El último tango
Al fondo del barril
desvencijado,
que alumbra un rayo de sol,
la araña en sus hilos baila
tango
con los acordes del
bandoneón.
Che araña
Francisco
Gabilondo Soler
Cri-Cri
Entró a la cantina dando un
empellón a las puertas de vaivén con la seguridad de ser un cliente
preferencial. Atravesó el salón con pequeños y sonoros pasos que producían sus
botas sobre la duela del piso, acompasando la melodía arrabalera que escuchaba
al fondo del salón, interpretada por un músico encubierto tras un cigarro, su
bandoneón y unas zancas verdes y flacas que lindaban con la cara, al estar
sentado en el suelo. Las notas de la milonga que interpretaba la Chicharra, se
elevaban en un espiral ondulante de humo, abrazadas al ritmo cadencioso y
triste de los acordes de un instrumento que llora la tragedia en el alma de los
Rioplatenses.
Llegó al mostrador saludando a don Juan, el escarabajo dueño del lugar y le
pidió su acostumbrado whiskey y una botana de moscas; acodó
cuatro de sus ocho patas en la barra, se ladeó el sombrero y desabotonó la
parte alta de su camisa, dejando a la vista su pecho velludo. Don Juan, con su
delantal blanco y semblante sonriente, se acercó:
—Buenas tardes, Che¾ saludó,
dejando una copa sobre el mostrador.
El Che, levantó la mirada para observar desde lo alto a la concurrencia. Eran
los mismos parroquianos que animaban el tugurio todos los días: don Gato, en su
mesa de costumbre, relamiendo amoroso la espalda de una nueva compañera de
pelaje atigrado y mirada astuta, que se retorcía de gusto con las caricias,
mientras que con la cola llevaba el ritmo de la canción. Cuatro cucarachas
emperifolladas, luciendo chemises a la moda y sombreros de
casco, enarbolados por una pluma. Las damas, dispuestas a bailar con el primer
contertulio intrépido y dispuesto a pagar una ronda de copas, platicaban
en estridente camaradería, con el deseo de ser observadas. No podían faltar los
aburridos pulgones, en su mesa de costumbre, hablando de negocios con una botella
de coñac en la mesa y sus apestosos puros contaminando el
ambiente. Y como en cualquier bar de arrabal, la mesa de los crápulas
borrachos: cuatro campamochas, con sombreros texanos, botas puntiagudas,
camisas a cuadros, fanfarrones y provocadores esperando con ansia una trifulca
con la cual desahogar sus resentimientos en contra del mundo animal.
Después de tres copas se animó el Che a bailar, y para demostrar su habilidad,
tejió un hilo que atravesaba el salón y se acercó a la mesa de las cucarachas.
Extendiendo una pata, le preguntó a la más cercana:
—¿Bailás,
vos?
La cucaracha, aceptó de buen grado y de inmediato subieron a la red que
atravesaba el salón y pidieron al músico que tocara “La cumparsita”. El Che, la
tomó de la cintura (bueno, donde debería estar la cintura), acercó su cuerpo al
de ella e iniciaron la danza de la carne, del deseo exacerbado, de
cuerpos entrelazados en una plasticidad estética que imploraba ser esculpida.
Un diálogo nuevo, la seducción hecha movimiento, el ir y venir, arrastrando sus
patas en tercias de pasos y roces lúdicos llenos de pasión.
En las mesas se aplaudía el espectáculo, la pareja haciendo figuras se
desplazaba a lo largo de la red, avanzaba y retrocedía al compás de los
acordes, derramando sensualidad.
De pronto, se escuchó una voz fuerte que opacó la música del bandoneón:
—¡Ya siéntate, payaso!
Procedía de una mesa del fondo, dónde se encontraban bebiendo las cuatro
campamochas.
¾¿Qué te pasá? ¿Andás mamado, boludo?, le espetó el Che… y prosiguió dando
los tres pasitos arrastraditos pa delante y para atrás.
Se levantaron las campamochas de su mesa, animadas porque les había funcionado
la provocación y, trastabillando, se abalanzaron sobre el Che que sólo alcanzo
a hacer a un lado a su pareja antes de que lo comenzaran a golpear.
Se movió el tonel que servía como bar cuando de un salto la Gata atigrada se
plantó en el centro de la contienda, y de varios zarpazos, eliminó a los
atacantes. El movimiento precipitó al bar por la ladera y con él a la clientela,
en un embrollo de animales y objetos rodando y saltando dentro del barril. El
bar se despedazó al chocar con el albañal, al fondo del barranco.
¾Che, ¡Qué madrazo! ¾dijo,
acomodándose el sombrero y sacudiendo su camisa. “Así es la vida, a veces
lo tenés todo y de pronto… nada”.
Comprobó que estaba intacto, encontró dos arbustos cercanos y comenzó a tejer
su nueva vida…
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