Oda a la alegría
Sentado
frente a su escritorio se concentraba en imaginar la melodía, la estructura
armónica y la instrumentación de la música que componía. Desde hacía algunos
años vivía y sufría el silencio más absoluto al haber perdido paulatinamente el
sentido del oído.
Era una ironía que habiendo sido un
intérprete virtuoso y un compositor innovador y exitoso, hubiera perdido un
órgano esencial por el que percibía el
sonido y el movimiento de la vida.
Su misantropía lo obligó a
concentrarse en sí mismo y a escuchar interiormente el torbellino de sonidos y
música que inundaban su cerebro. Aprendió a interpretar a través de los demás
sentidos.
En las horas de trabajo, echado
siempre al lado de él, su fiel perro -que lo había acompañado por más de diez
años- movía su cola en señal de aceptación cuando le gustaba la armonía o el
movimiento que tocaba y agachaba una oreja, cuando no o, las dos cuando estaba
en total desacuerdo. Esto motivaba fuertes controversias ya que el can era su
crítico más severo, no lo respetaba y adulaba por ser el gran maestro.
Preparaban la obra más grandiosa de
la vida del compositor, con la cual pensaba retirarse de sus actividades. Durante
la estructuración de la última parte de la sinfonía, entró en seria divergencia
con su perro, que no quería incluir voces humanas en la composición. Sin
embargo, después de algunos desencuentros,
incorporaron la Oda a la alegría,
como una innovación en las obras sinfónicas.
Caminaban a la sala de conciertos
para la presentación, cuando en la acera del teatro vieron a un gato. Su fiel
perro -tremendo defensor de la honra de la especie, a pesar de su ancianidad-
cruzó la calle para atraparlo. Al hacerlo, lo arrolló un fiaker tirado por dos
caballos. La pena y desesperación del compositor fue indescriptible, no se
tranquilizó hasta que el animal fue atendido por el albeitar del pueblo, que se
comprometió a cuidarlo mientras transcurriera el concierto.
En la sala, abarrotada de grandes
personajes de la aristocracia y la realeza, había un derroche de lujo en los
atuendos y expectación por oír la última obra del maestro. Él, sólo oía el permanente
silencio y sentía aflicción por la salud de su único amigo.
Entró al escenario y en su silencio
vio el batimiento de palmas de un público emocionado. De frente a la orquesta, comenzó
a dirigir la sinfonía con los tiempos y compases de su mente. Sin embargo, la
preocupación por su amigo no lo abandonaba. Quería ya terminar para verlo.
Llegó el último movimiento y al comenzar la
Oda a la alegría, volteó hacia el público y al pie de la primera fila lo distinguió,
vendado del cuerpo y siguiendo la música con el movimiento de su rabo.
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