lunes, 3 de marzo de 2014

La oscuridad del mar





La oscuridad del mar

Jorge Llera

Bajó por la vereda con su morral al hombro viendo con su mente y tanteando con el bastón las señas conocidas a través de años de recorrido. Tocó al viejo maguey con el báculo, evadiendo sus puntas y  caminó el tramo de la pendiente larga circundada de matorrales. Intuyendo que la gran roca estaba cerca, movió el bordón en varias direcciones hasta encontrarla y la rodeó. Conforme  bajaba, oía con mayor claridad el bramido prolongado de las olas al chocar con las rocas y el chasquido final, arrastrando guijarros en un sonido alargado, interrumpido bruscamente por un nuevo comenzar. El aroma del árbol de guayaba le indicó que faltaba poco para llegar a la zona de palmeras. Al proseguir, el suelo comenzó a acariciarle las plantas de los pies y a envolver el empeine a cada paso saturando los huaraches de arena tibia. Caminaba lentamente, balanceando su cuerpo a cada paso y adelantando el bastón para apoyar su avance. Entró a los palmares y de ahí a la playa. El mar bravucón, cual perro guardián, ladró e hizo aspavientos con sus olas para amedrentarlo. Luego, sumiso y anhelante de caricias se acercó lamiendo sus piernas y empapando el viejo y sucio pantalón de manta. De su torso encorvado, cubierto por una delgada camiseta parda, asomaban los brazos flácidos, delgados y morenos que auguraban el fin de una larga vida de sufrimientos.
            Llegó al arrecife, y torpemente inició el ascenso, reconociendo con el tacto y su bastón las salientes ya memorizadas por las cuales subir a las partes altas de la roca. Después de incontables esfuerzos llegó al borde superior y buscó tentaleando el rellano donde acostumbraba sentarse durante el día frente al inmenso mar, proveedor incansable de alimentos y fuente de recuerdos, amores, goces, rencores y desdichas.
            Oleadas arrogantes y orgullosas, restallaban cerca de su cara abofeteándolo, lacerando su cuerpo y empapando su orgullo, inyectándole vitalidad. El líquido salobre impregnaba su vieja y apergaminada cara cubierta de arrugas y se escurría entre el abundante bigote y su descuidada barba.
            Comenzó a hablar con la mirada mojada y el decir entrecortado por el cúmulo de sentimientos que detenían el libre flujo de las palabras:
            — Hoy me levanté pensando en Antonio ¿Te acuerdas? Desde pequeño lo abrazabas y reías con él. Amaba la vida junto a ti, fuiste  su mejor amigo. Aprendió pronto el arte de la pesca y disfrutó de este tipo de vida hasta que se le metió en la cabeza estudiar para marino. Se nos fue al puerto, a aquella escuela militar. ¡Cómo estábamos orgullosos su mamá y yo de que hubiera escogido una actividad que lo sacara de pescador! Qué satisfacción sentíamos cuando venía a visitarnos con aquel uniforme tan elegante… parecía un príncipe. Y ya ves, poco nos duró el gusto: ¡Los pinches gringos nos lo mataron cuando atacaron Veracruz! Me duele el corazón cada vez que pienso en ello y la rabia  me destroza las entrañas, al recordar que el ejercito se retiró del puerto sin ofrecer batalla, por órdenes del General Huerta: abandonar la plaza sin combatir. Tuvieron que ser los cadetes y el pueblo los que contendieran, con el escaso armamento con que contaban en la escuela militar. Lloro con frecuencia mi pérdida durante las tardes en la cabaña, trato  de no hacerlo evidente porque angustio a mi hija y mi nieta al derramar lágrimas frente a ellas. Más aún, porque la niña al verme me acompaña con su llanto. Por eso vengo contigo, para llorar a plenitud y recordar mi penar.
            Enmudeció y levantó el rostro hacia el horizonte encubierto por miríadas de gotas desprendidas al romper la ola contra la roca, y ser tocadas por  los mortecinos rayos del sol, para transformarlas en iridiscentes proyectiles.
            El atardecer coloreaba de rojos, naranjas y violetas las nubes; los rayos de un sol lujurioso, cansados de hostigar a la naturaleza, empacaban lentamente su estructura ígnea para retirarse a descansar. El mar crecía empujado por una luna que intentaba despertar, mientras el anciano continuaba el diálogo con un mar que lo afrentaba  en cada ola.
