martes, 22 de mayo de 2012

La carta



La carta


Tomó el teléfono después de la tercera llamada. Escuchó la voz entrecortada de su hermana, que entre sollozos le comunicó el fallecimiento de su madre. Sintió en su pecho un dolor sordo que le impedía respirar con regularidad; con la cabeza entre sus manos sollozó y se mesó los cabellos con desesperación. ¡No podía ser, aún no se reconciliaba con ella!
            Estaba consciente de que su hermana Sofía era la preferida de su madre, la que siempre concordaba con sus opiniones, la que desde la niñez estuvo cercana a ella. Y no es que no hubiera querido acercarse, sino que cuando lo intentaba, sentía su rechazo. Así pasó toda la vida, siempre tratando de ganar su aprecio.
            Se sentía sola y anhelante de cariño. Por su temperamento tímido y su volubilidad de carácter, sus relaciones amorosas siempre habían fracasado. En su vida nunca hubo la presencia de un hombre que le brindara seguridad y cariño. Su padre las  había abandonado el día en que ella nació.
            Constantemente oyó a su madre añorar la época en que eran una familia feliz.
Esther nunca la había vivido; sólo se acordaba  de momentos en los que tuvo esa sensación y los había pasado con su hermana Sofía.
            Su madre trabajó en un restaurante desde que ella tenía memoria y por necesidad  cubría  turnos de doce a catorce horas por día. Cuando llegaba a casa estaba exhausta y con deseos de descansar. Sin embargo, se daba tiempo para conversar con Sofía.
            Llegó Esther al hospital y  abrazó a su hermana; permanecieron enlazadas varios minutos mientras lloraban. Prepararon las exequias como su madre había dispuesto.
            Al funeral asistieron sólo algunos familiares y allegados. La presencia del viento frío de otoño, con su arrastrar de hojas caídas, acrecentaba en el ambiente la soledad que acompaña a la muerte.  
            Cuando a fin quedaron solas, Sofía le comentó a Esther que su madre les había dejado una carta a cada una y le propuso abrirlas en su casa.
            En la sala, sentadas de frente, Esther sacó la carta y leyó en voz alta:
            Querida Sofía:
            Siempre fuiste mi hija adorada, desde que naciste he vivido sólo para tú, me duele dejarte, pero se que he creado una imagen imborrable en tú vida y que viviré en tus recuerdos así como tú vivirás en los míos.
            Te amo por siempre.
            Tú madre.
            Esther abrió su carta y leyó para sí. Al terminar, llorando abundantemente, le comentó a su hermana que el contenido era similar y con términos cariñosos su madre se despedía de ella con amor.
            Al llegar a casa, se sirvió una copa y llorando desconsoladamente,  releyó su carta:
            Esther:
            Me despido de ti sin rencor, pero siempre recordando que fuiste la culpable de que tú padre nos abandonara y de que se haya destruido nuestra familia. Nunca te perdoné, ni lo haré ahora que voy a morir.
            Espero no verte en el infierno.


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