El hereje
Don Andrés Castaños de la Borbolla hablaba de los
principios del racionalismo en su cátedra de filosofía, cuando fue
interrumpido por la entrada ruidosa de cuatro alguaciles que lo detuvieron acusándolo de hereje y
de difundir ideas contrarias a la religión católica.
El
tribunal de la Santa Inquisición lo declaró culpable en un juicio que no duró más de dos días y lo condenaron
a purgar una sentencia de diez años en el castillo de San Juan, que se
encontraba en un islote cercano. Lo entregaron al comisario con el encargo de
lograr su abjuración.
Hombre
bajo, gordo, mofletudo, de nariz chata y cuello tan corto que parecía no tener lugar
para la cadena del crucifijo que portaba, el comisario vestía unos andrajos
sucios que algún día fueron uniforme. Su alguacil, delgado e igual de
andrajoso que él condujo al reo al calabozo.
Don
Andrés no había comido en todo el día y la sensación de hambre le
provocaba dolor de cabeza. Se sentó, apoyando la espalda en la lamosa
pared que transmitía frialdad a su angustiada alma. Trató de adaptarse a la oscuridad para
observar la celda: era un sótano oscuro de piedra sudando dolor impregnado de
sufrimiento humano y hedor hipócrita a buenas
conciencias imponiendo su voluntad. En la parte superior de la pared distinguió una pequeña ventana por donde
se filtraba la luz de la luna, se oía el reventar de las olas en el
arrecife y llegaba el característico olor a
sargazo, a humedad caliente y salobridad .
El
sueño comenzaba a vencerlo cuando se abrió la puerta del calabozo y le pusieron en
el piso un recipiente con caldo frío, grasoso, maloliente y un pedazo de
pan que rivalizaba con los muros por su dureza y color. Estaba por tomarlos,
cuando empezó a sentir en los pies y manos el roce
de hocicos y colas, así como chillidos que se agudizaban al
olor de la comida. Se levantó rápidamente y apuró de un solo trago el asqueroso caldo.
Caminó hacia el haz de luz, mordiendo su
pedazo de pan y pateando a las ratas que trataban de acercarse. Al sentir los
animales que ya no había alimento, abandonaron el asedio y ocultaron su presencia
en las oquedades de los muros por el resto de la noche.
Con
el amanecer llegó un poco de luz, que arrinconó a la penumbra en las paredes de la
celda, y con ella, llegaron el comisario
y el alguacil.
—Por lo visto pasó usted muy buena noche. ¡Su semblante de
hereje nos insulta a los hombres creyentes y de buena crianza! La orden que
recibimos es hacer que abjure de sus pecados heréticos, se arrepienta y convertirlo a
la cristiandad y... ¡Así se hará!
¡Cuélgalo Juan! y ¡Pásame el garrote!
Vamos a darle una dosis de arrepentimiento.
Después de los
garrotazos, la espalda de don Andrés estaba desecha y sangrando. Lo
descolgaron y quedó tirado en el piso. Juan le dio una
vara para que se defendiera de las ratas. A rastras llegó a la pared y toda la noche estuvo
vareando ratas... casi no durmió.
Salió el sol perforando con sus rayos
levemente el ambiente lúgubre de la celda e intimidando la osadía nocturna de los
roedores. Nuevamente se presentó el
comisario con el caldo grasoso, el mendrugo de pan y agua. Andrés
bebió y limpió sus
heridas.
—Veo con alegría que le está llegando el arrepentimiento y para
confirmarlo, he traído algunos papeles que quiero que firme. Los extendió en el piso y le pasó una pluma y el tintero. Andrés los leyó y vio que era la cesión de todas sus
propiedades a la orden de los Dominicos. Firmó, sabiendo que era la única forma de ganar
un poco de tiempo.
—Ya ves Juan ¿cómo se hacen los
negocios? ¡Cuando ya no esté, los podrás hacer igual!
¡Cuélgalo! Porque éste se arrepintió únicamente de
dientes para fuera. ¡Tiene que abjurar de sus ideas paganas! Y, de nueva cuenta
lo tundieron a garrotazos. ¡Así se convence a los herejes! Aprende de
mi y te premiará la
orden.
Por la tarde, volvieron a repetirle
los garrotazos hasta que se desmayó.
—¿Ya vez porqué soy
comisario, Juan? ¡Porque sé hacer
buenos creyentes!
Juan
ya no estaba...sólo oyeron el sonido de la puerta al cerrarse.
—¡Juan, abre la puerta! ¡Ábrela, infeliz!... Y los gritos
siguieron hasta confundirse con el sonido de las olas chocando en el arrecife.
En
el mismo comunicado a Juan le llegó el
nombramiento de Comisario, el agradecimiento por la cesión de bienes y las
condolencias por los decesos del comisario y el hereje, devorados por las
ratas.
12 de junio de 2012
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