Ursula
Jorge Llera Martínez
Aparentemente en el pueblo de Chintepec nunca pasaba nada,
la vida de los menos de mil habitantes
transcurría tranquila. La agricultura de temporal les daba para sostener
escasamente las necesidades de autoconsumo alimenticio y con las labores
artesanales, principalmente tejidos de lana, complementaban sus requerimientos
básicos.
Chintepec se encontraba situado en la cima del cerro del
jorobado, uno más de los cientos de montes, enmarcados por barrancas y arroyos
del sur del país. Lindaba con el poblado de Santa Gudencia mártir, de similares
condiciones. Sólo los dividía una profunda barranca, un agreste y tumultuoso
río que en época de lluvias aumentaba su
caudal y el rencor ancestral de los habitantes de ambos pueblos. Los dos únicos
factores de unión eran un viejo y desvencijado puente colgante y su reemplazo,
un barquero que hacía negocio de las rupturas del primero. Sólo los viajeros y
comerciantes hacían el tránsito entre los pueblos, por lo qué, lo que pasaba en
uno, no se sabía en el otro.
Úrsula, con sus veinticinco años y su porte juvenil, era la
mujer más hermosa de Chintepec, los ojos de todos los hombres la seguían al
pasar, como los perros del rancho a la vista de un pedazo de carne; e igual que
ellos, los hombres dejaban caer su baba.
Úrsula tenía dueño, era Jacinto el cacique del pueblo, que
la celaba más que a su potranca alazana. Al igual que ella, era ligera se
cascos, sus correrías las hacia en la pista de enfrente y ...ahí se murmuraba
que había corrido en varios eventos.
Se ocultaba el sol en el horizonte, las sombras de los
cerros se proyectaban parcialmente sobre las chozas de Santa Gudelia cuando Úrsula
se levantó del petate y se acercó a la palangana, lavó sus partes íntimas,
subió y ajustó su vestido y le dio un beso de despedida a su amante -nos vemos
en quince días le dijo al oído. Corriendo llegó al puente y al llegar, notó que
se había roto y ambos extremos bamboleaban sobre el río como brazos que
incitaban a un abrazo. Desesperada porque el tiempo transcurría y no podría
llegar a casa antes que su marido, acudió a Samuel el viejo barquero:
-¡Samuel, crúzame rápido por favor!
- Sí, te cuesta treinta pesos.
-¡No traigo dinero, mañana te pago!
- Si no hay dinero no hay pasada.
La mente de Úrsula comenzó a sugerirle alternativas y
después de unos instantes, decidió visitar a Arnulfo, que había sido uno de sus
recientes "eventos". Lo halló en su choza, junto a su pareja actual y
al verla le preguntó con desprecio en su voz: -¿Que quieres? quedamos en que
nunca más nos veríamos
- ¡Préstame treinta pesos, los necesito urgentemente. Mañana
te los pago!
- no tengo y ¡Lárgate de aquí!
Volvió con el viejo Samuel y dulcemente le dijo:
- Pásame y te dejo que me hagas lo que quieras
- bien, súbete.
A la mitad del río, Samuel se acercó a Úrsula y la levantó
entre sus brazos. Ella aflojó el cuerpo y cerró sus ojos. Sin embargo, la
cercanía la obligaba a respirar el tufo fétido del aliento del barquero. Casi
en un vómito, quiso separarse y él, empujándola hacia el borde de la
embarcación, la tiró al río.
Escuchó tres toquidos en la puerta de su choza y,
desembarazándose de los brazos de Antonia, se levantó a abrir la puerta.
- Ya se hizo Don Jacinto, le murmuraron desde afuera.
Fue hasta su morral y sacó los cincuenta pesos prometidos.
2 de Mayo de
2012
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