martes, 3 de septiembre de 2013

El Compromiso




El compromiso


¿Qué compromisos tengo hoy, Estelita?
            ­­—A las diez vienen los alemanes para revisar el proyecto de la fábrica de alimentos, dejó dicho el director que usted los atienda; a las doce, tiene la reunión de trabajo en la Secretaría de Comunicaciones; quedó de comer con el licenciado Velázquez en el restaurante Del Bosque a las tres de la tarde. ¡Ah! y habló su esposa, pidiéndome le recordara la ceremonia de graduación de su hija Erika a las seis, en el teatro de Los Insurgentes. Que no vaya a faltar como de costumbre, su hija está muy ilusionada con su asistencia. Por otra parte, le informo que aún no entregan el carro del taller, hasta ahora tendrán la refacción y estará  listo mañana por la tarde.
            Rubén Olmos salió de la Secretaría de Comunicaciones a las dos de la tarde y abordó un taxi.
­­            —¡Al restaurante Del Bosque!, segunda sección de Chapultepec.
            —Sí, señor. Nos vamos a tardar un poco por los bloqueos, los maestros se están manifestando en la ciudad.
            El taxi se desplazó por la avenida Lázaro Cárdenas. Conforme se aproximaban al centro histórico el tránsito se hacía más lento. Los automóviles circulaban a la misma velocidad que las personas y éstas los comenzaron a rebasar. Gritaban consignas en contra del gobierno, llevaban en alto cartelones y mantas alusivas del rechazo a la reforma educativa y a la defensa del petróleo. Levantando los puños para enfatizar sus demandas, caminaban a los costados del taxi impidiéndole desviarse y buscar una salida. Después de varios intentos el conductor lo logró, y por callejuelas estrechas llegaron al restaurante con media hora de retraso.
A las  cinco de la tarde, tomó el taxi que lo esperaba en la puerta, salieron del bosque y encontraron las calles bloqueadas; maestros, trabajadores de la Compañía de Luz, organizaciones sociales y estudiantes, les impedían avanzar.
            Desesperado, abandonó el vehículo y comenzó un exasperante trajinar en una carrera sofocante. La ciudad era un caos, vivía  una trombosis generalizada, sus arterias bloqueadas No había ningún medio de transporte, ríos de gente circulaban por aceras y avenidas. Los edificios vomitaban oficinistas que se incorporaban al caudal engrosándolo; afluentes que alimentaban el río de insatisfacción social, de hartazgo de un mal gobierno, dificultaban el transitar de la gente. Luchando codo a codo, avanzó invadiendo espacios, abriendo huecos entre las personas adyacentes, sudando el amontonamiento, respirando el aliento vecino. Se coló en la primera calle que encontró menos saturada y, con el portafolio en mano y la gabardina en el brazo, comenzó un trote largo hacia su destino.
            Llegó a la avenida Revolución por Río Mixcoac, dobló por la calle de Félix Parra y exhausto se detuvo a recuperarse. La sed lo consumía, transpiraba abundantemente empapando la camisa, sofocado se desabrochó la corbata, se quitó el saco y entró a la tienda de abarrotes por una botella de agua. Excitado, con el rostro encarnado por el esfuerzo y la vestimenta  arrugada, bebió de un solo trago el líquido y prosiguió su carrera, consciente de que aún le faltaban varias cuadras.
            Eran las siete y media de la noche cuando llegó al teatro, con una  hora y media de retraso. Subió los peldaños de la escalera a saltos, abrió las cortinas de entrada y en la oscuridad de su entorno sintió la proximidad de algunos espectadores parados junto a él en el pasillo. Dilucidó que la sala estaba repleta y no avanzó más. El publicó aplaudía mientras los estudiantes lanzaban los birretes al aire echando a volar tres años de recuerdos con los que finalizaban un ciclo, y se abrazaban despidiéndose para comenzar un nuevo capítulo en su  vida. El alumbrado del  escenario disminuía de intensidad, y el pasado se apropiaba gradualmente de la escenografía.
            Encendieron las luces de la sala, y nervioso buscó a Lucila, su esposa. Llegó junto a ella y lo recibió con una mirada agria y un gesto de desdén, diciéndole frente a algunos padres:
            — ¡Cómo siempre, tarde y desarreglado!      
            Sintió el golpe bajo, la contracción de las vísceras, la apariencia sanguínea se volcó en una palidez de ira, rencor y odio, atizada por las sonrisas de los circundantes.
            Oyó el grito de ¡Papá!, repetido varias veces y el paso atropellado de su hija que de un saltó llegó a sus brazos.
            —¡Papito! ¡Papito! ¡Qué bueno que viniste! Es el mejor regalo que me han dado este día.
            —Hija, te amo…
Fue lo último que alcanzó a decir antes de sentir un dolor intenso en el pecho que lo hizo emitir un quejido gutural y caer desvanecido sobre las butacas.

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