martes, 24 de septiembre de 2013

¡Aguas...!



¡Aguas…!

Tras el zaguán preparaban para la gran batalla del sábado de gloria. Mientras Julio llenaba los globos con agua, Antonio, los recipientes, alineándolos para ser utilizados rápidamente. Habían sido escogidos como abastecedores durante la guerra contra los de la calle Villa Franqueza. La palomilla de Pino eran diez, el Tlacuilo y tres más se resguardaban dentro de la tortillería de doña Leonor —su tía— atisbando detrás del mostrador. El Chacuas con otros tres del otro lado de la calle, tras la reja de la vecindad, llevaban esperando buen rato.  ¡Seguro vendrían!, era una pelea pactada.
            Una trompeta anunció la llegada de los Francos, la tocaba Melindres. Al frente del grupo el Pata loca, remarcando en cada paso el origen de su apodo. Flaco, largo, con una playera negra que le llegaba a las rodillas y semblante bravucón rodeado de una mata de pelos, se acercaba pendencieramente. Lo seguían tres carretillas repletas de recipientes y proyectiles, conducidas trabajosamente por sus secuaces; el resto del contingente, con proyectiles en ambas manos, los seguían entre gritos de guerra.
            Los Pinos dejaron que llegaran a la mitad de la calle y salieron al grito de ¡agua para los Francos!, ¡empápenlos!, seguido de los chorros lanzados sobre los agresores, que como olas sobre la escollera, esparcieron sus racimos. La batalla se generalizó, las carreras para lanzar o esquivar proyectiles abarcó toda la calle; los vecinos acompañaban la contienda sonrientes; el impacto de los globos al estallar sobre los cuerpos diseminaba miríadas de gotas brillantes por los rayos del sol, que al alcanzar los cuerpos de los contrarios, resbalaban hasta la terracería de la calle. El Pata loca se levantó lentamente cuando su sombra terminó de secarse, volvió al ataque agradeciendo el frescor, interrumpiendo el bochorno que lo acompañaba en esa mañana de sábado de gloria. La superficie reseca de la pedregosa calle escondió el preciado líquido en sus entrañas borrando apresuradamente las huellas vaporosas en su cuerpo acalorado. La batalla generalizada no respetaba edades ni colores. Las vestimentas con el fragor de la contienda se fueron plegando a sus portadores, escurriéndose al abrazar sus cuerpos.
            Los contrincantes corrían por la calle empapados, chorreando agua de cabeza a pies con las armas en las manos, buscando posibles víctimas. El ardiente sol de mediodía amenizaba iluminando con destellos iridiscentes el agua de los baldes que en tropel salían de las casas. Era una carcajada colectiva, una alegría sinfín, como sólo puede ser disfrutada por los espíritus sometidos a la lucha por la sobrevivencia y mágicamente liberados.
         Entre el bullicio de la gente emergió un leve sonido que se elevó poco a poco hasta alcanzar la estridencia. El miedo al temido poder represor de la autoridad se manifestó  ampliamente; gritos de desesperación acompañaron a la huida desaforada en busca de escondrijos, tardía e inútilmente encontrados cuando el garrote estaba por alcanzarlos, entre empellones por escapar del brazo de la justicia. La calle era el caos, la desbandada resultó inútil, los implicados en la contienda fueron aprehendidos y llevados a la Delegación por dilapidar un valioso y escaso recurso que al gobierno le cuesta tanto proporcionar.
            Al abogado defensor no le fue difícil liberarlos, al demostrar con recibos en mano, que en esa colonia llevan dos años comprando semanalmente a pipas particulares, el agua que consumen.




No hay comentarios:

Publicar un comentario