi visión periférica los marcos desplazarse, mo los postes a través de las ventanillas de un tren a gran velocidad. Así, persiguiendo mis imágenes, transcurre vertiginosamente una circunvolución de avenidas virtuales. Quiero detenerme y no lo logro, el horizonte se va oscureciendo según me adentro en él. Sigo en una loca carrera profundizando en la lobreguez de la nada, penetrando furtivamente a lo insondable del laberinto... al infinito. Tengo frío, estoy inmóvil, carente de toda fuerza, y con la velocidad, los postes desaparecen conmigo en la penumbra que la oscuridad va cubriendo…
—¡Si, inspector, soy la madre del escritor!, yo los llamé. Mi hijo lleva un mes perdido, no sabemos nada de él; no avisó que fuera a salir de viaje; tampoco se ha comunicado con nosotros, ni con sus amigos. ¡Está desaparecido! Encontramos su departamento sin cambios, sólo su querida pluma sobre el escritorio, en la computadora el inicio de un cuento sobre un ilusionista y una silla  entre éstos dos espejos.

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