martes, 22 de mayo de 2012

Oda a la alegría


 Oda a la alegría


Sentado frente a su escritorio se concentraba en imaginar la melodía, la estructura armónica y la instrumentación de la música que componía. Desde hacía algunos años vivía y sufría el silencio más absoluto al haber perdido paulatinamente el sentido del oído.
            Era una ironía que habiendo sido un intérprete virtuoso y un compositor innovador y exitoso, hubiera perdido un órgano esencial por el que percibía el  sonido y el movimiento de la vida.  
            Su misantropía lo obligó a concentrarse en sí mismo y a escuchar interiormente el torbellino de sonidos y música que inundaban su cerebro. Aprendió a interpretar a través de los demás sentidos.
            En las horas de trabajo, echado siempre al lado de él, su fiel perro -que lo había acompañado por más de diez años- movía su cola en señal de aceptación cuando le gustaba la armonía o el movimiento que tocaba y agachaba una oreja, cuando no o, las dos cuando estaba en total desacuerdo. Esto motivaba fuertes controversias ya que el can era su crítico más severo, no lo respetaba y adulaba por ser el gran maestro.
            Preparaban la obra más grandiosa de la vida del compositor, con la cual pensaba retirarse de sus actividades. Durante la estructuración de la última parte de la sinfonía, entró en seria divergencia con su perro, que no quería incluir voces humanas en la composición. Sin embargo, después de  algunos desencuentros, incorporaron la Oda a la alegría, como una innovación en las obras sinfónicas.
            Caminaban a la sala de conciertos para la presentación, cuando en la acera del teatro vieron a un gato. Su fiel perro -tremendo defensor de la honra de la especie, a pesar de su ancianidad- cruzó la calle para atraparlo. Al hacerlo, lo arrolló un fiaker tirado por  dos caballos. La pena y desesperación del compositor fue indescriptible, no se tranquilizó hasta que el animal fue atendido por el albeitar del pueblo, que se comprometió a cuidarlo mientras transcurriera el concierto.
            En la sala, abarrotada de grandes personajes de la aristocracia y la realeza, había un derroche de lujo en los atuendos y expectación por oír la última obra del maestro. Él, sólo oía el permanente silencio y sentía aflicción por la salud de su único amigo.
            Entró al escenario y en su silencio vio el batimiento de palmas de un público emocionado. De frente a la orquesta, comenzó a dirigir la sinfonía con los tiempos y compases de su mente. Sin embargo, la preocupación por su amigo no lo abandonaba. Quería ya terminar para verlo. Llegó el último movimiento y al comenzar la Oda a la alegría, volteó hacia el público y al pie de la primera fila lo distinguió, vendado del cuerpo y siguiendo la música con el movimiento de su rabo.







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