La
carta
Tomó
el teléfono después de la tercera llamada. Escuchó la voz entrecortada de su
hermana, que entre sollozos le comunicó el fallecimiento de su madre. Sintió en
su pecho un dolor sordo que le impedía respirar con regularidad; con la cabeza entre
sus manos sollozó y se mesó los cabellos con desesperación. ¡No podía ser, aún
no se reconciliaba con ella!
Estaba consciente de que su hermana
Sofía era la preferida de su madre, la que siempre concordaba con sus
opiniones, la que desde la niñez estuvo cercana a ella. Y no es que no hubiera
querido acercarse, sino que cuando lo intentaba, sentía su rechazo. Así pasó
toda la vida, siempre tratando de ganar su aprecio.
Se sentía sola y anhelante de cariño.
Por su temperamento tímido y su volubilidad de carácter, sus relaciones
amorosas siempre habían fracasado. En su vida nunca hubo la presencia de un
hombre que le brindara seguridad y cariño. Su padre las había abandonado el día en que ella nació.
Constantemente oyó a su madre añorar
la época en que eran una familia feliz.
Esther
nunca la había vivido; sólo se acordaba
de momentos en los que tuvo esa sensación y los había pasado con su
hermana Sofía.
Su madre trabajó en un restaurante
desde que ella tenía memoria y por necesidad
cubría turnos de doce a catorce
horas por día. Cuando llegaba a casa estaba exhausta y con deseos de descansar.
Sin embargo, se daba tiempo para conversar con Sofía.
Llegó Esther al hospital y abrazó a su hermana; permanecieron enlazadas
varios minutos mientras lloraban. Prepararon las exequias como su madre había
dispuesto.
Al funeral asistieron sólo algunos
familiares y allegados. La presencia del viento frío de otoño, con su arrastrar
de hojas caídas, acrecentaba en el ambiente la soledad que acompaña a la
muerte.
Cuando a fin quedaron solas, Sofía
le comentó a Esther que su madre les había dejado una carta a cada una y le
propuso abrirlas en su casa.
En la sala, sentadas de frente,
Esther sacó la carta y leyó en voz alta:
Querida Sofía:
Siempre fuiste mi hija adorada,
desde que naciste he vivido sólo para tú, me duele dejarte, pero se que he
creado una imagen imborrable en tú vida y que viviré en tus recuerdos así como
tú vivirás en los míos.
Te amo por siempre.
Tú madre.
Esther abrió su carta y leyó para
sí. Al terminar, llorando abundantemente, le comentó a su hermana que el
contenido era similar y con términos cariñosos su madre se despedía de ella con
amor.
Al llegar a casa, se sirvió una copa
y llorando desconsoladamente, releyó su
carta:
Esther:
Me despido de ti sin rencor, pero
siempre recordando que fuiste la culpable de que tú padre nos abandonara y de
que se haya destruido nuestra familia. Nunca te perdoné, ni lo haré ahora que
voy a morir.
Espero no verte en el infierno.
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