            —Quiero recriminar tu falta de apoyo solidario en aquel episodio que trastocó totalmente mi vida y en la que perdí a mi pequeño Juan. Sabías que iba a salir a pescar y no me alertaste sobre la tormenta. Tu estallido de furia nos alcanzó cuando tratábamos de regresar y un sentimiento de impotencia invadió nuestros corazones al soportar, afianzados a la pequeña embarcación, los embates de tu ira cayéndonos encima, inundándonos, zarandeándonos hasta hacernos zozobrar. No recuerdo cómo llegue a la playa, sólo se que los golpes en la cabeza me hicieron perder el sentido y la vista. De mi hijo, ya no supe más. Lo engulliste y al hacerlo, te llevaste parte de  mi ser. Dos hijos perdidos, la trascendencia truncada por el juicio inapelable del destino, controlador de nuestras vidas. No te perdono por eso ¡Me traicionaste!
            ¿Por qué tenías que matarlo?
            ¿Qué ganaste con ese irrefrenable deseo de demostrar tu poderío?
            ¿¡Por qué no me mataste a mí!?
            ¿Por qué me obligaste a vivir en la oscuridad?
            ¿Qué satisfacción te da el hacerme dependiente de mi única hija?
            ¿Cuál era la deuda tan grande que había que pagarte?
            Se sentó en el rellano de la roca, con los brazos sobre sus rodillas sosteniendo su humillada cabeza y recibiendo intermitentemente las bofetadas de agua sin saber que más decir.
            Sintió que una voz grave salía de lo más profundo de su ser, cimbrándolo. Y aterrorizado, con el pulso acelerado e intensa taquicardia y abundante sudoración que se confundía con la humedad del ambiente  escuchó dentro de sí, la dureza de palabras del juicio final:
            “¡Qué te crees, pequeño infeliz! ¿Por qué pretendes culparme de tus  decisiones? En tu estúpida egolatría, escondes una ética de conveniencia. La hipocresía te envuelve y  presenta ante el mundo como víctima y sujeto a los caprichos del destino. El eterno perdedor, el desamparado, el desvalido que requiere de la ayuda divina para sobrevivir. Vas a la iglesia a pedir que te resuelvan tus problemas. Eres como todos los hombres píos, hipócrita, rencoroso y vengativo. Esperas la entrada a un paraíso de utilería, una promesa de dicha eterna diseñada por mortales; un remanso de paz para el solaz de espíritus cobardes.”
            “Me quieres culpar de lo que aconteció sabiendo que todo fue consecuencia de tus acciones, estupidez, imprevisión, falta de control de las emociones y el egoísmo con que has conducido tu vida.”
            “¿Se te fue Antonio? No, huyó de una vida miserable para buscar nuevos horizontes que tú no le garantizabas. Nunca lo estimulaste, el producto de la pesca siempre era para ti. Para él sólo trabajo.”
            “¿Murió tu pequeño Juan? y ¿te quedaste ciego? ¡Imprevisión!  Se veía venir la tormenta y Juan te advirtió que sería peligroso salir, pero quisiste arriesgar y obtener una ganancia extra. ¡tu estulticia causó la muerte de Juan y te dejó ciego! No yo.”
            “Por último, quieres pasar ante la gente como un hombre recto, engañado y abandonado por su mujer, cuando la verdad es que la asesinaste junto con su amante y me hiciste cómplice al obligarme a ocultar sus cuerpos en mis entrañas.”
            La certeza de las duras palabras lo torturaba, provocando confrontación de pensamientos que violentaban el análisis de hechos y acciones. La ansiedad se apoderó de él, con movimientos nerviosos de la cabeza negaba los juicios escuchados. Buscaba inútilmente la compasión de un poder superior, la redención que en su interior el mismo se negaba.
            La oscuridad plagada de estrellas doblegó el último rastro del día y el inmenso mar terminó de crecer: altanero, belicoso y amenazante, abrió sus amplias y rugientes fauces salpicadas de violencia para intimarlo a decidir…
            El anciano se incorporó lentamente, tiró su bastón, alzó los brazos, levantó la cara y con voz clara y fuerte expresó:
            — ¡Acógeme en tu seno!
            Dio un paso al frente y abrazado por la ola fue devorado por la oscuridad del mar.   




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