¡Aguas…!
Tras el zaguán preparaban
para la gran batalla del sábado de gloria.
Mientras Julio llenaba los globos con agua, Antonio, los recipientes,
alineándolos para ser utilizados rápidamente. Habían sido escogidos como abastecedores
durante la guerra contra los de la calle Villa Franqueza. La palomilla de Pino eran diez, el Tlacuilo y tres más se resguardaban dentro de la tortillería de
doña Leonor —su tía— atisbando detrás del mostrador. El Chacuas con otros tres del otro lado de la calle, tras la reja de
la vecindad, llevaban esperando buen rato.
¡Seguro vendrían!, era una pelea pactada.
Una trompeta anunció la llegada de
los Francos, la tocaba Melindres. Al frente del grupo el Pata loca, remarcando en cada paso el origen
de su apodo. Flaco, largo, con una playera negra que le llegaba a las rodillas
y semblante bravucón rodeado de una mata de pelos, se acercaba
pendencieramente. Lo seguían tres carretillas repletas de recipientes y
proyectiles, conducidas trabajosamente por sus secuaces; el resto del contingente,
con proyectiles en ambas manos, los seguían entre gritos de guerra.
Los
Pinos dejaron que llegaran a la mitad de la calle y salieron al grito de
¡agua para los Francos!, ¡empápenlos!, seguido de los chorros lanzados sobre
los agresores, que como olas sobre la escollera, esparcieron sus racimos. La
batalla se generalizó, las carreras para lanzar o esquivar proyectiles abarcó
toda la calle; los vecinos acompañaban la contienda sonrientes; el impacto de
los globos al estallar sobre los cuerpos diseminaba miríadas de gotas
brillantes por los rayos del sol, que al alcanzar los cuerpos de los contrarios,
resbalaban hasta la terracería de la calle. El
Pata loca se levantó lentamente cuando su sombra terminó de secarse, volvió
al ataque agradeciendo el frescor, interrumpiendo el bochorno que lo acompañaba
en esa mañana de sábado de gloria. La
superficie reseca de la pedregosa calle escondió el preciado líquido en sus
entrañas borrando apresuradamente las huellas vaporosas en su cuerpo acalorado.
La batalla generalizada no respetaba edades ni colores. Las vestimentas con el
fragor de la contienda se fueron plegando a sus portadores, escurriéndose al
abrazar sus cuerpos.
Los contrincantes corrían por la
calle empapados, chorreando agua de cabeza a pies con las armas en las manos, buscando
posibles víctimas. El ardiente sol de mediodía amenizaba iluminando con
destellos iridiscentes el agua de los baldes que en tropel salían de las casas.
Era una carcajada colectiva, una alegría sinfín, como sólo puede ser disfrutada
por los espíritus sometidos a la lucha por la sobrevivencia y mágicamente
liberados.
Entre el bullicio de la gente emergió un leve sonido que se
elevó poco a poco hasta alcanzar la estridencia. El miedo al temido poder
represor de la autoridad se manifestó ampliamente;
gritos de desesperación acompañaron a la huida desaforada en busca de
escondrijos, tardía e inútilmente encontrados cuando el garrote estaba por
alcanzarlos, entre empellones por escapar del brazo de la justicia. La calle
era el caos, la desbandada resultó inútil, los implicados en la contienda fueron
aprehendidos y llevados a la Delegación por dilapidar un valioso y escaso
recurso que al gobierno le cuesta tanto proporcionar.
Al abogado defensor no le fue
difícil liberarlos, al demostrar con recibos en mano, que en esa colonia llevan
dos años comprando semanalmente a pipas particulares, el agua que consumen.
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