lunes, 21 de mayo de 2012

Doble oscuridad

Doble oscuridad


        ⏤¿El jurado tiene su dictamen?
⏤Sí su señoría ⏤dijo el  presidente, y lo entregó.
El juez levantó la mirada y observó la sala pletórica de público y periodistas, expectantes del veredicto. El ambiente bochornoso y pesado abrumaba a la concurrencia, que lo soportaba pacientemente por el interés de conocer la sentencia a uno de los seres más violentos que había conocido la comunidad. Se respiraba la caliente acidez de humores y olores que el aire acondicionado de la sala no alacanzaba a disipar.
El magistrado fijó la vista en el acusado y ordenó: 
⏤¡Póngase de pié para escuchar la sentencia!
Ayudado por el abogado defensor, Rodrigo Ramos, conocido por "El maestro", se levantó y dirigió su mirada ciega, protegida por lentes oscuros, al frente. Sus facciones rígidas demostraban tensión, solo un esbozo de sonrisa despectiva, reflejaba el odio a la institución. Era considerado como el narcotraficante más peligroso del norte del país, jefe de bandas de malhechores que asolaban pueblos y asesinaban a pobladores que resistían sus designios.
⏤En vista que se ha demostrado de manera absoluta que usted ha matado personalmente, u ordenado hacerlo a sus sicarios, violado mujeres, y envilecido a la sociedad traficando con estupefacientes, robando y secuestrando a los pobladores de la región, el jurado ha determinado su culpabilidad. Por tal motivo, y ante la imposibilidad de imponerle una sentencia reformatoria, se le condena a la pena máxima, por medio de  la silla eléctrica.
El sentenciado esbozó una sonrisa irónica que impregnó en su rostro la maldad de su ser.
En la celda, Rodrigo sentía el escaso calor de la luz permanentemente encendida, en el ambiente frío de su entorno. Había quedado ciego diez años atrás a consecuencia de un enfrentamiento con el ejército; sostuvo su liderazgo con la ayuda de la familia y el carácter belicoso, que infundía respeto en su organización y en la comunidad.
Faltaba una semana para cumplir su sentencia, cuando lo llevaron al hospital del reclusorio ⏤La ley  obliga a las autoridades a que los reclusos estén en las mejores condiciones de salud al cumplir su sentencia⏤ La operación fue exitosa y dos días después,  le quitaron los apósitos. Podía ver, distinguir los rostros de sus custodios, los colores, la luz del día que se filtraba por la ventana superior de su celda.
Era de mañana, sentía el frescor del ambiente, el olor a tierra húmeda y el de la vegetación. Los rayos del sol le transmitían la vida que antes había despreciado.
Pidió que lo dejaran ver la naturaleza. Lo llevaron a la parte superior del presidio y desde allí pudo distinguir el bosque de encinos, un río que al deslizarse sobre las rocas, murmuraba vida; el trinar de los pájaros y el canto del viento en  natural armonía con el medio ambiente, que le transmitía paz a su vida en ese momento. Las imágenes le suplicaban permanencia en ese mundo nuevo que se presentaba a sus sentidos y que le generaba  apego a la vida, como nunca lo había sentido.  
Llegó el viejo sacerdote, que afablemente, recorrió con él la vida de agresiones desde su infancia y  relegando a una sociedad de lucha, conflictos, de mezquindad y vileza. Tras dos horas de conversación, el sacerdote mirádole fijamente a los ojos suplicó la redención del hombre que con ojos humedecidos, se postraba de rodillas.
La noche, larga y oscura,  iluminada brillantemente en su celda, lo centró en un mundo de confusiones; tras varias horas de pensamientos encontrados, concluyó: ¡Nuevamente, ganaron! ¡Me sentencian a muerte y… es justo, lo que esperaba, lo merecido. Yo aguardaba  con resignación la muerte. Pero una sociedad puritana, plena de sadismo, me cura la vista y hacen ver un mundo diferente, dónde la naturaleza expande esplendorosa toda su belleza, difunde aromas, armoniza colores y sonidos que incitan a la vida;  me liberan de mi maldad interior: salvan mi alma. Como si una vida de maldad pudiera borrarse de tajo.
¡Mañana, me matan!... ¡Sociedad hipócrita y puritana!... ¡No cooperaré en su teatro!...
Pidió para su última cena un corte de carne y vino, la inrodujeron por la trampa de la puerta, horas antes de hacer efectiva su sentencia.

¡Se escucharon gritos desgarradores en la celda, ruido de la vajilla al caer  y patadas en el piso y paredes! Entraron precipitadamente los guardias, y espantados, observaron el espectáculo: ¡El reo se revolcaba en el suelo entre un rio de sangre que manaba en abundancia de sus ojos; tenía incrustados el tenedor y el cuchillo de plástico en ellos. Gritos desaforados inundaban la crujía, confundidos con los movimientos de los guardias y la sangre esparcida que se adhería a ropa y calzado. Rodrigo, desmayado, fue llevado al hospital.
La ejecución se pospuso  varias semanas, hasta el restablecimiento del reo.
Llegado el día, sentado en la silla que lo electrificaría y preparado para la ejecución, el fiscal lo conminó a decir sus últimas palabras. Volteó hacia la mampara que lo separaba del público y dijo:
⏤Viví en un mundo de oscuridad y vileza en contra de una sociedad con la que me confronté. Al apresarme,  acepté mi destino, conocía mi castigo. Sin embargo, sus normas, plagadas de sadismo y venganza, me ilusionaron llevándome a conocer algo de lo que nunca disfrutaría y a liberárme de toda la maldad en que fundé mi existencia.
¡No, crecí en la negrura de un comunidad que me arrinconó en su estercolero y viví  siempre de la oscuridad de la sociedad.  Mi destino, será volver a la oscuridad a la que pertenezco!
¡No me disculpo!...


La exclamación soterrada en el salón, se perdió con el ruido de las conversaciones al interrumpirse momentáneamente  la luz mientras los internos cenaban.

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