La oscuridad del mar
Jorge
Llera
Bajó por la vereda con su morral al hombro viendo con su mente
y tanteando con el bastón las señas conocidas a través de años de recorrido.
Tocó al viejo maguey con el báculo, evadiendo sus puntas y caminó el tramo de la pendiente larga
circundada de matorrales. Intuyendo que la gran roca estaba cerca, movió el
bordón en varias direcciones hasta encontrarla y la rodeó. Conforme bajaba, oía con mayor claridad el bramido
prolongado de las olas al chocar con las rocas y el chasquido final,
arrastrando guijarros en un sonido alargado, interrumpido bruscamente por un
nuevo comenzar. El aroma del árbol de guayaba le indicó que faltaba poco para
llegar a la zona de palmeras. Al proseguir, el suelo comenzó a acariciarle las
plantas de los pies y a envolver el empeine a cada paso saturando los huaraches
de arena tibia. Caminaba lentamente, balanceando su cuerpo a cada paso y
adelantando el bastón para apoyar su avance. Entró a los palmares y de ahí a la
playa. El mar bravucón, cual perro guardián, ladró e hizo aspavientos con sus
olas para amedrentarlo. Luego, sumiso y anhelante de caricias se acercó
lamiendo sus piernas y empapando el viejo y sucio pantalón de manta. De su
torso encorvado, cubierto por una delgada camiseta parda, asomaban los brazos
flácidos, delgados y morenos que auguraban el fin de una larga vida de
sufrimientos.
Llegó al
arrecife, y torpemente inició el ascenso, reconociendo con el tacto y su bastón
las salientes ya memorizadas por las cuales subir a las partes altas de la
roca. Después de incontables esfuerzos llegó al borde superior y buscó
tentaleando el rellano donde acostumbraba sentarse durante el día frente al
inmenso mar, proveedor incansable de alimentos y fuente de recuerdos, amores,
goces, rencores y desdichas.
Oleadas
arrogantes y orgullosas, restallaban cerca de su cara abofeteándolo, lacerando
su cuerpo y empapando su orgullo, inyectándole vitalidad. El líquido salobre
impregnaba su vieja y apergaminada cara cubierta de arrugas y se escurría entre
el abundante bigote y su descuidada barba.
Comenzó a
hablar con la mirada mojada y el decir entrecortado por el cúmulo de
sentimientos que detenían el libre flujo de las palabras:
— Hoy me
levanté pensando en Antonio ¿Te acuerdas? Desde pequeño lo abrazabas y reías
con él. Amaba la vida junto a ti, fuiste su mejor amigo. Aprendió pronto el arte de la
pesca y disfrutó de este tipo de vida hasta que se le metió en la cabeza
estudiar para marino. Se nos fue al puerto, a aquella escuela militar. ¡Cómo estábamos
orgullosos su mamá y yo de que hubiera escogido una actividad que lo sacara de
pescador! Qué satisfacción sentíamos cuando venía a visitarnos con aquel
uniforme tan elegante… parecía un príncipe. Y ya ves, poco nos duró el gusto:
¡Los pinches gringos nos lo mataron cuando atacaron Veracruz! Me duele el
corazón cada vez que pienso en ello y la rabia me destroza las entrañas, al recordar que el
ejercito se retiró del puerto sin ofrecer batalla, por órdenes del General
Huerta: abandonar la plaza sin combatir. Tuvieron que ser los cadetes y el
pueblo los que contendieran, con el escaso armamento con que contaban en la
escuela militar. Lloro con frecuencia mi pérdida durante las tardes en la
cabaña, trato de no hacerlo evidente porque
angustio a mi hija y mi nieta al derramar lágrimas frente a ellas. Más aún, porque
la niña al verme me acompaña con su llanto. Por eso vengo contigo, para llorar
a plenitud y recordar mi penar.
Enmudeció y
levantó el rostro hacia el horizonte encubierto por miríadas de gotas
desprendidas al romper la ola contra la roca, y ser tocadas por los mortecinos rayos del sol, para
transformarlas en iridiscentes proyectiles.
El atardecer
coloreaba de rojos, naranjas y violetas las nubes; los rayos de un sol
lujurioso, cansados de hostigar a la naturaleza, empacaban lentamente su
estructura ígnea para retirarse a descansar. El mar crecía empujado por una
luna que intentaba despertar, mientras el anciano continuaba el diálogo con un
mar que lo afrentaba en cada ola.
