jueves, 24 de mayo de 2012

Desesperación


Desesperación
Jorge Llera Martínez

Con mortificación releí la carta: " Hola Juan, me atrevo a escribirte por el cariño que te tengo y por el gran amor

que mi hermana siempre ha sentido por tí. A pesar de que hace cinco años no se ven, sentí la necesidad de

decirte que está hospitalizada y en estado de coma en el hospital "La Cruz" desde hace un mes, a causa de un 

choque automovilístico. Los doctores le ven pocas probabilidades de recuperación y creen que si no comienza a

responder a los tratamientos, la desconectarán en poco tiempo de los aparatos que la mantienen con vida.

Con cariño, Mercedes"
Dejé la carta sobre la mesa lateral, recline mi cabeza en el respaldo del sillón y al cerrar los ojos, brotaron en cascada  recuerdos e imágenes de nuestra relación que rodaron incongruentes y desordenados en mi mente. Pronto los sentimientos de rencor emergieron de la oscuridad en que el tiempo los había postrado. Recordé la traición y  el abandono al compromiso establecido. El rompimiento fue acre y violento.
Traté de ordenar el caos emocional que me abatía. Recordé la noche de su graduación, en la que me eligió de entre varios pretendientes para ser su pareja. Bailamos toda la noche y viví intensamente la atracción  que sentía  por ella desde el día que la había conocido. La gracilidad  al bailar, el aroma sensual  de su perfume, la suavidad de sus manos,  el calor de su cuerpo juvenil y sobre todo, el carácter jovial y la platica inteligente, marcaron indeleblemente al amor de mi vida.
En el tiempo vivido con ella alcancé la sublime sensación del amor ideal,  de ser dos y uno a la vez, de estar pleno en la vida. No me faltaba nada y la amaba apasionadamente.
El desencuentro, causante de la separación, fue altamente emotivo, un  estallido de cólera y  enajenación mental que nos impulsó a dar por concluido el compromiso. Desde entonces no  había vuelto a saber de ella.
Su pálido rostro reflejaba tranquilidad entre las mangueras, sensores y aparatos que la cubrían como tentáculos amenazantes. Su figura se dibujaba tenuemente en la blanca cama del hospital. Seguía siendo bella a pesar de su letargo.
Comencé a visitarla todos los días por la tarde. Le leía  algún libro, le comentaba de los acontecimientos diarios o, le hablaba de nuestra relación. Así fue renaciendo en mí el amor que había tapiado en el muro del olvido.
Los médicos aconsejaron a los padres que autorizaran la desconexión de los aparatos que la mantenían con vida. Ellos decidieron darle una semana más de vida artificial.
Al despedirme para siempre, al término del plazo establecido, la abrace y besé levemente en la boca. Cuando lo hice, sentí un sabor salado por encima de la comisura de los labios: Era una lagrima que resbalaba por sus mejillas. Le tomé de la mano y sentí una leve contracción de sus dedos.
22/01/2012


  

El hereje




El hereje

Don Andrés Castaños de la Borbolla hablaba de los principios del racionalismo en su cátedra de filosofía, cuando fue interrumpido por la entrada ruidosa de cuatro alguaciles que lo detuvieron acusándolo de hereje y de difundir ideas contrarias a la religión católica.
            El tribunal de la Santa Inquisición lo declaró culpable en un juicio que no duró más de dos días y lo condenaron a purgar una sentencia de diez años en el castillo de San Juan, que se encontraba en un islote cercano. Lo entregaron al comisario con el encargo de lograr su abjuración.
            Hombre bajo, gordo, mofletudo, de nariz chata y cuello tan corto que parecía no tener lugar para la cadena del crucifijo que portaba, el comisario vestía unos andrajos sucios que algún día fueron uniforme. Su alguacil, delgado e igual de andrajoso que él condujo al reo al calabozo.
            Don Andrés no había comido en todo el día y la sensación de hambre le provocaba dolor de cabeza. Se sentó, apoyando la espalda en la lamosa pared que transmitía frialdad a su angustiada alma. Trató de adaptarse a la oscuridad para observar la celda: era un sótano oscuro de piedra sudando dolor impregnado de sufrimiento humano y hedor hipócrita a buenas conciencias imponiendo su voluntad. En la parte superior de la pared distinguió una pequeña ventana por donde se filtraba la luz de la luna, se oía el reventar de las olas en el arrecife  y  llegaba el característico olor a sargazo, a humedad caliente y salobridad .
            El sueño comenzaba a vencerlo cuando se abrió la puerta del calabozo y le pusieron en el piso un recipiente con caldo frío, grasoso, maloliente y un pedazo de pan que rivalizaba con los muros por su dureza y color. Estaba por tomarlos, cuando empezó a sentir en los pies y manos el roce de hocicos y colas, así como chillidos que se agudizaban al olor de la comida. Se levantó rápidamente y apuró de un solo trago el asqueroso caldo. Caminó hacia el haz de luz, mordiendo su pedazo de pan y pateando a las ratas que trataban de acercarse. Al sentir los animales que ya no había alimento, abandonaron el asedio y ocultaron su presencia en las oquedades de los muros por el resto de la noche.
            Con el amanecer llegó un poco de luz, que arrinconó a la penumbra en las paredes de la celda, y con ella, llegaron  el comisario y el alguacil.
            Por lo visto pasó usted muy buena noche. ¡Su semblante de hereje nos insulta a los hombres creyentes y de buena crianza! La orden que recibimos es hacer que abjure de sus pecados heréticos, se arrepienta y convertirlo a la cristiandad y... ¡Así se hará!
            ¡Cuélgalo Juan! y ¡Pásame el garrote! Vamos a darle una dosis de arrepentimiento.
            Después de los garrotazos, la espalda de don Andrés estaba desecha y sangrando. Lo descolgaron y quedó tirado en el piso. Juan le dio una vara para que se defendiera de las ratas. A rastras llegó a la pared y toda la noche estuvo vareando ratas... casi no durmió.
            Salió el sol perforando con sus rayos levemente el ambiente lúgubre de la celda e intimidando la osadía nocturna de los roedores. Nuevamente se presentó el comisario con el caldo grasoso, el mendrugo de pan y  agua. Andrés  bebió y limpió sus heridas.
            Veo con alegría que le está llegando el arrepentimiento y para confirmarlo, he traído algunos papeles que quiero que firme. Los extendió en el piso y le pasó una pluma y el tintero. Andrés los leyó y vio que era la cesión de todas sus propiedades a la orden de los Dominicos. Firmó, sabiendo que era la única forma de ganar un poco de tiempo.
            Ya ves Juan ¿cómo se hacen los negocios? ¡Cuando ya no esté, los podrás hacer igual!
¡Cuélgalo! Porque éste se arrepintió únicamente de dientes para fuera. ¡Tiene que abjurar de sus ideas paganas! Y, de nueva cuenta lo tundieron  a garrotazos. ¡Así se convence a los herejes! Aprende de mi y te premiará la orden.
Por la tarde, volvieron a repetirle los garrotazos hasta que se desmayó.
            ¿Ya vez porqué soy comisario, Juan? ¡Porque sé hacer buenos creyentes!
            Juan ya no estaba...sólo oyeron el sonido de la puerta al cerrarse.
            ¡Juan, abre la puerta! ¡Ábrela, infeliz!... Y los gritos siguieron hasta confundirse con el sonido de las olas chocando en el arrecife.
            En el mismo comunicado a Juan le llegó el nombramiento de Comisario, el agradecimiento por la cesión de bienes y las condolencias por los decesos del comisario y el hereje, devorados por las ratas.
12 de junio de 2012