martes, 22 de mayo de 2012

El monstruo


El monstruo


Tomó una pastilla rosa y le dio un toque al porro, se recostó sobre el diván extendiendo sus piernas en forma relajada. La habitación en penumbra, sólo iluminada tenuemente por la luz de una lámpara de mesa en la parte extrema donde él se encontraba. La melodía triste de un blues se escuchaba cada vez más nítidamente. Sentía la resequedad en su garganta, pero no  le molestaba.
            Se quedó mirando fijamente la columna de humo ondulante de su carrujo que subía hacia el techo y ahí se esparcía.
            Otra aspirada y la retención del humo en los pulmones, después… la exhalación lenta.
Dejó el carrujo sobre la mesa de centro y se abandonó.
            La placidez era total, la música aumentaba en volumen e intensidad al interior de su cuerpo, casi podía sentir el aliento de los músicos y tocar las diferentes notas y armonías que pasaban por sus ojos.
            El humo del cigarro formaba figuras vivientes que en un juego de abrazos y danzas se entrelazaban con las notas musicales y transformaban en espirales de mujer estilizadas, subían al techo recorriéndolo como brazos de pulpos reptando por toda la superficie y salían por el respiradero de la ventana irresponsablemente abierto.
            En su sopor, se dio cuenta de que no podía moverse, sus músculos no le obedecían. Le restó importancia, ya le había sucedido cuando mezclaba las pastillas con el alcohol y la hierba.
            Comenzó a ver  frente a él, que en la alfombra, danzaban pequeños cuerpos extraños, parecidos a animales; le parecieron graciosos y pensó que se estaba conectando con otra dimensión y  eran los pequeños habitantes de ese mundo al que accedía por su espiritualidad; sentía que les causaba extrañeza verlo y trataba de ser amistoso. Les sonreía y los saludaba, trataba de causarles buena impresión. Los pequeños seres no le contestaban, proseguían danzando al ritmo del blues que se escuchaba en el reproductor.
            Le aumento la resequedad de la garganta y quiso tomar un trago de su bebida, pero no pudo mover el brazo. Al rato lo haría, cuando se le pasara el efecto.
            Los animales estaban creciendo y ahora podía distinguir sus formas. No eran iguales, sólo en el color rojo amarillento cambiante de su piel; parecía que se transportaban en pequeñas naves que simulaban nubes. Comenzó a sentir calor, tal vez por el tamaño excesivo del porro consumido -pensó.
            Vio que el animal más cercano crecía desmesuradamente y le estaba enrollando la cola en sus piernas; poco a poco lo aprisionó y le clavó sus espinas, arañándolo. Comenzó a sentir un dolor intenso y quiso gritar, pero de su boca no salió ningún sonido.
            Con el cuerpo totalmente abrazado por el animal, sintiendo un dolor que lo hacía aullar por dentro y un calor insoportable, enfrentó la cara del atacante: sus ojos saltones y de un rojo intenso, emitían rayos que lo laceraban; de sus fosas nasales salían grandes cantidades de humo negro que le impedían respirar; las fauces, abiertas como una gran cueva, mostraban unos colmillos enormes de los que resbalaba una viscosa baba; sus largos y delgados brazos que terminaban en grandes y afiladas garras se clavaron primero en el estómago, destrozándole las entrañas y produciéndole un estertor del dolor, después en la cara, desgarrándole la piel provocando que aullara de dolor. Lo último que oyó fue un bramido ronco y profundo emitido desde los más profundo de su ser. Ya no sentía dolor cuando comenzaron a pasar muy rápidamente por su mente, escenas de su vida...
            Se escucharon ruidos estruendosos al caer desgajada la puerta del departamento y el marco de la ventana que daba al pasillo. Entraron  y con el agua terminaron con los restos disminuidos del voraz fuego.


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