El compromiso
—¿Qué compromisos tengo hoy, Estelita?
—A las diez vienen los alemanes
para revisar el proyecto de la fábrica de alimentos, dejó dicho el director que
usted los atienda; a las doce, tiene la reunión de trabajo en la Secretaría de Comunicaciones;
quedó de comer con el licenciado Velázquez en el restaurante Del Bosque a las tres de la tarde. ¡Ah!
y habló su esposa, pidiéndome le recordara la ceremonia de graduación de su
hija Erika a las seis, en el teatro de Los Insurgentes. Que no vaya a faltar
como de costumbre, su hija está muy ilusionada con su asistencia. Por otra
parte, le informo que aún no entregan el carro del taller, hasta ahora tendrán
la refacción y estará listo mañana por
la tarde.
Rubén Olmos salió de la Secretaría
de Comunicaciones a las dos de la tarde y abordó un taxi.
—¡Al restaurante Del Bosque!, segunda
sección de Chapultepec.
—Sí, señor. Nos vamos a tardar un
poco por los bloqueos, los maestros
se están manifestando en la ciudad.
El taxi se desplazó por la avenida
Lázaro Cárdenas. Conforme se aproximaban al centro histórico el tránsito se
hacía más lento. Los automóviles circulaban a la misma velocidad que las
personas y éstas los comenzaron a rebasar. Gritaban consignas en contra del
gobierno, llevaban en alto cartelones y mantas alusivas del rechazo a la
reforma educativa y a la defensa del petróleo. Levantando los puños para
enfatizar sus demandas, caminaban a los costados del taxi impidiéndole
desviarse y buscar una salida. Después de varios intentos el conductor lo
logró, y por callejuelas estrechas llegaron al restaurante con media hora de
retraso.
A las cinco de la
tarde, tomó el taxi que lo esperaba en la puerta, salieron del bosque y encontraron
las calles bloqueadas; maestros, trabajadores de la Compañía de Luz,
organizaciones sociales y estudiantes, les impedían avanzar.
Desesperado, abandonó el vehículo y
comenzó un exasperante trajinar en una carrera sofocante. La ciudad era un
caos, vivía una trombosis generalizada,
sus arterias bloqueadas No había ningún medio de transporte, ríos de gente
circulaban por aceras y avenidas. Los edificios vomitaban oficinistas que se
incorporaban al caudal engrosándolo; afluentes que alimentaban el río de
insatisfacción social, de hartazgo de un mal gobierno, dificultaban el
transitar de la gente. Luchando codo a codo, avanzó invadiendo espacios,
abriendo huecos entre las personas adyacentes, sudando el amontonamiento,
respirando el aliento vecino. Se coló en la primera calle que encontró menos
saturada y, con el portafolio en mano y la gabardina en el brazo, comenzó un
trote largo hacia su destino.
Llegó a la avenida Revolución por Río Mixcoac, dobló por la calle de Félix Parra y exhausto se detuvo a recuperarse. La sed lo consumía, transpiraba abundantemente empapando la
camisa, sofocado se desabrochó la corbata, se quitó el saco y entró a la tienda
de abarrotes por una botella de agua. Excitado, con el rostro encarnado por el
esfuerzo y la vestimenta arrugada, bebió
de un solo trago el líquido y prosiguió su carrera, consciente de que aún le
faltaban varias cuadras.
Eran las siete y media de la noche cuando llegó al teatro,
con una hora y media de retraso. Subió
los peldaños de la escalera a saltos, abrió las cortinas de entrada y en la
oscuridad de su entorno sintió la proximidad de algunos espectadores parados
junto a él en el pasillo. Dilucidó que la sala estaba repleta y no avanzó más.
El publicó aplaudía mientras los estudiantes lanzaban los birretes al aire
echando a volar tres años de recuerdos con los que finalizaban un ciclo, y se
abrazaban despidiéndose para comenzar un nuevo capítulo en su vida. El alumbrado del escenario disminuía de intensidad, y el pasado
se apropiaba gradualmente de la escenografía.
Encendieron las luces de la sala, y nervioso
buscó a Lucila, su esposa. Llegó junto a ella y lo recibió con una mirada agria
y un gesto de desdén, diciéndole frente a algunos padres:
— ¡Cómo siempre, tarde y
desarreglado!
Sintió el golpe bajo, la contracción
de las vísceras, la apariencia sanguínea se volcó en una palidez de ira, rencor
y odio, atizada por las sonrisas de los circundantes.
Oyó el grito de ¡Papá!, repetido
varias veces y el paso atropellado de su hija que de un saltó llegó a sus
brazos.
—¡Papito! ¡Papito! ¡Qué bueno que
viniste! Es el mejor regalo que me han dado este día.
—Hija, te amo…
Fue lo último que alcanzó a decir antes de sentir un dolor
intenso en el pecho que lo hizo emitir un quejido gutural y caer desvanecido
sobre las butacas.
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