—Quiero
recriminar tu falta de apoyo solidario en aquel episodio que trastocó
totalmente mi vida y en la que perdí a mi pequeño Juan. Sabías que iba a salir
a pescar y no me alertaste sobre la tormenta. Tu estallido de furia nos alcanzó
cuando tratábamos de regresar y un sentimiento de impotencia invadió nuestros
corazones al soportar, afianzados a la pequeña embarcación, los embates de tu
ira cayéndonos encima, inundándonos, zarandeándonos hasta hacernos zozobrar. No
recuerdo cómo llegue a la playa, sólo se que los golpes en la cabeza me
hicieron perder el sentido y la vista. De mi hijo, ya no supe más. Lo
engulliste y al hacerlo, te llevaste parte de
mi ser. Dos hijos perdidos, la trascendencia truncada por el juicio
inapelable del destino, controlador de nuestras vidas. No te perdono por eso
¡Me traicionaste!
¿Por qué
tenías que matarlo?
¿Qué ganaste
con ese irrefrenable deseo de demostrar tu poderío?
¿¡Por qué no
me mataste a mí!?
¿Por qué me
obligaste a vivir en la oscuridad?
¿Qué
satisfacción te da el hacerme dependiente de mi única hija?
¿Cuál era la
deuda tan grande que había que pagarte?
Se sentó en
el rellano de la roca, con los brazos sobre sus rodillas sosteniendo su
humillada cabeza y recibiendo intermitentemente las bofetadas de agua sin saber
que más decir.
Sintió que
una voz grave salía de lo más profundo de su ser, cimbrándolo. Y aterrorizado, con
el pulso acelerado e intensa taquicardia y abundante sudoración que se
confundía con la humedad del ambiente escuchó dentro de sí, la dureza de palabras del
juicio final:
“¡Qué te
crees, pequeño infeliz! ¿Por qué pretendes culparme de tus decisiones? En tu estúpida egolatría, escondes
una ética de conveniencia. La hipocresía te envuelve y presenta ante el mundo como víctima y sujeto a
los caprichos del destino. El eterno perdedor, el desamparado, el desvalido que
requiere de la ayuda divina para sobrevivir. Vas a la iglesia a pedir que te
resuelvan tus problemas. Eres como todos los hombres píos, hipócrita, rencoroso
y vengativo. Esperas la entrada a un paraíso de utilería, una promesa de dicha
eterna diseñada por mortales; un remanso de paz para el solaz de espíritus
cobardes.”
“Me quieres
culpar de lo que aconteció sabiendo que todo fue consecuencia de tus acciones, estupidez,
imprevisión, falta de control de las emociones y el egoísmo con que has
conducido tu vida.”
“¿Se te fue
Antonio? No, huyó de una vida miserable para buscar nuevos horizontes que tú no
le garantizabas. Nunca lo estimulaste, el producto de la pesca siempre era para
ti. Para él sólo trabajo.”
“¿Murió tu
pequeño Juan? y ¿te quedaste ciego? ¡Imprevisión! Se veía venir la tormenta y Juan te advirtió
que sería peligroso salir, pero quisiste arriesgar y obtener una ganancia
extra. ¡tu estulticia causó la muerte de Juan y te dejó ciego! No yo.”
“Por último,
quieres pasar ante la gente como un hombre recto, engañado y abandonado por su
mujer, cuando la verdad es que la asesinaste junto con su amante y me hiciste
cómplice al obligarme a ocultar sus cuerpos en mis entrañas.”
La certeza de
las duras palabras lo torturaba, provocando confrontación de pensamientos que
violentaban el análisis de hechos y acciones. La ansiedad se apoderó de él, con
movimientos nerviosos de la cabeza negaba los juicios escuchados. Buscaba
inútilmente la compasión de un poder superior, la redención que en su interior
el mismo se negaba.
La oscuridad
plagada de estrellas doblegó el último rastro del día y el inmenso mar terminó
de crecer: altanero, belicoso y amenazante, abrió sus amplias y rugientes fauces
salpicadas de violencia para intimarlo a decidir…
El anciano
se incorporó lentamente, tiró su bastón, alzó los brazos, levantó la cara y con
voz clara y fuerte expresó:
— ¡Acógeme
en tu seno!
Dio un paso al
frente y abrazado por la ola fue devorado por la oscuridad del mar.
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